miércoles, 8 de junio de 2011

El bloqueo


Hace unos días, concretamente el domingo 5 de junio, apareció en el periódico La prensa de La Paz, Bolivia, en su sección de cultura, una reseña a una obra de teatro escrita por Rodrigo Urquiola Flores, un joven escritor boliviano cuyo futuro literario empieza a apuntar y que, por lo que sé y he podido leer suyo, me atrevo a decir que será largo y francamente interesante. La obra de teatro lleva como título El bloqueo y puede leerse de forma gratuita a través de internet o bien descargarse en pdf gracias a la librería digital Ecdótica, que la incluye en su biblioteca gratuita. A Rodrigo Urquiola le dediqué una entrada a raíz de la lectura de su volumen de cuentos publicado en 2008 Eva y los espejos.



El texto que añado a continuación fue el publicado por La prensa el pasado domingo.

De Rodrigo Urquiola me separan un océano y algunos años. Supe de su existencia a través de un blog literario y decidí ponerme en contacto con él por medio de un correo electrónico. Sentía curiosidad por leer su volumen de cuentos Eva y los espejos. Intercambiamos libros y al poco supe que había recibido un premio de dramaturgia y una mención de honor en el premio Alfaguara de novela, a nivel nacional. El primero por la obra de teatro que nos ocupa, la segunda por una narración que aparecerá editada el año próximo. Me alegró mucho la noticia. Entre otras razones porque en el libro de cuentos que me envió acerté a ver, como simple lector amante de la literatura, a un escritor muy joven, pero con un futuro literario tan bien encaminado que me atrevo a augurarle mayores logros.

Se publica ahora El bloqueo. Pieza de teatro breve, solo consta de un acto, en la que seis personajes que se dirigen al mar, ven bloqueada su ruta a causa de seis individuos corpulentos, sordos a las necesidades de los viajeros, cada uno con una gran roca a sus pies que usan para amedrentar a los caminantes cada vez que ven amenazada su incomprensible misión (al menos para el lector o el espectador): la de cerrarles el paso. Los viajeros deberán buscar el modo de continuar su camino. Apenas si llegamos a saber nada de ellos y, sin embargo, cuando el lector acaba de leer sus diálogos, advierte que no se trataba tanto de conocer la personalidad de cada uno, sino de comprender que lo que les mueve a enfrentarse a Los Bloqueadores no es tanto una necesidad personal como universal: la del individuo al que se le impide, sin explicación ni razón alguna, su desarrollo en cualquier ámbito, sea público o personal. Nos hallamos, pues, ante una obra claramente simbólica.

Confieso mi desconocimiento de la realidad boliviana. Aparte la escasa información que llega a Europa, de Bolivia poseo unos pocos datos de carácter político e histórico que no me bastan para saber si lo que Rodrigo Urquiola pretendía al escribir su obra era hacer una referencia directa a un determinado estado de cosas. Independientemente de que esto sea así, estoy convencido de que su representación en cualquier lugar del planeta haría pensar al espectador que tras esos personajes existe una voluntad crítica, manifiesta en el hecho de que, pese a la fortaleza y empeño cerril de Los Bloqueadores, que se niegan a consentir su avance, no se rinden y logran, con la colaboración de todos, mantener el optimismo. Resulta llamativo, sin embargo, que de los seis personajes sean el ciego Maygua y Magadalena los que mayor porfía empleen en derribar la muralla. Puede argüirse en contra que son tal vez los más interesados por llegar a la meta, el mar, pues piensan que allí van a encontrar la cura a la ceguera; pero ello no quita que sean precisamente los más débiles los que asuman el riesgo de pretender debilitar de algún modo el tesón con que Los Bloqueadores profesan su cometido.

Toda esta gravedad, no obstante, no impide ciertas pinceladas de humor absurdo. La noche es día y el día noche. Uno de los Bloqueadores no puede, en determinado momento, evitar que se le dibuje en los labios un esbozo de sonrisa, lo que en el escenario supondrá un fuerte contraste con el resto de Bloqueadores, tan estirados y pétreos, tan poco humanos. Humor hay también en la figura de Maygua, al fin y al cabo causa de que el resto de acompañantes se halle en esa situación, y que, dada su ceguera, necesita de ellos, sobre todo de Magdalena, que acaba asumiendo toda la responsabilidad: una mujer que capitanea al grupo de machos. Pocos datos se nos dan del lugar del que provienen, nada del porqué los Bloqueadores cortan el paso, lo que confiere a la historia un aire kafkiano muy atractivo. En manos del director que la lleve a escena está acentuar más o menos estos rasgos, pues el teatro, al contrario que la narrativa, se subordina, como el ciego Maygua a Magdalena, a la buena o mala voluntad de quienes tienen que darle vida, conducirlo por el camino cierto, libre de bloqueadores.

Para finalizar, quisiera retomar lo que apunté al inicio de este breve texto. De Rodrigo Urquiola me separa, sí, un océano, pero tamaña cantidad de agua y kilómetros no ha bastado para que el contenido de esta obra no me haya alcanzado de pleno. (Por fortuna, el uso de una lengua común facilita que entre este pequeño país de Europa y ese continente desmesurado existan vínculos que van más allá de la hermandad cacareada por los políticos.) Decía, también, que de Rodrigo son varios los años que me separan; esto es, somos letraheridos de generaciones distintas, pero esta vez sí hermanados por una necesidad incorregible de escribir. En su caso, sin embargo, los reconocimientos empiezan a llegarle a edad temprana, lo que no debería cegar a los posibles lectores o espectadores. La obra que tienen en sus manos, o que inmediatamente verán representada en el teatro, posee un valor intrínseco que ningún premio podrá encarecer más, salvo el del aplauso del público, que estoy convencido obtendrá.

Juan Manuel González Lianes

lunes, 6 de junio de 2011

Homer y Langley


Pienso que una de las virtudes que debe tener una novela histórica es la de lograr que el lector no crea en todo instante que está leyendo una novela histórica. Alguna vez que he pretendido leer algunas de las que estos últimos lustros se han convertido en auténticos best-sellers, he tenido la impresión de que la única voluntad de su autor era demostrarnos lo mucho que se ha informado sobre el periodo que aborda. Una novela histórica, al igual que cualquier otra, sea cual sea el género literario al que pertenezca, debe hacernos olvidar el adjetivo que la califica. Estamos leyendo una novela, y si esa novela escrita en el presente sitúa su acción en el pasado, su acierto será hacerla verosímil sin alharacas documentalistas. ¿Que cómo se alcanza esto? Entre otras maneras, consiguiendo que el narrador de la historia no se deje contaminar por el autor; que se limite a explicar lo que sucede sin necesidad de justificar en todo instante la razón del escenario histórico escogido. Doctorow es un reconocido novelista, uno de esos escritores ensombrecidos por la figura de otros contemporáneos suyos; pero cuya obra responde a una coherencia artística a la altura de los grandes. Por lo que yo sé, siempre se ha decantado por el género histórico y por un momento especialmente importante para los EEUU, el situado a inicios del siglo XX. Sus novelas se han convertido en clásicos indiscutibles, y lo de menos es que lleven la coletilla detrás. La última, la que he terminado de leer estos días, tiene como título Homer y Langley, y está basada en la historia real de dos hermanos.
Los hermanos Collyer fueron encontrados muertos en 1947 en el interior de su casa, donde vivían solos. Sus vecinos alertaron a la policía de Nueva York tras varios días sin que dieran señales de vida. La policía, al intentar entrar en la casa de cuatro plantas, comprobaron que la puerta estaba atrancada por dentro. Tampoco los bomberos pudieron acceder a ella. Hubo que realizar un agujero en la azotea. La casa estaba a rebosar de todo tipo de objetos. Entre ellos, miles y miles de periódicos apilados a lo largo de más de treinta años, y libros. Fueron precisamente algunas de estas pilas de papel las que se desplomaron sobre el cuerpo de Langley, que murió aplastado. Homer, inválido y ciego, falleció a los pocos días de hambre y sed, tras una larga agonía. Las toneladas de cachivaches halladas en aquel edificio convirtieron a los dos hermanos en celebridades, y supongo que muchos ciudadanos debieron preguntarse entonces qué debe ocultarse tras una mente que se propone reunir a su alrededor tal cantidad de material inservible.
Doctorow recoge esta historia, probablemente ya olvidada, y convierte la vida de estos dos personajes en el centro de interés de una novela escrita en primera persona por Homer. Pese a estar ciego, dispone de una máquina de escribir pensada para invidentes. Una de las libertades que se toma Doctorow es alargar en la ficción la vida de los hermanos. En la realidad, según he apuntado más arriba, sus cadáveres fueron encontrados en 1947; pero para un escritor al que le interesa la Historia de su país del modo que le interesa a Doctorow, hubiera sido un desperdicio no servirse de Homer para realizar un viaje temporal a lo largo de un siglo en el que los EEUU ha sido estandarte de lo mejor que puede ocurrir en democracia y de lo peor también. Langley sirve en el ejército durante la 1ª Guerra Mundial, y su experiencia va a trastornarle para siempre. Homer, ciego a los veinte años, vivirá necesariamente a rebufo de su hermano, y tendrá que aceptar las excentricidades, las manías, los nuevos remedios con los que pretenderá curarle de una ceguera que él considera reversible. Desde su casa situada frente a Central Park, serán testigos de los cambios que irá sufriendo su ciudad pero también el mundo, pues Langley no perdonará un día sin comprar las dos ediciones de todos los periódicos que se publican en Nueva York. Su intención es crear, por medio de recortes y sinopsis escritas a máquina, un único ejemplar que pueda leerse en cualquier lugar y tiempo, en el que queden recogidas las noticias imprescindibles que den idea de cómo somos los humanos y cuáles nuestros actos más representativos. Homer, por su parte, buscará refugio en su piano y en las pocas mujeres que consigue conocer. La ceguera no es un impedimento para su felicidad, y si bien Langley manifiesta síntomas de no estar en sus cabales, es bien cierto que gracias a él le ha sido posible vivir bajo techo y protegido de un mundo cada vez más agresivo, del que le llegan ecos pero casi siempre susurros.
Lo difícil de esta novela, pienso, es no haber caído en la tentación de convertir a estos personajes en motivo de burla. Langley es víctima de un monstruo que progresivamente ha ido haciéndose más poderoso. El mundo le va demasiado grande y en su obsesión por almacenar cuanto cree reutilizable y encuentra en la calle, parece responder a un deseo nunca bien explícito por crear a su alrededor un orden en el que estar a gusto. En el fondo se trata de una huida, de un viaje hacia ninguna parte. De familia adinerada, Homer y Langley son los últimos vástagos de una saga que desaparecerá con ellos. Lo que acumularon a lo largo de unas pocas décadas, en la realidad y en la ficción, son los restos de una civilización en declive, los posos de una ciudad que llegado el momento los convertirá en atracción de feria para civiles ociosos, y luego en noticia estrella de sucesos.

