jueves, 22 de marzo de 2012

Siete trenes


Siete trenes aborda la cotidianidad de un grupo de personajes cuyas vidas en progreso, igual que trenes, avanzan a lo largo de vías paralelas que no se cruzan, pero que tienen un mismo destino. Sorprendidos en una mañana cualquiera de un verano especialmente caluroso, aparecen ante el lector como lo que son: seres comunes que pueden ser abyectos, con sus virtudes y sus miserias a cuestas; con los pies en la tierra, y un hervidero de sueños su cabeza. Novela costumbrista en la que el narrador actúa como una cámara de cine que registra cuanto ve para un solo espectador: el lector imaginado, el que sufre y sueña y arrastra sus propias desdichas, él también personaje; quien justifica, en última instancia, lo narrado en el libro.

Siete trenes es mi segunda novela publicada. La anterior, Quimera del lector absorto, puedes encontrarla aquí.
Todoebook


miércoles, 8 de junio de 2011

El bloqueo


Hace unos días, concretamente el domingo 5 de junio, apareció en el periódico La prensa de La Paz, Bolivia, en su sección de cultura, una reseña a una obra de teatro escrita por Rodrigo Urquiola Flores, un joven escritor boliviano cuyo futuro literario empieza a apuntar y que, por lo que sé y he podido leer suyo, me atrevo a decir que será largo y francamente interesante. La obra de teatro lleva como título El bloqueo y puede leerse de forma gratuita a través de internet o bien descargarse en pdf gracias a la librería digital Ecdótica, que la incluye en su biblioteca gratuita. A Rodrigo Urquiola le dediqué una entrada a raíz de la lectura de su volumen de cuentos publicado en 2008 Eva y los espejos.



El texto que añado a continuación fue el publicado por La prensa el pasado domingo.

De Rodrigo Urquiola me separan un océano y algunos años. Supe de su existencia a través de un blog literario y decidí ponerme en contacto con él por medio de un correo electrónico. Sentía curiosidad por leer su volumen de cuentos Eva y los espejos. Intercambiamos libros y al poco supe que había recibido un premio de dramaturgia y una mención de honor en el premio Alfaguara de novela, a nivel nacional. El primero por la obra de teatro que nos ocupa, la segunda por una narración que aparecerá editada el año próximo. Me alegró mucho la noticia. Entre otras razones porque en el libro de cuentos que me envió acerté a ver, como simple lector amante de la literatura, a un escritor muy joven, pero con un futuro literario tan bien encaminado que me atrevo a augurarle mayores logros.

Se publica ahora El bloqueo. Pieza de teatro breve, solo consta de un acto, en la que seis personajes que se dirigen al mar, ven bloqueada su ruta a causa de seis individuos corpulentos, sordos a las necesidades de los viajeros, cada uno con una gran roca a sus pies que usan para amedrentar a los caminantes cada vez que ven amenazada su incomprensible misión (al menos para el lector o el espectador): la de cerrarles el paso. Los viajeros deberán buscar el modo de continuar su camino. Apenas si llegamos a saber nada de ellos y, sin embargo, cuando el lector acaba de leer sus diálogos, advierte que no se trataba tanto de conocer la personalidad de cada uno, sino de comprender que lo que les mueve a enfrentarse a Los Bloqueadores no es tanto una necesidad personal como universal: la del individuo al que se le impide, sin explicación ni razón alguna, su desarrollo en cualquier ámbito, sea público o personal. Nos hallamos, pues, ante una obra claramente simbólica.

Confieso mi desconocimiento de la realidad boliviana. Aparte la escasa información que llega a Europa, de Bolivia poseo unos pocos datos de carácter político e histórico que no me bastan para saber si lo que Rodrigo Urquiola pretendía al escribir su obra era hacer una referencia directa a un determinado estado de cosas. Independientemente de que esto sea así, estoy convencido de que su representación en cualquier lugar del planeta haría pensar al espectador que tras esos personajes existe una voluntad crítica, manifiesta en el hecho de que, pese a la fortaleza y empeño cerril de Los Bloqueadores, que se niegan a consentir su avance, no se rinden y logran, con la colaboración de todos, mantener el optimismo. Resulta llamativo, sin embargo, que de los seis personajes sean el ciego Maygua y Magadalena los que mayor porfía empleen en derribar la muralla. Puede argüirse en contra que son tal vez los más interesados por llegar a la meta, el mar, pues piensan que allí van a encontrar la cura a la ceguera; pero ello no quita que sean precisamente los más débiles los que asuman el riesgo de pretender debilitar de algún modo el tesón con que Los Bloqueadores profesan su cometido.