sábado, 28 de mayo de 2011

La hija del optimista


Resulta curioso encontrar en la obra literaria de los escritores vinculados al sur de los EEUU una atmósfera común, unos personajes que parecen sacados de un molde parecido, relacionados por una consanguineidad cuyo ADN no se encuentra en la sangre, sino en su comportamiento, en su manera de comunicarse, en la violencia o la bondad extremas de la que hacen gala. Eudora Welty es una de esas autoras sureñas que parecen conocer muy bien la materia a partir de la cual construyen su universo novelístico; y la conocen no porque haya buscado información, o utilizado el testimonio de quienes pudieron vivir acontecimientos parecidos a los que narra, sino porque ella misma es parte íntima de ese sur que, da la impresión, odian y aman por igual. Laurel, hija del juez McKelva, viaja desde Chicago, ciudad en la que reside, a Nueva Orleans, donde su padre acude al médico para que le trate un problema ocular. El médico, amigo de la familia, le aconseja operarse y que la intervención quirúrgica la realice un especialista que no sea él. Pero el juez se niega. La operación es cosa del doctor Courtland, y si no, no hay operación. Pese al éxito de la misma, el juez, cuya edad se aproxima a los ochenta años, se va debilitando poco a poco hasta morir. El traslado del cadáver en tren desde Nueva Orleans hasta Mount Salus, Mississipi, es el regreso de Laurel a la casa y al pueblo donde nació y creció, al lugar donde ya no le queda nadie, salvo la vieja criada negra, a quien pueda reconocer como suyo. Wanda Fay Chisom es la actual esposa del juez McKelva. Cuarenta años más joven que él, más joven que Laurel, su carácter no casa con la vida que implica convivir con un anciano, mucho menos con la que debe tener una viuda. Es orgullosa y bella. No entiende cómo el pasado puede condicionar la vida de personas como las que habitan en Mont Salus. Ella es de Madrid, Texas, y si quiere traerá a toda su familia a vivir a la casa del juez, porque ahora la casa es suya, no de Laurel; ya se ha encargado de borrar toda huella que recordase a la antigua señora McKelva.
Al regresar al pueblo, Laurel experimenta una suerte de regresión a las costumbres y a los sentimientos de una gente que no parece haber evolucionado, que son los mismos de hace seis, ocho lustros, cuando ella era una niña. Una regresión que no se detiene en las palabras ni en los gestos, que sigue hasta el mismo vientre de la casa en la que nació y creció. Allí, la noche después al entierro de su padre, se encierra en un cuarto donde hay cajas con fotos y papeles que pertenecieron a su madre y que han sobrevivido al afán destructor de Fay. En esos papeles se reencuentra, es ahí donde se hunden sus raíces. Pero ¿de qué sirven las raíces cuando se está sola, cuando no se tiene a nadie ya? En Chicago no la aguarda nadie. Su esposo Phil murió en la guerra. Laurel simplemente es la hija del optimista, pero no tiene ninguna razón para serlo también ella.
La de Fay recuerda a una de esas familias que actúan como mala hierba en el mundo de Faulkner, que imponen su presencia a fuerza de constancia y sumo egoísmo. Ella misma, Fay, se enfada porque el juez, su marido, haya decidido enfermar durante la celebración del carnaval. No se merece que la trate así. Esta actitud, frecuente en otras novelas de otros autores sureños, me asombra y desconcierta, pero comprendo, dado el número de personajes que se comportan así, que debe tener un referente real, mujeres y hombres que sobrevivieron y sobreviven aún con la savia de otros. Es Fay quien me repugna y atrae a un tiempo, y comprendo que el juez McKelva se sintiese atraído por ella sin importarle las consecuencias de su decisión al convertirla en su esposa. Una de las imágenes tal vez más emocionantes de la novela es cuando Fay, sentada junto a su marido moribundo, le acerca un cigarrillo a los labios para que fume de él. No es lo que más le conviene al paciente, pero durante unos minutos el juez es dichoso. La duda es si la intención de Wanda Fay Chisom es que sea feliz antes de morir, como un acto de amor último; o bien, con esa pizca de placer que le ofrece, revitalizar su espíritu para que se levante y la acompañe por la calles de Nueva Orleans, llenas de bandas de música y gente divirtiéndose. Sospecho que de una persona como ella no cabe esperar lo primero.

jueves, 19 de mayo de 2011

Santos que yo te pinte


Algunas de las obras de Julián Rodríguez requieren en ocasiones dejarlas madurar tras haber sido leídas, y que ellas, por sí mismas, se vayan componiendo en nuestra mente, porque si algo las caracteriza es la impresión por parte del lector de que se le ocultan datos importantes para la correcta interpretación del texto. Y no es que los narradores de estas historias pretendan privarnos de según qué hechos, ocurre que las palabras que leemos los recogen por medio del sobreentendido o la elipsis, y exigen del lector un esfuerzo añadido al de la simple interpretación literal de lo que se nos cuenta. Son subterfugios, recursos que pone a nuestra disposición la lengua para que aquello que contamos resulte más ambiguo o misterioso, o simplemente más atractivo para el receptor. Santos que yo te pinte es el título de un relato breve recogido en un volumen editado por errata naturae en su colección La mujer cíclope. (Nombres todos ellos que sugieren una literatura que se aparta de la habitual en el mercado.) La historia, debo admitirlo, me ha confundido; de ahí que opine que tendrán que pasar días hasta que se consolide en mi cabeza, como ya me ha ocurrido con alguna otra de Julián Rodríguez. No he querido esperar, sin embargo, a que ello suceda, y he preferido recoger la impresión primera, la inmedata al cierre del libro. En una nota del autor, supongo que consciente de la dificultad de su obra, pretende dar una idea al lector de cómo debe desenmarañar el hilo, y es por ello que habla de parodia de géneros, pues nos da a entender que sobre la misma gravita la influencia de textos de carácter místico o espiritual. Pero, ¿de qué nos habla? Un hombre regresa al pueblo donde nació tras haber permanecido ausente durante años. El hombre ha sido marino en un barco portacontenedores. Durante el tiempo que ha estado en alta mar han sido muchas las ocasiones en que ha recordado a la mujer que amó. El recuerdo es una manera de unión. El recuerdo nos permite recuperar a la persona perdida, comunicarnos de nuevo con quien alguna vez compartió cama y desayuno, conversaciones y cenas. También se puede recuperar la infancia. Las imágenes las conservamos grabadas. Basta que logremos insuflarles vida para que el olor, las palabras de otro tiempo, vuelvan si no exactos, sí evocadores de sentimientos no siempre gratos; no en balde la causa de esta ausencia fue ella, la amada, quien la produjo. Hay rabia en este monólogo enfermizo, deslavazado, con el que el narrador procurar evitar la grandilocuencia y hablar de cuanto le ha sucedido en el pasado, en el presente, en este instante mismo en que se halla confesándose y dice que la ha buscado, no ha podido evitarlo, la ha buscado sin poder hallarla... Pero, ¿y si me estoy equivocando? ¿Y si esto que digo no es así? Tendré que esperar, tal vez releer este puñado de páginas; eso sí, como dice el narrador, ni pomposas ni altisonantes.
Su título proviene de una canción de Los Planetas, de su estribillo que dice: Santos que yo te pinte, demonios se tienen que volver.

martes, 10 de mayo de 2011

Crematorio


Leí no hace mucho que una de las carencias de la novela española es la de no tratar temas presentes, la de evitar en sus tramas abordar conflictos que tengan que ver con lo que nos sucede o ha sucedido en los últimos años. Es sabido el interés que sigue provocando el tema de la Guerra Civil y la posguerra, y la insistencia con que algunos escritores han tratado asuntos que las tienen como telón de fondo. Rafael Chirbes es uno de ellos, pero con Crematorio, no sé si su última o penúltima novela, consquista un territorio que se aleja de aquél ubicado en los años posteriores a la contienda, que tantos frutos excelentes ha dado. Crematorio habla de algo tan actual, y tan manifiestamente nocivo para la España de hoy en día, como es el abuso por parte de gente sin escrúpulo, tiburones del ladrillo y la política, en el tema de la construcción; pero habla también de los sueños rotos, de las vidas llevadas al extremo, del miedo, de las mafias rusas, del sexo y los viajes alucinógenos, de las ideologías, de la vejez, del miedo a morir y de la muerte, de Misent, de Nueva York y la soledad y del paraíso perdido... Todo ello de un modo en que el lector se ve incapaz de juzgar a nadie, porque el retrato que se hace de los personajes que asoman en esta historia es profundamente humano; tanto, que pese a que alguno de ellos, como Rubén Bertomeu, constructor y causante de los estropicios arquitectónicos visibles a lo largo de la costa, son dignos de reprobación y antipatía, acaban por antojársenos relativamente próximos y disculpables. Él, como los otros que le acompañan en este mosaico humano de fina factura, son representantes de una especie que se ha desarrollado a expensas del dinero fácil y del abuso, parásitos de un gran animal que ha ido alimentándose de aire y creciendo hasta estallar. Quien más quien menos tiene parte de culpa. Incluso el más conspicuo de los izquierdistas contribuye, o bien con su aquiescencia, o bien con su huida interior o su crítica infructuosa, a que el globo engorde. No todo es atribuible a una clase política y empresarial aferrada al poder o al dinero, lo es a cada uno de los que han mamado de una leche abundosa y de sabor agradable.
Rubén Bertomeu se ha hecho a sí mismo. Pertenece a una familia pequeño-burguesa que no lo apoyó en sus inicios, cuando además de arquitecto quiso controlar todo el proceso que conlleva la construcción, ya sea la de un chalet, ya la de un hotel en la costa, ya la de una infraestructura... Llegar hasta donde ha llegado, ahora que tiene poco más de setenta años, no le ha sido nada fácil, pues por el camino ha ido dejando, como baba de caracol, ideales y amigos, conmiseración y estupor, sin perder nunca, sin embargo, cosa que le alaba su hija, un gusto exquisito hacia el arte de la música y la pintura, y por el de la escultura y la arquitectura. Ahora se le ha muerto su hermano Matías. Matías representa la otra cara de la moneda, el hombre aferrado a sus principios marxistas que, en sus últimos años de existencia, ha querido retornar a los orígenes: plantar un huerto, cuidar de unos olivos, seguir bebiendo y conversando con sus amistades, con su sobrina Silvia, que lo idolatra. Ambos, Rubén y Matías, pero también Silvia y su esposo Juan, los hijos de ambos; Mónica, la mujer cuarenta años más joven que Rubén, casada con él tras quedarse viudo, son el fruto carnoso, las piezas del árbol a las que les ha llegado la mejor savia. Porque los otros, los que crecen de las sobras, no tienen a qué aferrarse y sufren la soledad del vencido: Collado, Federico Brouard.
Crematorio habla de unas vidas que, a través de la palabra, se van incinerando ante el lector. Matías será introducido en el horno, sus familiares y amigos estarán presentes durante su transmutación en cenizas, pero ellos también se están quemando. La novela es el horno en el que cada uno de ellos va deshaciéndose en un polvo a veces enamorado, las más producto de un sufrimiento vital inaguantable pero no rehuido, como en el caso de Brouard, tal vez el más patético de todos junto a Collado. Ellos son las verdaderas víctimas, los más desafortunados, los que, después de tocar el cielo con las manos, regresan con todo su peso a una realidad embarrada que han consentido con su silencio o su aportación. Rubén es el único que se expresa en primera persona. Es el patriarca, quien después de todo ha logrado cambiar el mundo en el que creció, quien ha dado trabajo y ha modernizado el país, el único que a sabiendas del coste que ha supuesto para la región llegar hasta donde ha llegado es consecuente con su manera de ser y no claudica. Sus verdades son verdades que duelen porque las refrendan los hechos, no la ética ni la fe ni la ideología, y batallar contra ellas es hacerlo contra los muros indestructibles de Troya, que no infranqueables.
Lectura a la que será necesario volver de aquí a un tiempo para no olvidar lo que hemos sido e intentar en lo posible no repetir los errores cometidos. Lectura que dejará su impronta durante meses, hasta ser regurgitada y saboreada de nuevo con el recuerdo de algunos de sus pasajes; en especial, para mi gusto, aquellos relacionados con el personaje de Brouard, porque creo que en cierto modo Chirbes lo utiliza de portavoz de algunas de sus ideas sobre la novela. En cualquier caso, un personaje con el que tal vez, de aquí a unos años, me sienta más identificado de lo que ahora sospecho.

domingo, 1 de mayo de 2011

Negra espalda del tiempo II


La reacción contraria a la de pensar que un hecho ficticio es cierto, es la de creer que un hecho real es fruto de la imaginación, y eso mismo ocurrió con algún personaje mencionado en Todas las almas. Es el caso de John Gawsworth o de Wilfrid Ewart, tipos de vida azarosa que, cuando se explica, el lector piensa que nunca sucedió, que es fruto, como el resto de lo que el narrador cuenta, de la imaginación de éste. ¿Quién ha oído hablar nunca de un reino cuyo nombre es Redonda? Se lo concedió la reina de Inglaterra a un banquero de la isla de Montserrat, que compró la de Redonda al nacer su hijo, con la condición de que dicho reino no tuviese política alguna opuesta a los intereses de la Gran Bretaña. Ello no supuso impedimento para que el título de rey, que recayó en manos del hijo del banquero, escritor de literatura fantástica, no fuese heredado posteriormente por John Gawsworth, título que ostentó hasta 1970, año en el que murió alcoholizado y convertido en un indigente. De manos de Gawsworth pasó finalmente a las de Javier Marías, actual rey de Redonda, con atribuciones tales como las de dar títulos a escritores que en su opinión lo merecen.
Es tal la vida de ciertas personas, que se nos hace difícil de tragar según que cosas nos expliquen de ellas, y no es raro que ante determinados acontecimientos el lector u oyente muestre un escepticismo lógico. Que una joven promesa de la literatura acabe muriendo de un balazo en el ojo por el que no ve, en el momento justo en que asoma al balcón de un hotel de México en el que se encuentra alojado, entra en el terreno de lo verosímil, pero difícilmente en el de lo creíble. Y sin embargo la historia fue real, o eso se entiende de lo que nos dice Javier Marías: sucedió la noche de año viejo de 1922 durante la celebración popular del cambio de fecha, cuando al parecer, y según Conan Doyle, este autor habría llegado hasta lo más alto tras haber publicado alguna novela y un puñado de cuentos. Uno de ellos, titulado Los bajíos, lo recogió Marías en una antología de relatos de miedo titulada Cuentos únicos, aparecida primero en la editorial Siruela y luego en Reino de Redonda en 2004.
Otro de esos personajes alucinantes, acuciados por el recuerdo de T. S. Lawrence, modelo de vida aventurera, más conocido como Lawrence de Arabia, es Percy William Olaf de Wet que, aparte de hacer la máscara mortuoria de Jonh Gawsworth, fue piloto de aviación en las tropas republicanas durante la guerra civil, y luego acusado de espía por los alemanes a favor de los franceses. No es menos sorprendente su intención de crear y organizar partidas de partisanos con la intención de hostigar a los soviéticos a través de los Cárpatos. Dicha idea, al parecer, se la propuso al mismo Francisco Franco, el cual la rechazó acaso no porque le resultara descabellada, sino porque su interlocutor le pareció excesivamente atildado, o afeminado, o simplemente maricón por su porte y su bigote y su breve mosca bajo el labio inferior.
Quiero decir con todo esto que no me extraña que al leer Todas las almas, o en este caso Negra espalda del tiempo, el lector no dude si pensar que cuanto se le narra es del todo digno de fiar, o bien Javier Marías le está gastando una gran broma magníficamente urdida. Lo importante, creo, es la convicción con la que dice, y sobre todo el estilo seductor que atrapa y arrastra por donde él gusta. No es, pues, obra en la que haya que buscar una trama, porque no es una novela al uso, ni tampoco un ensayo, es una suma de reflexiones, de recuerdos, de anécdotas y chascarrillos, de ese material bruto con el que está hecha la literatura pero que no vemos en la cara visible del tiempo, sino a su espalda, en la negrura donde se cuecen las historias que nos asombran y nos entretienen.
No bastan dos entradas en este blog para abordar lo mucho que me ha sugerido y gustado este libro, pero sí son bastantes, creo, para que quien guste de la prosa fluyente y hechicera de Javier Marías, se acerque a él sin necesidad de pasar antes siquiera por Todas las almas y dejarlo, sin traicionarse luego, para después.

jueves, 28 de abril de 2011

Negra espalda del tiempo


Pocos autores hay, en mi opinión, que posean una capacidad tan poderosa para atrapar al lector desde la primera línea. Una capacidad que no se basa tanto en la historia que nos cuenta, pues de hecho, en ocasiones, lo que menos interesa es qué nos cuenta, sino en el modo en que hila las palabras, las ideas, logrando con en esa música que confiere a lo que dice que el afortunado lector se vea arrastrado, conducido por un camino deleitoso del que no es fácil apartarse. Opino, por todo ello, que Javier Marías es acaso de los mejores escritores vivos, y que tanto sus novelas, como sus libros que no lo son, ofrecen de lo mejor que puede hallarse en este mercado voraz que engulle cuanto se publica y regurgita poco.
(A una pregunta que le hiciera Josep Cuní, periodista de TV3, la televisión pública de Cataluña, sobre cómo consigue ese estilo, esa musicalidad tan propia, Marías responde que no hay una voluntad consciente, sino que le sale así, y que si, cuando repasa lo escrito, observa que el rito falla, o una palabra no encaja con la melodía, la cambia de lugar o prescinde de ella.)
La primera sorpresa al iniciar Negra espalda del tiempo es que nos habla de una novela escrita por Javier Marías, publicada años atrás: Todas las almas, la cual le sirve de excusa para reflexionar sobre un tema realmente fascinante: el de cómo la ficción y la realidad, en ocasiones, se dan la mano y se confunden la una con la otra. Sé que no es original, que muchos otros escritores, empezando por Cervantes, han tratado el mismo asunto con mayor o menor interés. Lo original de esta obra, sin embargo, es que Marías es testigo directo, protagonista de una serie de escenas y conversaciones en las que asiste asombrado a esa confusión. En Todas las almas, el narrador es un profesor español en Oxford que va dejando constancia de sus vivencias en la famosa ciudad universitaria durante el tiempo que dura su contrato. Javier Marías fue profesor en Oxford, y algunos de los personajes que aparecen en la novela tienen un referente real, compañeros suyos de ese periodo, aunque no son ellos punto por punto, sino trasunto o imagen parcial. De ahí que al ser publicada la obra muchas personas sintiesen la tentación, por otra parte comprensible, de sentirse o ver retratados a seres de carne y hueso, entre ellos al propio Javier Marías en la piel del narrador. Por ejemplo, y no es ni mucho menos la más representativa, Marías cuenta que, ya en Madrid, y siendo él docente en la Universidad, se encontró por los pasillos con unas alumnas que le preguntaron que cómo estaba su hijo. Asombrado, respondió que él no tenía hijos, y comprendió al cabo que la causa del equívoco se hallaba en la novela que aquéllas estaban leyendo o acababan de leer. En ella el narrador, el caballero español profesor en Oxford, dice ser padre recién estrenado, y las alumnas, tomando como cierto lo que afirma el narrador, le atribuyen la paternidad al autor sin más prueba que la aportada por una ficción.
No es, como digo, la única ocasión en que se ve en el brete de tener que negar lo que otros toman por evidencia. Aquellos que fueron modelo para sus personajes profesores, se sienten fielmente retratados, y se da el hecho curioso de que alguno pretende imitar al ser ficticio, o se enorgullece de formar parte de una novela escrita, además, por un extranjero. Especial mención merece el capítulo dedicado a Francisco Rico, el insigne filólogo de la Autónoma de Barcelona, amigo y maestro suyo, con el que vive un rosario de escenas realmente divertidas a expensas de la propuesta que Marías le hace de formar parte como personaje de una de sus historias con un nombre inventado, pero con los suficientes rasgos propios como para ser identificado sin mayores dificultades.
El libro, que llevo mediado, merecerá de seguro una segunda o tal vez tercera entrada.