Toda esta gravedad, no obstante, no impide ciertas pinceladas de humor absurdo. La noche es día y el día noche. Uno de los Bloqueadores no puede, en determinado momento, evitar que se le dibuje en los labios un esbozo de sonrisa, lo que en el escenario supondrá un fuerte contraste con el resto de Bloqueadores, tan estirados y pétreos, tan poco humanos. Humor hay también en la figura de Maygua, al fin y al cabo causa de que el resto de acompañantes se halle en esa situación, y que, dada su ceguera, necesita de ellos, sobre todo de Magdalena, que acaba asumiendo toda la responsabilidad: una mujer que capitanea al grupo de machos. Pocos datos se nos dan del lugar del que provienen, nada del porqué los Bloqueadores cortan el paso, lo que confiere a la historia un aire kafkiano muy atractivo. En manos del director que la lleve a escena está acentuar más o menos estos rasgos, pues el teatro, al contrario que la narrativa, se subordina, como el ciego Maygua a Magdalena, a la buena o mala voluntad de quienes tienen que darle vida, conducirlo por el camino cierto, libre de bloqueadores.

Para finalizar, quisiera retomar lo que apunté al inicio de este breve texto. De Rodrigo Urquiola me separa, sí, un océano, pero tamaña cantidad de agua y kilómetros no ha bastado para que el contenido de esta obra no me haya alcanzado de pleno. (Por fortuna, el uso de una lengua común facilita que entre este pequeño país de Europa y ese continente desmesurado existan vínculos que van más allá de la hermandad cacareada por los políticos.) Decía, también, que de Rodrigo son varios los años que me separan; esto es, somos letraheridos de generaciones distintas, pero esta vez sí hermanados por una necesidad incorregible de escribir. En su caso, sin embargo, los reconocimientos empiezan a llegarle a edad temprana, lo que no debería cegar a los posibles lectores o espectadores. La obra que tienen en sus manos, o que inmediatamente verán representada en el teatro, posee un valor intrínseco que ningún premio podrá encarecer más, salvo el del aplauso del público, que estoy convencido obtendrá.

Juan Manuel González Lianes

lunes, 6 de junio de 2011

Homer y Langley


Pienso que una de las virtudes que debe tener una novela histórica es la de lograr que el lector no crea en todo instante que está leyendo una novela histórica. Alguna vez que he pretendido leer algunas de las que estos últimos lustros se han convertido en auténticos best-sellers, he tenido la impresión de que la única voluntad de su autor era demostrarnos lo mucho que se ha informado sobre el periodo que aborda. Una novela histórica, al igual que cualquier otra, sea cual sea el género literario al que pertenezca, debe hacernos olvidar el adjetivo que la califica. Estamos leyendo una novela, y si esa novela escrita en el presente sitúa su acción en el pasado, su acierto será hacerla verosímil sin alharacas documentalistas. ¿Que cómo se alcanza esto? Entre otras maneras, consiguiendo que el narrador de la historia no se deje contaminar por el autor; que se limite a explicar lo que sucede sin necesidad de justificar en todo instante la razón del escenario histórico escogido. Doctorow es un reconocido novelista, uno de esos escritores ensombrecidos por la figura de otros contemporáneos suyos; pero cuya obra responde a una coherencia artística a la altura de los grandes. Por lo que yo sé, siempre se ha decantado por el género histórico y por un momento especialmente importante para los EEUU, el situado a inicios del siglo XX. Sus novelas se han convertido en clásicos indiscutibles, y lo de menos es que lleven la coletilla detrás. La última, la que he terminado de leer estos días, tiene como título Homer y Langley, y está basada en la historia real de dos hermanos.
Los hermanos Collyer fueron encontrados muertos en 1947 en el interior de su casa, donde vivían solos. Sus vecinos alertaron a la policía de Nueva York tras varios días sin que dieran señales de vida. La policía, al intentar entrar en la casa de cuatro plantas, comprobaron que la puerta estaba atrancada por dentro. Tampoco los bomberos pudieron acceder a ella. Hubo que realizar un agujero en la azotea. La casa estaba a rebosar de todo tipo de objetos. Entre ellos, miles y miles de periódicos apilados a lo largo de más de treinta años, y libros. Fueron precisamente algunas de estas pilas de papel las que se desplomaron sobre el cuerpo de Langley, que murió aplastado. Homer, inválido y ciego, falleció a los pocos días de hambre y sed, tras una larga agonía. Las toneladas de cachivaches halladas en aquel edificio convirtieron a los dos hermanos en celebridades, y supongo que muchos ciudadanos debieron preguntarse entonces qué debe ocultarse tras una mente que se propone reunir a su alrededor tal cantidad de material inservible.
Doctorow recoge esta historia, probablemente ya olvidada, y convierte la vida de estos dos personajes en el centro de interés de una novela escrita en primera persona por Homer. Pese a estar ciego, dispone de una máquina de escribir pensada para invidentes. Una de las libertades que se toma Doctorow es alargar en la ficción la vida de los hermanos. En la realidad, según he apuntado más arriba, sus cadáveres fueron encontrados en 1947; pero para un escritor al que le interesa la Historia de su país del modo que le interesa a Doctorow, hubiera sido un desperdicio no servirse de Homer para realizar un viaje temporal a lo largo de un siglo en el que los EEUU ha sido estandarte de lo mejor que puede ocurrir en democracia y de lo peor también. Langley sirve en el ejército durante la 1ª Guerra Mundial, y su experiencia va a trastornarle para siempre. Homer, ciego a los veinte años, vivirá necesariamente a rebufo de su hermano, y tendrá que aceptar las excentricidades, las manías, los nuevos remedios con los que pretenderá curarle de una ceguera que él considera reversible. Desde su casa situada frente a Central Park, serán testigos de los cambios que irá sufriendo su ciudad pero también el mundo, pues Langley no perdonará un día sin comprar las dos ediciones de todos los periódicos que se publican en Nueva York. Su intención es crear, por medio de recortes y sinopsis escritas a máquina, un único ejemplar que pueda leerse en cualquier lugar y tiempo, en el que queden recogidas las noticias imprescindibles que den idea de cómo somos los humanos y cuáles nuestros actos más representativos. Homer, por su parte, buscará refugio en su piano y en las pocas mujeres que consigue conocer. La ceguera no es un impedimento para su felicidad, y si bien Langley manifiesta síntomas de no estar en sus cabales, es bien cierto que gracias a él le ha sido posible vivir bajo techo y protegido de un mundo cada vez más agresivo, del que le llegan ecos pero casi siempre susurros.
Lo difícil de esta novela, pienso, es no haber caído en la tentación de convertir a estos personajes en motivo de burla. Langley es víctima de un monstruo que progresivamente ha ido haciéndose más poderoso. El mundo le va demasiado grande y en su obsesión por almacenar cuanto cree reutilizable y encuentra en la calle, parece responder a un deseo nunca bien explícito por crear a su alrededor un orden en el que estar a gusto. En el fondo se trata de una huida, de un viaje hacia ninguna parte. De familia adinerada, Homer y Langley son los últimos vástagos de una saga que desaparecerá con ellos. Lo que acumularon a lo largo de unas pocas décadas, en la realidad y en la ficción, son los restos de una civilización en declive, los posos de una ciudad que llegado el momento los convertirá en atracción de feria para civiles ociosos, y luego en noticia estrella de sucesos.