viernes, 22 de abril de 2011

Sin sangre


Novela brevísima, Sin sangre recoge dos episodios separados temporalmente entre sí cincuenta años. En el primero somos testigos de una venganza. En un país del que no se nos dice el nombre, pero al que podríamos llamar perfectamente Bosnia o España, o cualquier otro que haya sufrido las consecuencias de una guerra civil, un hombre y su hijo son asesinados por otros tres. Al hombre, que se llama Manuel Roca, lo acusan de haber participado en el exterminio de unos pocos inocentes. La guerra ha terminado ya, sin embargo. Pero sus secuelas van a perdurar durante mucho tiempo. Cincuenta años no son tantos si el recuerdo persiste, si aquello que nos marcó en la infancia penetró lo bastante como para haber anidado en el subconsciente. Nina es la hija de Manuel Roca. Nina, cuando los enemigos de su padre acuden al lugar donde se encuentran ocultos, es obligada a esconderse en un hueco practicado en el suelo de la cabaña. Desde allí asistirá al acoso y derribo. Las ráfagas de metralleta destrozan cristales, muros. La muerte arrasa inclemente a quienes tienen y no tienen culpa. Entre los asesinos está Tito. Tito tiene veinte años. Tito, tras rebuscar en todos los rincones, descubre a Nina. Pero no dice nada. Nina, acurrucada en su escondrijo, siente que mientras permanezca así, quieta, acopladas las piernas, sus rodillas en equilibrio, el infierno que la rodea no podrá dañarla. Pero Gurre, que es otro de los vengadores, prende fuego a la granja. En pocas páginas, un pandemónium.
En el segundo episodio prevalece la serenidad. Los personajes quedan reducidos a dos. Se trata de un reencuentro; del final de una búsqueda incansable y de un ajuste de cuentas con el pasado, pero sin sangre. De cómo una mala experiencia exige, para ser combatida, reproducir las sensaciones que la hicieron posible. No se trata tanto de saciar una sed, se trata de comprender qué ocurrió, por qué el perdón y la suerte de haber sobrevivido a una espiral de disparos, de fuego y de silencio. Prosa exacta. Prosa limada al máximo para que la historia resulte verosímil. De cómo en cien páginas pueden darse la mano la mayor tragedia y el perdón en una historia que abarca medio siglo. La elipsis tan prolongada no implica, sin embargo, que al lector se le nieguen datos que, no por breves y puntuales, carezcan de la información necesaria para que la vida de esos seres marcados por la culpa la conozca exacta. Una lectura que trata sobre el dolor y el deseo de conocer, sobre la necesidad que tenemos de explicarnos y de que nos expliquen.

miércoles, 20 de abril de 2011

Los Once


Un cuadro que no existe, realizado por un pintor de nombre François-Élie Corentin, que tampoco existió, sirven a Pierre Michon para construir una novela perfectamente verosímil sobre la revolución francesa: si bien lo que cuenta no ocurrió, maneja tan bien los datos, dice con tal convicción, que el lector acaba dudando si no será cierto que Los Once, el nombre del cuadro, no colgará realmente de una de las paredes del Louvre, como se afirma. Los Once son algunos de los personajes que contribuyeron a cambiar a golpe de guillotina un mundo mal hecho. ¿Qué mejor que una pintura para ensalzar su labor, su importancia? El arte visto como un modo de propaganda, pero también de agraviar en función de cómo sucedan los acontecimientos. La labor de Corentin es transformar a hombres de carne y huesos en símbolos de una lucha, en semidioses encargados de dar a las masas aquello de lo que han carecido. Antes de llegar a este punto, sin embargo, Pierre Michon, el autor, hurgará en la vida del pintor inexistente por medio de un narrador que dirige su escrito a un caballero anónimo, tal vez el propio Michon. La biografía remite al abuelo de Corentin, y luego a su padre, poeta anacreóntico destinado a sumarse a las hordas eclesiásticas, pero que conoce a tiempo a Suzanne, de la que se enamora y con la que hallará el modo de dedicarse plenamente a la poesía gracias al dinero que su suegro ha ido ganando. De esta unión nacerá François-Élie, destinado a convertirse en un pintor romántico, en el encargado de elaborar una obra que ensalce a los padres de la Revolución: un cuadro de cuatro metros de ancho por tres de largo que hará de él a uno de los pintores más representativos del periodo.
Aun siendo una historia atractiva, lo más sorprendente de esta novela es la contención de Michon, el esfuerzo sumo por no dejarse llevar por una torrentera de palabras. De argumentos como el presente pueden germinar novelones para chimenea y pipa, de esos que hacen la delicia de lectores que gustan de adentrarse en los laberintos de la trama, que se aposentan en cualquier rincón de sus escenarios y contemplan abismados lo que sucede a su alrededor. Pierre Michon, por el contrario, en poco más de 130 páginas, desarrolla el espíritu que imperó a finales del XVIII en Francia por medio de oraciones cuajadas de información, que remiten tanto a datos enciclopédicos como a sentimientos, que toman como perspectiva la mirada de un esclavo o la de la madre risueña que persigue a su hijo. Escoge, además, unas pocas escenas representativas sin necesidad de auxiliarse de aquellas más destacadas para la Historia, más sangrientas, logrando así, pese a todo, que el aroma de la época quede enfrascado en la novela y podamos olerlo al abrir sus páginas. Todo a partir de esa pintura inexistente que se afirma puede ser contemplada tras un vidrio blindado en el Louvre, emblema de un periodo breve, el conocido con el nombre de el Terror, que pudo haber convertido a los hombres que componen el cuadro en apóstoles del pueblo, pero que a la postre acabaron siendo nuevos tiranos a los que se tuvo que derrocar.

domingo, 17 de abril de 2011

Asesinos sin rostro


Asesinos sin rostro es la primera de las novelas que conforman la serie protagonizada por el comisario de policía Kurt Wallander, el personaje creado por Henning Mankell. Cronológicamente se situaría, pues, antes que Los perros de Riga, que sería la segunda. En ésta el comisario acaba de separarse de su mujer, su padre presenta síntomas de demencia senil, y su hija, con la que mantiene una relación difícil, aparece y desaparece sin que él pueda regir de algún modo su destino, lo que le angustia irremediablemente. El caso que se le ofrece es el del asesinato, tras el sometimiento a una cruel e inexplicable tortura, de un matrimonio anciano en una granja próxima a Ystad, que es la ciudad en la que habita y trabaja Wallander. Antes de morir, la esposa del granjero susurra la palabra extranjero, dando a entender con ello que quienes han cometido el delito no son ciudadanos suecos. Eso provocará una alarma social que nadie quiere, pero que generará la respuesta de grupos de ideas xenófobas que se arrogan el derecho de aplicar la justicia por su mano. Una justicia que va a causar la muerte de gente inocente sólo porque su piel es de distinto color, o porque vive en alguno de los campos de refugiados que el gobierno sueco ha creado a fin de acoger a la gran cantidad de personas que, originarias de la Europa postsoviética, o del norte de África, solicitan asilo en el país. Tal estado de cosas es nuevo para la policía sueca, que se ve obligada a tratar con asesinos que no responden al modelo al que están habituados (por su extrema brutalidad), pero también a un odio que parecía aplacado tras una pátina de bienestar sumamente frágil. Estamos a finales de los años 80 y el mundo occidental ha dejado de presentar una estructura tan simple como la que surgió a raíz de la II Guerra Mundial, y quienes antes no tenían, ahora, tras instalarse en el umbral, llaman a la puerta de aquellos otros que no están dispuestos a compartir.
No obstante lo atractivo de la trama que nos platea Mankell, una de las cosas que más me han gustado de esta novela es la lucha interna del comisario Wallander que, recién abandonado por su esposa, se ve expuesto a un futuro oscuro en el que nadie próximo a él por consanguinidad parece dispuesto a acompañarle. Ello va a conducirle a un túnel del que no le va a ser fácil salir. El alcohol, el dormir poco y mal, lo incomprensible del caso (por qué los asesinos del matrimonio, tras maltratar al esposo y destrozarle la cara, dan de comer al caballo que tiene en propiedad), harán que los meses que separan el delito de su resolución sean para él una suerte de vía crucis del que saldrá renovado. Su oficio es a lo único que puede aferrarse y Kurt Wallander, pese a sus errores, pese a que no entiende una vida familiar en la que no prevalezca su deber como policía sobre el de marido, hijo, hermano o padre, es un buen hombre, pero ante todo un buen comisario al que, con esta primera novela que Henning Mankell publicara allá por 1991, se le ha dado la oportunidad de demostrarlo a lo largo de otras diez novelas, convertidas, según muestran las críticas, en clásicos de la literatura policíaca.

jueves, 7 de abril de 2011

Luces rojas


Me gusta imaginarme a George Simenon pegado a su pipa y cazando al vuelo ideas para sus más de doscientas novelas, y luego escribiéndolas con la urgencia que exige una mente en constante funcionamiento. He leído en algún lugar que su técnica, cada vez más depurada, le llevó a escribir una novela en nueve días. Es evidente que no todas debió rematarlas con el cuidado debido, pero lo que es cierto que las que he ido leyendo hasta ahora, al margen de las protagonizadas por el comisario Maigret, no me han defraudado en absoluto, al contrario, me han reafirmado en la idea de que Simenon fue un narrador de primera línea, capacitado para llevar a buen término cualquier argumento que se le ocurriese. El problema es que, al igual que algunos grandes del cine, que cumplieron con su trabajo de un modo más que notable, y a los que se les tiende a llamar artesanos, no parece que la historia vaya a perdonarle su prolijidad, su entusiasmo a la hora de colocarse ante una hoja de papel en blanco y levantar sobre ella una historia con cara y ojos, como si fuese tan sencillo.
Luces rojas la sitúa en territorio estadounidense, más concretamente en la costa este, en un tramo de la misma que va de Nueva York a Maine. La historia se inicia con un hombre y una mujer que se citan en un bar, del que son clientes asiduos. Están casados, tienen dos hijos y, al igual que otros muchos miles de americanos, se disponen a emprender un largo viaje en busca de sus criaturas, que han pasado buena parte de sus vacaciones en un campamento de verano. Steve, que es el nombre del varón, tiene 32 años y siente celos por el modo en que su esposa ha ido logrando metas en su vida profesional, y también una rabia contenida por la forma en que se le dirige, como si lo menespreciara, como si no le considerase todo lo hombre que él presume ser. Durante el viaje, que se realiza de noche, discutirán por la irresistible necesidad de Steve de pararse en alguna que otra cafetería a tomar un trago. Steve ha entrado en lo que él llama un túnel. Una vez en su interior, difícilmente es posible regresar al punto de partida, por lo que la situación, cada vez más tensa, generará una discusión que lleva a Nancy, la esposa, a alejarse de Steve, y a éste a penetrar con mayor empeño en las interioridades del túnel. No volverán a verse hasta la mañana siguiente, y ya nada será igual.
A lo largo de esa noche aciaga sucederán cosas que van a cambiar la vida de Steve y de Nancy, una pareja en apariencia tan feliz como cualquiera de las que transitan por las carreteras ese uno de septiembre, que es cuando los americanos celebran el día del Trabajo. Simenon, que parece haber conocido bien el fondo del alma humana a juzgar por sus novelas, someterá a sus personajes a una prueba trágica, a una sacudida moral y física que los pondrá al borde de un abismo del que, si caen, ya no podrán salir. El modo de evitar la caída es ser sinceros el uno con el otro, confesarse lo que se han odiado pero también lo mucho que se necesitan, admitir que en una relación no bastan los gestos, sino las necesidades que nacen dentro y que el otro debe saciar. Entre ambos, la figura de un preso fugado de la prisión de Sing-Sing. La atmósfera de novela negra se recrudece con la aparición de este personaje amoral que, irónicamente, hará que sea posible una reconciliación que implica ruptura y verdad, acaso dos de los sacrificios mayores que exigen las relaciones humanas.

jueves, 31 de marzo de 2011

Bartleby y compañía


La novela Bartleby, el escribiente la leí hace ya algún tiempo y me inquietó su protagonista de tal modo que cuando al final de la historia Melville expone el motivo de su desidia, el sentimiento predominante en mí hasta entonces se trocó en tristeza. Quien la haya leído, sabrá el motivo de que el escribiente Bartleby prefiriera no hacer lo que se le pide. Un motivo, en todo caso, lo suficientemente poderoso como para que una persona decida no actuar y comportarse igual que ausente. Bartleby y compañía, la obra de Vila-Matas, habla de aquellos escritores que habiendo escrito alguna vez, o sin escribir siquiera, deciden en un punto determinado de sus vidas desentenderse de la literatura y dedicarse a otra cosa, o bien suicidarse, siempre a causa de alguna razón no siempre bien explicada, pero en tal medida importante que hace inevitable su decisión. Debo confesar, sin embargo, que siendo un tema sumamente interesante, entiendo que acaso se le ha dado excesiva trascendencia. En esta obra, lejos de enfatizar, Vila-Matas lo que hace, pienso, es ironizar sobre esos autores adscritos al no y sobre sus razones, pues en el fondo lo que importa es la obra que tienen hecha. Para dejar claro que todo el libro, a mi entender, es una suerte de broma, a Vila-Matas no se le ocurre otra cosa que sacarse de la manga a un narrador jorobado, empleado en una oficina a imagen del Bartleby del título, pero también de Kafka o Pessoa, que se pide una baja de varias semanas para poder dedicarse por entero a la confección de unas notas a pie de página para un libro que no existe. La lista de escritores que alguna vez, o bien porque consideraron que el lenguaje no es lo suficientemente amplio como para reflejar todos y cada uno de los matices de la realidad, o bien porque tras una o dos novelas consideraron que ya lo habían dicho todo, optaron por callar y desaparecer del mundanal ruido, es muy numerosa, y el narrador se extiende con cada uno de ellos lo suficiente como para que el lector acabe convencido de que en la historia de la literatura occidental un gesto como éste no debe ser desdeñado, pero tampoco mitificado. Acaso lo más interesante del juego propuesto no sea la nómina de autores y sus motivos como el hecho de que tal vez el esfuerzo del narrador geperut que se nos dirige, estoy convencido que con voluntad de que sepamos de él, de convertirse en autor reconocible, esté condenado al ostracismo dada su propia personalidad y el tema escogido. La suerte es que el autor sea Vila-Matas, en cuyo caso era seguro que la obra llegaría a nosotros y de paso conoceríamos a todos esos desertores de la literatura empeñados en que su vida es acaso más importante que lo escrito, o que la literatura es un reflejo pobre de la verdadera novela que es nuestro propio existir; o a quienes desdeñaron los laurales y lo que hicieron fue simplemente escribir porque pensaron que ante todo es la literatura, y la vida el peaje necesario para poder acceder por la palabra mediante a su verdadero sentido. Personajes ilustres de la opción última: Salinger o Pynchon; de la primera, Rulfo o B. Traven, tal vez el más sobresaliente de los bartlebys, autor, entre otras, de El tesoro de Sierra Madre.

sábado, 26 de marzo de 2011

Tormento


En Tormento, los personajes que protagonizan la novela subordinan su felicidad a lo que hagan o digan quienes les rodean, estableciéndose entre ellos una red malsana de servidumbres, de tal forma que una pizca de dicha llevará aparejada un sinnúmero de disgustos ya pasados o por venir. Así, mujeres como Rosalía Pipaón de la Barca, esposa de Bringas, estará siempre pendiente de los vestidos gastados por el uso que la reina tiene a bien regalarle de tarde en tarde, procurándole con ello un gozo que exhibe ante quien se encuentra a mano; pero al mismo tiempo sufre porque su hija no es lo bastante mayor como para poder casarse con el ricachón de su primo político, Agustín Caballero, hombre hecho a sí mismo, con fortuna, cuyos negocios están en América, y que ha regresado a Madrid con la única idea de hallar consorte y establecerse con las comodidades propias de un burgués anglosajón. Se trata, sin embargo, de un hombre sumamente tímido pero con las ideas bien claras. Para cumplir su deseo, hará proposiciones a quien él cree es la mejor candidata, Amparo Emperador, mujer joven y guapa que se deja agasajar y consiente, pero que oculta un terrible secreto. Su felicidad, la de ambos, dependerá de cómo se desarrolle la relación de Amparo con un segundo pretendiente, del que quiere huir y no puede, un tal Pedro Polo, antiguo maestro y eclesiástico, al que destruye el deseo de poseer a una de las hijas huérfanas de su amigo Emperador; pero también de ella misma, el único personaje que no somete su voluntad solo a la de los otros, lo hace también a la suya débil, que no la deja vivir como quisiera. La novela es un toma y daca de alegrías y desengaños, y el lector, que atiende a los hechos desde la barrera, no sabe a qué carta quedarse, si a la de tomarse en serio cuanto se le explica, o a la de dejarse llevar del modo que pedía Cervantes, con regocijo y disfrutando del empeño. ¿Que cuál es este empeño? El que puso Galdós en aprovecharse de los detritos del folletín decimonómico, del que tantas cabezas lectoras alimentaron su fantasía.
Es ahí, en su carácter folletinesco, donde se encuentra el gran valor de esta novela que, junto al El doctor Centeno y La de Bringas, conforman una trilogía cerrada en sí misma. Galdós no ahorra ningún tipo de lance, estira hasta lo imposible las situaciones melodramáticas y logra, lo confieso, que un lector del siglo XXI viva, junto a la pobre Amparo, la angustia de no saber qué va a ser de su futuro. Aprovecha el autor, no obstante, para hacer un retrato feroz de la clase social pequeño-burguesa y funcionarial en un Madrid a punto de convertirse en escenario de una revolución popular que finalizará con la instauración de la primera de las dos Repúblicas vividas en España. El retrato de personajes es exaustivo y demoledor, convirtiendo en monigotes crueles a quienes dicen guiarse por sentimientos solidarios. La hipocresía campa a sus anchas, y el amor puro, o meramente acomodaticio, debe librar una dura batalla contra los intereses personales, contra la mezquindad y la avaricia. Vale que el folletín lleva al extremo cualquier muestra de deseo u odio, pero cuando se hace con la maestría de un autor como don Benito, permitiendo que sus criaturas se expresen con la voz propia de su casta, ya sea ésta moral o social, lo que se consigue es un retablo en el que las figuras que se nos muestran en él son calco de su sociedad. Lo que importa en esta novela, pues, no son tanto las vicisitudes de una pobre huérfana en las garras de un ser desalmado como lo es Pedro Polo (pese que es aquí donde el lector hallará mayor diversión), sino en cómo se muestra aquel modo de pensar cicatero en contraste con el sentir limpio de un hombre desprendido con sus parientes, libre de zarandajas políticas y religiosas, cuyo única intención, al regresar a España, era la de hallar un sitio en el que vivir tranquilo, acompañado de una mujer sencilla e inteligente con la que compartir su gozo.

lunes, 21 de marzo de 2011

La sed


Floreana es una isla situada en el archipiélago de las Galápagos. Es una isla de dimensiones reducidas en la que sólo viven cinco personas: la familia Herrmann y la pareja formada por Rita y el profesor Frantz Müller. El profesor Müller es un sabio. La razón de su estancia en la isla es su deseo de huir del mundanal ruido, que es Alemania, país donde es considerado uno de sus grandes pensadores. Müller vive para su obra. Rita es su discípula. La relación entre ambos es de respeto mutuo, no hay contacto carnal: uno escribe y cuida su huerto; la otra apoya al maestro, se encarga de la casa, se mueve desnuda en una actitud adánica que los hace presuntamente libres. Esta imagen idílica, sin embargo, quedará rota en el momento en que el mundo exterior irrumpa soez de mano de la condesa Von Kleber que, acompañada de Nic y Kraus, dos gigolós que se odian, pretenda convertir la isla en un centro de turismo para gente rica que necesite vivir en comunión con la Naturaleza.
El tópico del locus amoenus y del beatus ille George Simenon los sacude, les da la vuelta como a un guante, y lo que en principio parecía ser una novela sobre las bondades de la vida retirada, se convierte en una suerte de crónica del infierno, un infierno en el que los personajes se muestran suspicaces, cobardes y cruelmente violentos, movidos por una necesidad enfermiza de boato en unos, de apartamiento en otros, que los transforma en títeres desmadejados. A la razón del profesor Müller se opone el capricho de la condesa y la locura del hijo de los Herrmann, que dispara y mata a cuanto bicho de cuatro patas se cruza en su camino. La sed, su título, hace referencia a la paulatina escasez de agua en la isla luego de que haya finalizado el periodo de lluvias. Eso provocará una tensión insoportable, un estado de ánimo que conducirá a la desesperación. De habitantes confiados, en armonía con una Naturaleza que se muestra tan generosa con ellos como esquiva cuando corresponde, pasan a ser náufragos angustiados por una situación en la que todos han ejercido un papel culpable. Solo cuando llevemos mediada la historia, empezaremos a comprender la actitud de algunos, pero ya será tarde para resarcirlos de la opinión que nos merecen.
George Simenon, ese novelista que escribió igual que respiraba, nos lega una novela de lectura sencilla, pero de enorme calado moral, en la que todos son víctimas pero también ejecutores en un juego cuyo final es imposible que sea bueno.