sábado, 28 de mayo de 2011

La hija del optimista


Resulta curioso encontrar en la obra literaria de los escritores vinculados al sur de los EEUU una atmósfera común, unos personajes que parecen sacados de un molde parecido, relacionados por una consanguineidad cuyo ADN no se encuentra en la sangre, sino en su comportamiento, en su manera de comunicarse, en la violencia o la bondad extremas de la que hacen gala. Eudora Welty es una de esas autoras sureñas que parecen conocer muy bien la materia a partir de la cual construyen su universo novelístico; y la conocen no porque haya buscado información, o utilizado el testimonio de quienes pudieron vivir acontecimientos parecidos a los que narra, sino porque ella misma es parte íntima de ese sur que, da la impresión, odian y aman por igual. Laurel, hija del juez McKelva, viaja desde Chicago, ciudad en la que reside, a Nueva Orleans, donde su padre acude al médico para que le trate un problema ocular. El médico, amigo de la familia, le aconseja operarse y que la intervención quirúrgica la realice un especialista que no sea él. Pero el juez se niega. La operación es cosa del doctor Courtland, y si no, no hay operación. Pese al éxito de la misma, el juez, cuya edad se aproxima a los ochenta años, se va debilitando poco a poco hasta morir. El traslado del cadáver en tren desde Nueva Orleans hasta Mount Salus, Mississipi, es el regreso de Laurel a la casa y al pueblo donde nació y creció, al lugar donde ya no le queda nadie, salvo la vieja criada negra, a quien pueda reconocer como suyo. Wanda Fay Chisom es la actual esposa del juez McKelva. Cuarenta años más joven que él, más joven que Laurel, su carácter no casa con la vida que implica convivir con un anciano, mucho menos con la que debe tener una viuda. Es orgullosa y bella. No entiende cómo el pasado puede condicionar la vida de personas como las que habitan en Mont Salus. Ella es de Madrid, Texas, y si quiere traerá a toda su familia a vivir a la casa del juez, porque ahora la casa es suya, no de Laurel; ya se ha encargado de borrar toda huella que recordase a la antigua señora McKelva.
Al regresar al pueblo, Laurel experimenta una suerte de regresión a las costumbres y a los sentimientos de una gente que no parece haber evolucionado, que son los mismos de hace seis, ocho lustros, cuando ella era una niña. Una regresión que no se detiene en las palabras ni en los gestos, que sigue hasta el mismo vientre de la casa en la que nació y creció. Allí, la noche después al entierro de su padre, se encierra en un cuarto donde hay cajas con fotos y papeles que pertenecieron a su madre y que han sobrevivido al afán destructor de Fay. En esos papeles se reencuentra, es ahí donde se hunden sus raíces. Pero ¿de qué sirven las raíces cuando se está sola, cuando no se tiene a nadie ya? En Chicago no la aguarda nadie. Su esposo Phil murió en la guerra. Laurel simplemente es la hija del optimista, pero no tiene ninguna razón para serlo también ella.
La de Fay recuerda a una de esas familias que actúan como mala hierba en el mundo de Faulkner, que imponen su presencia a fuerza de constancia y sumo egoísmo. Ella misma, Fay, se enfada porque el juez, su marido, haya decidido enfermar durante la celebración del carnaval. No se merece que la trate así. Esta actitud, frecuente en otras novelas de otros autores sureños, me asombra y desconcierta, pero comprendo, dado el número de personajes que se comportan así, que debe tener un referente real, mujeres y hombres que sobrevivieron y sobreviven aún con la savia de otros. Es Fay quien me repugna y atrae a un tiempo, y comprendo que el juez McKelva se sintiese atraído por ella sin importarle las consecuencias de su decisión al convertirla en su esposa. Una de las imágenes tal vez más emocionantes de la novela es cuando Fay, sentada junto a su marido moribundo, le acerca un cigarrillo a los labios para que fume de él. No es lo que más le conviene al paciente, pero durante unos minutos el juez es dichoso. La duda es si la intención de Wanda Fay Chisom es que sea feliz antes de morir, como un acto de amor último; o bien, con esa pizca de placer que le ofrece, revitalizar su espíritu para que se levante y la acompañe por la calles de Nueva Orleans, llenas de bandas de música y gente divirtiéndose. Sospecho que de una persona como ella no cabe esperar lo primero.