miércoles, 16 de marzo de 2011

La mujer del teniente francés


Inicié la lectura de La mujer del teniente francés con cierto reparo, pero a las pocas páginas ya había sido atrapado por una historia que podría haber firmado cualquiera de los grandes novelistas del XIX. Muy pronto, sin embargo, comprendí que su autor, John Fowles, no se había propuesto solo imitar el modo de novelar de sus maestros, cosa que, por poco que un escritor se lo proponga, puede lograr sin miedo a hacer el ridículo (y de hecho son muchas las novelas escritas estos últimos años que siguen la estela de las que se escrbieron hace más de cien, con más o menos éxito), sino que, conscientemente moderno, lo que hace es narrar un argumento decimonómico auxiliándose de técnicas que corresponden al momento histórico en el que escribe, pero sin abusar de ellas. De este modo consigue que las vicisitudes de Charles, Sara y Ernestina (sin olvidar a Sam y Mary), las reproduzcamos tamizadas por una fina ironía, por un continuo contraste entre la época en la que se desarrollan, la victoriana, y la presente a lo largo de 1968. Con todo, esta manifestación del narrador-autor, no se produce hasta el capítulo XIII, y resulta cuanto menos sorprendente por el modo en que expresa un problema con el que supongo debieron enfrentarse los novelistas del XIX y el XX, pero también los del XXI: hasta qué punto los personajes que han creado o crean pueden llegar a actuar de manera independiente, ajenos a las decisiones que su creador toma respecto a su modo de ser y de comportarse. Y es que la historia recogida en La mujer del teniente francés posee todos los ingredientes como para que aquellos que la viven en el papel puedan arrogarse la potestad de proceder por su cuenta y riesgo, acaso molestos porque un ser superior los agite sentimentalmente, los use para demostrar que la época que les tocó en suerte no fue la mejor si lo que querían era ser honestos consigo mismos y con quienes los rodeaban. Poco a poco, sin embargo, y de manera casi imperceptible, el narrador irá sucumbiendo; pero también revelándose contra la tiranía de sus criaturas en un tour de force que conducirá a unos capítulos finales nada corrientes, poniendo a prueba a un lector que ansía igualmente concluir ese viaje perturbador (y siento la cursilería) por los paisajes del alma. Lo que hace John Fowles, pienso, es invitarnos a montar en una montaña rusa en la que debemos de tener bien asumida nuestra función. La sorpresa final es que, si creíamos estar viajando por un solo carril, equivocados andábamos, o tal vez burlados. Muy recomendable lectura ésta, sorprendente de principio a fin, con la que he vencido un prejuicio arraigado muchas veces sin motivo: el de pensar que muchas novelas, por su apariencia externa, o porque han sido llevadas al cine, y se desconoce quién es su autor, no poseen valor literario alguno. De hecho, hacía semanas que no disfrutaba tanto con la lectura como ahora. Con lo que me arrogo, en tanto que lector, el papel de entendido en la materia y aconsejarla.

lunes, 7 de marzo de 2011

La mujer del teniente francés (descubrimiento)


Hace unos días un amigo me llevó a dar un paseo por los Encantes de Barcelona con la promesa de que iba a enseñarme un puesto en el que podían encontrarse libros de interés a bajo precio. La mañana había amanecido ventosa y fría, pero con mucho sol, por lo que el mercado lo hallamos a rebosar de gente que deambulaba por entre las paradas más o menos bien armadas y las pilas de cachivaches. El puesto en cuestión se encuentra al fondo de la lonja, metido en una suerte de túnel de unos diez o quince metros de largo. El túnel está ocupado por estanterías y mesas en las que se amontonan los libros. Un tipo, sentado en una silla a la entrada del túnel, controla el zangoloteo de los posibles compradores. Aparte del pasaje, vigila asimismo una habitación o almacén en el que hay más libros apelotonados.
Al meternos hacia el interior del paso, lo primero que percibí fue un intenso olor a orina de gato, y me dije dónde ha venido a traerme mi amigo, sitio más roñoso es difícil de imaginar; pero como creo en su sagacidad para estar al corriente de lo que se oferta y vende, no tuve mayor problema en ponerme a hurgar entre las columnas de volúmenes que se extendían ante mí. Pronto los dedos estuvieron sucios de polvo. Con todo, al cabo de unos minutos de paciente búsqueda, pude dar con ejemplares bien conservados de libros que ya tengo, pero que para un lector que se inicia en esto de la literatura podrían servirle para empezar a reunir una bien surtida biblioteca en su casa.
Uno de los libros que hallé fue un volumen editado por Argos-Vergara en 1982. Su título, La mujer del teniente francés. Era un volumen con las páginas amarillas de viejas, pero en perfecto estado, protegido por una funda o portada falsa en la que aparece una foto de la pareja que protagonizó la versión cinematográfica, esto es, Jeremy Iron y Meryl Streep. Los dos aparecen muy jóvenes. Yo no he visto la película, pero recuerdo que en su momento tuvo un gran éxito. Tras informarme ahora, compruebo que fue nominada a cinco premios Óscar, entre ellos al de mejor actriz. Por no saber, ni siquiera sabía que la película estuviese basada en una novela y, al verla en ese montón de libros, lo primero que pensé es que se trataba de un best seller como tantos otros que han servido para que Holliwood pudiera nutrirse. Mi amigo, que es profesor de literatura contemporánea, me preguntó si la había leído y le contesté que no. Pues no dudes en comprártela, me sugirió, es una novela excelente.
Pensé que me estaba gastando una broma. Luego, ante su insistencia, cedí y la compré. Me costó un euro. Los otros dos títulos que acabé adquiriendo son Corre, conejo y El grupo. Ya fuera de los Encantes, mi amigo me confesó que esa misma semana pensaba hablar en una de sus clases de John Fowles, el autor de La mujer del teniente francés, porque con su novela había logrado una historia puramente decimonómica armada sobre un juego de referencias y apelaciones al lector que la hacen sumamente atractiva para aquellos alumnos interesados en los mecanismos de la escritura. Confieso que me dejó algo perplejo. Seguía convencido de que había comprado un best seller destinado a ocupar un espacio secundario en mi estantería, pero aquella información que se me estaba ofreciendo empezaba a hacer de la novela un plato exquisito. Hay un momento, me dijo, en el que el narrador se despoja de su máscara y se muestra ante el lector tal cual, inquieto porque los personajes no se le vayan de las manos, porque el andamio que está levantando no se le desmorone y quede hecho ruinas. Quiso leerme el momento de la historia en el que eso ocurre, y le dije que no, que ya lo haría yo por mi cuenta, ansioso por iniciar la que prometía ser una lectura enriquecedora. Y lo está siendo, vaya si lo está siendo. Y entre las cosas que puedo resaltar de ella, a la espera de poder dedicarle mayor comentario, es que tratándose de una novela histórica a imitación de las que escribieron autores insignes de origen británico, resulta de una modernidad extraordinaria. Lástima que no la haya podido descubrir hasta ahora. Pero, como dijo aquél, qué envidia no haber leído el Quijote, porque quien lo haga por primera vez vivirá la experiencia de gozarlo plenamente.

viernes, 4 de marzo de 2011

La fiesta del oso


Es muy tentador alimentar un mito sobre la base de lo que pudo haber sido y no fue. Cuando alguien desaparece en una huida provocada por la derrota en una guerra, y no se vuelve a saber de él, a quienes quedan, sus familiares y amigos, no les quedará más consuelo que el hacerse cábalas sobre lo que puede o no haberle ocurrido. Entre las múltiples posibilidades hay dos que no por opuestas dejan de ser lógicas: o bien que haya muerto, o bien que haya conseguido sobrevivir y acaso algún día regrese y los sorprenda. La historia que propone Jordi Soler en La fiesta del oso parte de la premisa expuesta. El narrador, durante toda su vida, ha creído a pies juntillas que su tío Oriol, republicano herido en una pierna, murió mientras ascendía las montañas que separaban el mundo por el que había luchado, del país donde sus compatriotas hallarían una acogida si no hostil, no todo lo cordial que habían esperado. Su muerte, además, se hallaba reputada por un acto a todas luces heroico: en su marcha por el monte nevado, sin sentir su pierna herida, cargó durante kilómetros con el cuerpo de un compañero demasiado débil como para hacer por sí solo el camino. Testigo del hecho fue otro soldado que logró sobrevivir, pero que nunca aseguró que Oriol muriera. Tal incertidumbre hizo posible que el hermano de Oriol, Arcadi, construyera a su vez un final muy distinto al del narrador. Puesto que Oriol tocaba el piano, pensó, no era descabellado imaginar que acaso se le hubiera presentado la ocasión, una vez a salvo, de encontrar trabajo en alguna orquesta de renombre, y a partir de ahí, iniciar una exitosa vida como concertista.
La novela propone unos hechos que se asientan sobre los cimientos de la imaginación y de la esperanza, pero que, una vez el narrador tope con quien le proporcione información inédita, y hasta entonces inimaginable, de su tío, caerán derruidos, tremendamente absurdos frente a una realidad que acabará imponiéndose desmitificadora y cruel, con mayor fuerza novelesca que el cuento perpetrado a partir de la nada. En esta ruptura con lo puramente imaginado va a tener gran importancia un personaje de los que quedan para la historia de la literatura, un hombre llamado Noviembre Mestre cuya particularidad es su enorme estatura, que lo convierte en un gigante. Noviembre vive a solas, es algo idiota, cuida de un puñado de cabras, y su mundo se reduce a los prados y montes que rodean su cabaña. Será él quien, en sesiones que se prolongan a lo largo de varias semanas, irá dando noticia al narrador de lo sucedido con su tío Oriol y con él mismo. Contar aquí su historia sería traicionar la novela. Vale decir, sin embargo, que lo que poco a poco va conociendo el narrador difiere por completo de las versiones que tanto él como Arcadi, hermano de Oriol, habían pergeñado movidos por la esperanza de volverlo a ver en un caso, y por la necesidad de tener un referente heroico, por el otro.
Mérito no menor, aparte de su originalísima historia, es el modo en que se nos narra. El estilo usado por Jordi Soler resulta hipnótico y, una vez se empieza a leer un capítulo, es como si se fuese tirando de un hilo al que van quedando enganchadas continuas digresiones al caso, adjetivos precisos, información que anuncia lo que se va a contar más adelante, o que recoge cosas ya contadas, pero que sirven para dar a la narración una robustez no exenta de breves respiros que presagian giros inesperados, vueltas de tuerca que hacen de La fiesta del oso una novela muy atractiva, un ejercicio en el que parece decírsenos que el hábito no hace al monje. Que un hombre haya defendido la República contra el fascismo, que pertenezca a la burguesía barcelonesa y toque el piano, no implica necesariamente que ese hombre sea un dechado de virtudes. Como tampoco debe entenderse que alguien de aparencia monstruosa tenga que comportarse como un monstruo. No nos dejemos engañar tampoco por la portada que propone la edición de Mondadori. Ésta no es una novela sobre la Guerra Civil, al menos no es "otra novela sobre la Guerra Civil". Es una novela sobre la maldad y la bondad, y sobre cómo tendemos a rellenar los huecos que nos afectan con la masilla de la ficción, que tanto poder tranquilizador posee.

miércoles, 2 de marzo de 2011

Cuestión de fe


El comisario Brunetti es uno de esos personajes literarios que habitan la geografía ocupada por un género novelístico llamado policíaco. Su cultivo estos últimos lustros ha hecho posible que el lector, más partidario de la novela etiquetada negra, se haya reconciliado con un modo de hacer que autores como Donna Leon han sabido mejorar con una parte de crítica social inteligente, y con una generosa paletada de humanidad en sus personajes que se hecha de menos en escritoras como Agatha Christie. Cuestión de fe, que yo sepa, es la última de las historias dedicadas a Brunetti y, como en las otras anteriores, lo que sucede lo hace en la ciudad donde ejerce su oficio de comisario, en una Venecia asaltada por masas de turistas que ocupan plazas y calles, entorpeciendo la labor de los policías. La novela se inicia con una conversación entre Brunetti y el inspector Vianello, compañero y amigo suyo. El inspector Vianello está preocupado porque su tía se ha dejado seducir por uno de esos tipos que se dedican a embaucar a gente predispuesta, haciéndola creer que posee medios para curar enfermedades graves. Los medios consisten en unas infusiones hechas con hierbas milagrosas. El precio de las mismas hace que, como efecto secundario, la persona curada pierda en igual medida su dinero, no pudiendo la familia hacer nada por evitarlo, ya que lo que mueve finalmente a quien acude en ayuda de un milagro al sanador, no es otra cosa que fe. Y la fe, bien lo sabe Vianello, no es arma contra la que se pueda combatir con razonamientos.
Paralelamente a este caso, a Brunetti le llega, también a través de una conversación con su amigo Brusca, la noticia de que en el Tribunal de Justicia de Venecia se están produciendo casos de corrupción a pequeña escala en los que, de modo más bien directo, se encuentra involucrada una juez. Entre las personas que pueden tener alguna relación con el caso, se halla Araldo Fontana, un ujier que aparece asesinado en el patio de la casa en que vive. Conforme avanzamos en la novela, como toda buena novela policíaca, iremos advirtiendo que no todo lo que sucede en ella posee una sola explicación. Los seres humanos tenemos vidas paralelas y nos movemos por pasillos al que corresponde otro por el que avanza un igual haciendo de las suyas.
La novela, haciendo gala de su pertenencia a la tradición negra, recoge temas presentes que no pueden dejar de preocuparnos: la corrupción judicial y política, y la proliferación de astrólogos y pitonisas en los medios de comunicación. El tratamiento, sin embargo, no lleva aparejado el pesimismo latente de los clásicos. Brunetti no es un romántico, Brunetti es un funcionario al que no deja de indignarle lo que sucede en su país, Italia, y más concretamente lo que sucede en Venecia. Sus reacciones, sin embargo, son las que cabe esperarse en un ciudadano honrado casado con una profesora universitaria, con dos hijos adolescentes, y al que le gusta sentarse con un vaso de vino en una mano y en la otra un libro de historia antigua. La justicia que defiende es una justicia oficial. Cumplida su obligación, el premio es la posibilidad de retirarse unos días con su familia a las montañas en el norte, lejos del calor asfixiante de Venecia. Es un policía, pues, que no conoce la soledad ni los demonios interiores.

jueves, 17 de febrero de 2011

La carretera


Leí La carretera hace un par de años, y he regresado a ella acuciado por una necesidad extraña, como si con aquel primer acercamiento no hubiera tenido bastante para apreciar, en mi humilde opinión, esta maravilla de la literatura contemporánea escrita por uno de esos autores que no se dejan ver demasiado pero que legará a las generaciones futuras una colección de novelas impresionantes, cinceladas sobre una verdad que conmueve y maravilla. Porque La carretera, por encima de cualquier otra consideración, es ante todo una novela que conmueve hasta el mismo tuétano. En un mundo devastado por no se sabe qué causa, cubierto todo él por una capa de ceniza que cubre campos arrasados por el fuego, bajo un cielo encapotado que no deja pasar un solo rayo de luz, un hombre y su hijo caminan procurando no apartarse demasiado de una carretera interestatal camino de donde el padre cree que hallarán cobijo, en una región donde el frío no sea tanto, allá en el sur. Para guiarse llevan un mapa hecho pedazos. Sus pertenencias las arrastran consigo metidas en un carro de la compra. Están sucios, visten ropas harapientas, los pies los protegen del frío con trozos de tela que se atan cubiertas con plástico, apenas si tienen comida, se esconden y temen ser encontrados. El miedo gobierna sus días. Un miedo que al padre apenas si le permite dormir y que el niño no acaba de comprender. La humanidad, como si hubiese comprendido que cientos de años de civilización no han servido de mucho ante la vastedad de la tragedia que acaban de sufrir, y que no han podido o sabido evitar, parece haberse entregado a la degradación paulatina de lo que los distinguió como especie.
El niño, en su simplicidad demoledora, divide a quienes atisba de vez en cuando, a aquellos de los que encuentran huellas en casas derruidas o en la profundidad de los bosques, en buenos y malos, siendo los malos gentes degradadas al extremo de comportarse tal que animales depredadores, una suerte de lobos que atrapan y devoran a sus iguales. Padre e hijo pertenecen al bando de los buenos. Ellos no comen a sus semejantes, ellos no persiguen a los más débiles. Se limitan a sobrevivir en noches de negrura absoluta, a lo largo de jornadas interminables en las que el frío y la lluvia los castigan inclementes. El hambre es otra de las plagas que los hace sufrir. No hay nada que llevarse a la boca excepto los restos que van encontrando, conservas en lata que nadie ha logrado ver ocultas bajo tierra, en una especie de búnker, o en armarios mirados y remirados mil veces, pero en los que no es raro hallar un bote de alubias comestibles aún.
Es en este panorama descorazonador, en este mundo inhumano en el que la muerte puede llegar a aceptarse como una liberación, donde este hombre y su hijo viven una historia de amor desgarradora, una de esas relaciones que pienso quedarán esculpidas en mi memoria hasta el final. Quien sea padre experimentará un dolor intenso, una penuria que se ajusta a la que sufren los personajes, pues será inevitable que se pregunte qué haría en circunstancias iguales a las que padre e hijo sobrellevan mal que bien. Las escenas entre ambos se suceden con una naturalidad emocionante. Sus diálogos, no por concisos menos desgarradores, resultan asimismo memorables, y cuando se nos cuenta que el padre deja al niño para buscar alimento o cerciorarse de que no corren peligro, la angustia de que le suceda algo el lector la vive como propia.
No me es sencillo hablar de esta novela, de este autor al que admiro, porque creo que cualquier cosa que diga más sobre ella será mero adobo. Sólo invitar a quienes no conozcan a Cormac McCarthy , que lo descubran. Que empiecen, tal vez, con su Trilogía de la frontera, o con Meridiano de sangre, donde aparece uno de los malvados peores de la literatura. La carretera, para el final. Una novela que, pese a su tamaño muy inferior a las otras, no desmerece al resto en absoluto. Al contrario, considero que engrandece aún más a este autor indispensable, del que Javier Marías dijo, si no me equivoco, que si alguien realmente merece el premio Nobel de literatura no es otro que Cormac McCarthy.

lunes, 14 de febrero de 2011

El horizonte


Patrick Modiano hace una literatura distinta y El horizonte, novela publicada hace pocos meses por Anagrama, es una buena muestra. Lo que se nos cuenta en ella sucede en una nebulosa extraña, como si el tiempo no fuese la medida adecuada para calibrar los acontecimientos narrados y sus personajes, Jean Bosmans, Margaret Le Coz, Boyaval, no fuesen sino entes incorpóreos, fantasmas que se mueven en una realidad apenas física. Jean Bosmans recuerda, cuarenta años después, cómo conoció a Margaret durante una manifestación estudiantil. Y la recuerda al tiempo que transita las mismas calles de un París que no es el mismo de entonces. En cierto momento, recién acabada la lectura de una novela de ciencia-ficción, Bosmans piensa en la posibilidad de tal vez estar compartiendo espacio con personas que fueron y no son ya la misma, con él a sus veinte años, unos y otros moviéndose por pasadizos paralelos, mirándose unos a otros, pero sin que sea posible la comunicación. La duda de que sea así abre un horizonte de expectativas para este hombre de cuyo pasado va rememorando breves pasajes vinculados a su relación con una joven esquiva, Margaret, aya en casas en las que se siente protegida pero no siempre segura. De su pasado surge una figura inquietante, que la aterroriza, de la que el lector no sabe sino aquello que Margaret siente, nunca la verdad exacta. Boyaval la sigue, está obsesionado con ella. ¿Se trata realmente de un pervertido?, o, por el contrario, ¿es un individuo que no halla otro modo de comunicarse que no sea su agresividad contenida y muda? Todo sucede ambiguamente. Lejos de aturdir al lector, este modo de narrar lo va envolviendo, lo sitúa en una posición también ambigua y le imposibilita juzgar. Bosmans también tiene quien lo persigue. Una mujer de pelo rojo y un hombre que colgó los hábitos. ¿Sus padres? Es muy posible, pero nunca los menciona como tales. Tampoco se nos aclara que lo que se nos cuenta sea una historia de amor. Y sin embargo, cuando llegamos a su última página, no podemos dejar de pensar que lo sea. Una historia extraña, fascinante en la medida en que parecemos flotar sobre esta ciudad desdibujada, sobre unos personajes salidos de una niebla hecha de experiencia y años pasados.

martes, 8 de febrero de 2011

El candelabro enterrado


Setefan Zweig, al que he dedicado, con ésta, tres entradas en poco tiempo, sigue deparándome sorpresas y satisfacciones a partes iguales. La presente novela se distancia de las dos anteriores en cuanto a la temática y al marco en el que sitúa la acción. Nos hallamos en el año 455, en Roma, cuando los bárbaros hacen una de sus incursiones a la capital del Imperio, otra más después de que Alarico haya arrasado la ciudad, y saquean templos y casas particulares, arramblando con todo aquello que consideran de valor. Entre los objetos más preciados se encuentra el candelabro del título, que no es otro que la menorá, el candelabro de siete brazos símbolo de los judíos que, robado a su vez por los romanos del Templo de Salomón, se hallaba hasta ahora en posesión del emperador Máximo. La comunidad judía, al enterarse de lo sucedido, reacciona sin saber muy bien qué hacer, viendo cómo su objeto más preciado les es arrebatado de nuevo, aun a pesar de que no es materialmente suyo. El consejo de ancianos, sin embardo, decide seguir a las hordas vándalas en retirada hacia el puerto de Roma. Uno de ellos, a fin de que sea testigo de lo que van a hacer en defensa de su símbolo, despierta a su nieto de siete años y lo lleva consigo. Los viejos y el niño caminan durante toda la noche hasta llegar al mar, ya de mañana, y contemplan impotentes cómo la menorá es arrastrada por el barro y luego cargada en el barco sin ninguna contemplación. Será el niño, luego de que el anciano más sabio le haya estado instruyendo sobre la importancia del candelabro para el pueblo judío, el elegido por Dios, quien intente arrebatarlo inútilmente de manos del esclavo que lo carga a su espalda. La consecuencia de tal atrevimiento es que el niño se rompa el brazo, quedándole para siempre inservible, recuerdo doloroso de lo que sucedió aquella noche. La novela, pues, recoge un episodio crucial para la historia de occidente, pero sobre todo para la historia de los judíos, que, conforme se suceden los años, advierten que Dios, tal vez de modo inmerecido, los somete a pruebas que van más allá de su comprensión. Benjamín, que es el nombre del niño, y más tarde anciano patriarca, testigo único de aquel acontecimiento infausto, arrastrará toda su existencia con ese peso, obligado, a cuantos quieren conocer la historia, a contar lo ocurrido una vez y otra; una obligación que va más allá de la memoria y la palabra, que se extiende a la acción en el momento en el que la comunidad, después de tantos años, se entera de que el candelabro ha sido quitado a los bárbaros, que lo tenían en Cartago, y se halla ahora en Bizancio en manos de Justiniano, el Emperador.
La historia que nos cuenta Zweig centra su atención al cabo en el personaje central, Benjamín, y nos detalla, con la minuciosidad con que lo hace en sus otras novelas, el padecimiento de este hombre escogido, no se sabe bien por quién, si por Dios o los hombres, para preservar un objeto escurridizo. En cierto momento, para él, que es un anciano sin apenas fuerzas, cansado de que sea visto como una suerte de embajador, esta carga que sostiene se le antoja una condena. Pese a ello, hará lo imposible por llevar a cabo lo que le fue encargado desde tan pequeño, aun a riesgo de perder la vida y la fe en ello. Lo cierto es que leyendo este libro uno acaba obteniendo una información impagable del alma y del pueblo judíos, y entiende ciertas actitudes observadas en otras novelas que los tienen como protagonistas, ya sea para ensalzarlos o criticarlos. El candelabro enterrado se sitúa, así, en esa tradición tan enriquecedora, en la literatura de occidente, de los escritores de origen hebreo que a lo largo del siglo XX fueron dejando constancia de sus impresiones sobre la religión que les tocó en suerte. Zweig, este acercamiento lo hace de una manera diría que respetuosa, pero con un transfondo crítico a través de esa figura impresionante, la del viejo Benjamín esforzado por lograr lo que todos esperan de él, que la menorá regrese al sitio de donde fue robada hace cientos de años, a un Templo levantado de nuevo sobre una tierra que consideran sagrada. Porque una vez conseguido ésto, la propia inercia que implica una fe reforzada hará que el pueblo diseminado por el mundo regrese al hogar en torno al candelabro sagrado que da título a la historia. Pero no siempre, según sabemos, los augurios se cumplen.

lunes, 31 de enero de 2011

El guardián entre el centeno


Pocos libros tienen tras de sí una carga mítica como el presente. Y pocos, como El guardián entre el centeno, resisten las malas críticas tan mal, pues sus incondicionales lectores son tantos que cualquier opinión adversa supongo que quedaría acallada enseguida por un alud de protestas en contra. La novela la tenía guardada desde hace tiempo, exactamente desde el año 1989. Hace, pues, veintidós que convive con otros muchos volúmenes que sí han ido pasando por mis manos. Supongo que inconscientemente me he estado resistiendo a zambullirme en sus páginas por miedo acaso a no saber encontrar en su historia el cebo que tantísima gente ha picado. Haberme decidido ahora no responde a ninguna causa concreta. Se trata más bien de un arrebato. De un arrebato gozoso, eso sí. Tenía varias posibilidades, y ésta la tomé movido por algo tan simple como que mi edición es la de Alianza, y hacía ya algún tiempo que no leía ningún libro editado por Alianza, cuando son muchos los títulos que tengo de su colección de bolsillo que son como tachuelas en la madera del tiempo, inolvidables historias y autores que relaciono con buenos y ya pasados momentos de mi vida. Lo curioso de este volumen es que, al contrario que el resto de la colección, carece en su contraportada de una breve reseña de la obra. Tampoco tiene una de las famosas ilustraciones de Daniel Gil. Lo llamativo del mismo es el color dorado de su cubierta, color que recuerda al del centeno en sazón. El lector que lo tenga en sus manos, que no sepa quién es J. D. Salinger, ni conozca nada sobre Holden Caulfield, podrá iniciar su lectura sin prejuicios y degustarla en su justa medida. Cosa nada desdeñable teniendo en cuenta el autobombo que acostumbran practicar las editoriales con los libros que publican, con independencia de si tienen o no calidad literaria.
Me pregunto qué impresión me habría causado la historia de Holden de haberla leído a su misma edad. Presumo que bien diferente a la que he tenido ahora, y en absoluto semejante a a la de los lectores que a principio de los cincuenta del siglo XX pudieron adquirirla sin conocer nada de su autor. La trama es bien simple: Holden Caulfield, alumno en la escuela Pencey, es expulsado de la misma poco antes de las vacaciones de Navidad. Holden no quiere que sus padres se enteren de la expulsión para evitarles un disgusto. Lo esperan el miércoles, pero él debe dejar el colegio un sábado, por lo que dispone de varios días por delante antes de regresar a casa. Lo que decide hacer es viajar a Nueva York en autocar, y una vez allí, con el dinero que tiene, sobrevivir en algún hotel hasta el día previsto para su vuelta. Durante esos días vivirá una serie de experiencias que lo reafirmarán en su idea de que la realidad es agresiva y estúpida, y donde los niños son las víctimas propicias que en cualquier momento pueden ser aplastados por la bota de la ignominia. Hay una escena, casi al final del libro, cuando Holden habla con su hermana Phoebe, en que el título de la novela cobra sentido y también la actitud que a lo largo de la misma ha tenido el personaje. Dicha actitud no siempre responde a razones lógicas para el lector. Es posible, incluso, que provoque en algunos casos cierta repulsa. No obstante, cuando dice que a veces sueña que está en un campo de centeno junto a un acantilado, y que en ese campo juegan niños pequeños, inconscientes del peligro que corren, por lo que él actúa de guardián para que no se acerquen y caigan, la ternura con que uno imagina que pronuncia esas palabras hacen que el lector se reconcilie, si es que alguna vez ha dejado de resultarle simpático el personaje, con su modo de entender las relaciones. No hay que negarle a Holden Caulfield una capacidad innata para irritar a cuantos le rodean. Y es que su modo de actuar noble, sin tapujos, no encaja en una sociedad donde prevalece el valor del dinero (caso de su hermano D.B., buen escritor que ha preferido prostituirse en Holliwood como guionista de películas) y del sexo (Stradlater o el señor Antolini son buena muestra de ello), donde los muchachos que viven internos en Pencey se hacen la puñeta unos a otros sin importarle gran cosa las consecuencias de su crueldad. La sinceridad que se aprecia en el personaje al la hora de narrar lo que le ha sucedido, cómo describe el amor que profesa a su hermana Phoebe, la pena que siente ante determinados acontecimientos, la manera irracional con que fuma un cigarrillo tras otro, hacen de él un tipo al que uno le gustaría echar una mano, darle un par de consejos aun a riesgo de que le mandase al cuerno.
Resulta curioso, a modo de conclusión, que apenas si aparecen personajes adultos y, cuando aparecen, es para sermonear o hacer daño a Holden. Eso lo hace un ser frágil, que camina por una cuerda floja, en busca de un clavo ardiendo al que aferrarse, cuyo único apoyo lo encuentra en Phoebe, un ser aún puro, uno de esos niños que corre entre el centeno maduro sin pensar en el vacío próximo al que pueden caer. Si llegan al final del libro, comprenderán que en alguna ocasión tal vez hallamos sido un poco como Holden, pero que nunca hemos podido o querido actuar como él por miedo al fracaso. Leer su historia es una buena ocasión para recuperar la inocencia perdida, aquella en la que ser héroe no consistía en ser más fuerte, consistía es ser consciente de tu debilidad como niño y disfrutarla.