jueves, 19 de mayo de 2011

Santos que yo te pinte


Algunas de las obras de Julián Rodríguez requieren en ocasiones dejarlas madurar tras haber sido leídas, y que ellas, por sí mismas, se vayan componiendo en nuestra mente, porque si algo las caracteriza es la impresión por parte del lector de que se le ocultan datos importantes para la correcta interpretación del texto. Y no es que los narradores de estas historias pretendan privarnos de según qué hechos, ocurre que las palabras que leemos los recogen por medio del sobreentendido o la elipsis, y exigen del lector un esfuerzo añadido al de la simple interpretación literal de lo que se nos cuenta. Son subterfugios, recursos que pone a nuestra disposición la lengua para que aquello que contamos resulte más ambiguo o misterioso, o simplemente más atractivo para el receptor. Santos que yo te pinte es el título de un relato breve recogido en un volumen editado por errata naturae en su colección La mujer cíclope. (Nombres todos ellos que sugieren una literatura que se aparta de la habitual en el mercado.) La historia, debo admitirlo, me ha confundido; de ahí que opine que tendrán que pasar días hasta que se consolide en mi cabeza, como ya me ha ocurrido con alguna otra de Julián Rodríguez. No he querido esperar, sin embargo, a que ello suceda, y he preferido recoger la impresión primera, la inmedata al cierre del libro. En una nota del autor, supongo que consciente de la dificultad de su obra, pretende dar una idea al lector de cómo debe desenmarañar el hilo, y es por ello que habla de parodia de géneros, pues nos da a entender que sobre la misma gravita la influencia de textos de carácter místico o espiritual. Pero, ¿de qué nos habla? Un hombre regresa al pueblo donde nació tras haber permanecido ausente durante años. El hombre ha sido marino en un barco portacontenedores. Durante el tiempo que ha estado en alta mar han sido muchas las ocasiones en que ha recordado a la mujer que amó. El recuerdo es una manera de unión. El recuerdo nos permite recuperar a la persona perdida, comunicarnos de nuevo con quien alguna vez compartió cama y desayuno, conversaciones y cenas. También se puede recuperar la infancia. Las imágenes las conservamos grabadas. Basta que logremos insuflarles vida para que el olor, las palabras de otro tiempo, vuelvan si no exactos, sí evocadores de sentimientos no siempre gratos; no en balde la causa de esta ausencia fue ella, la amada, quien la produjo. Hay rabia en este monólogo enfermizo, deslavazado, con el que el narrador procurar evitar la grandilocuencia y hablar de cuanto le ha sucedido en el pasado, en el presente, en este instante mismo en que se halla confesándose y dice que la ha buscado, no ha podido evitarlo, la ha buscado sin poder hallarla... Pero, ¿y si me estoy equivocando? ¿Y si esto que digo no es así? Tendré que esperar, tal vez releer este puñado de páginas; eso sí, como dice el narrador, ni pomposas ni altisonantes.
Su título proviene de una canción de Los Planetas, de su estribillo que dice: Santos que yo te pinte, demonios se tienen que volver.

martes, 10 de mayo de 2011

Crematorio


Leí no hace mucho que una de las carencias de la novela española es la de no tratar temas presentes, la de evitar en sus tramas abordar conflictos que tengan que ver con lo que nos sucede o ha sucedido en los últimos años. Es sabido el interés que sigue provocando el tema de la Guerra Civil y la posguerra, y la insistencia con que algunos escritores han tratado asuntos que las tienen como telón de fondo. Rafael Chirbes es uno de ellos, pero con Crematorio, no sé si su última o penúltima novela, consquista un territorio que se aleja de aquél ubicado en los años posteriores a la contienda, que tantos frutos excelentes ha dado. Crematorio habla de algo tan actual, y tan manifiestamente nocivo para la España de hoy en día, como es el abuso por parte de gente sin escrúpulo, tiburones del ladrillo y la política, en el tema de la construcción; pero habla también de los sueños rotos, de las vidas llevadas al extremo, del miedo, de las mafias rusas, del sexo y los viajes alucinógenos, de las ideologías, de la vejez, del miedo a morir y de la muerte, de Misent, de Nueva York y la soledad y del paraíso perdido... Todo ello de un modo en que el lector se ve incapaz de juzgar a nadie, porque el retrato que se hace de los personajes que asoman en esta historia es profundamente humano; tanto, que pese a que alguno de ellos, como Rubén Bertomeu, constructor y causante de los estropicios arquitectónicos visibles a lo largo de la costa, son dignos de reprobación y antipatía, acaban por antojársenos relativamente próximos y disculpables. Él, como los otros que le acompañan en este mosaico humano de fina factura, son representantes de una especie que se ha desarrollado a expensas del dinero fácil y del abuso, parásitos de un gran animal que ha ido alimentándose de aire y creciendo hasta estallar. Quien más quien menos tiene parte de culpa. Incluso el más conspicuo de los izquierdistas contribuye, o bien con su aquiescencia, o bien con su huida interior o su crítica infructuosa, a que el globo engorde. No todo es atribuible a una clase política y empresarial aferrada al poder o al dinero, lo es a cada uno de los que han mamado de una leche abundosa y de sabor agradable.
Rubén Bertomeu se ha hecho a sí mismo. Pertenece a una familia pequeño-burguesa que no lo apoyó en sus inicios, cuando además de arquitecto quiso controlar todo el proceso que conlleva la construcción, ya sea la de un chalet, ya la de un hotel en la costa, ya la de una infraestructura... Llegar hasta donde ha llegado, ahora que tiene poco más de setenta años, no le ha sido nada fácil, pues por el camino ha ido dejando, como baba de caracol, ideales y amigos, conmiseración y estupor, sin perder nunca, sin embargo, cosa que le alaba su hija, un gusto exquisito hacia el arte de la música y la pintura, y por el de la escultura y la arquitectura. Ahora se le ha muerto su hermano Matías. Matías representa la otra cara de la moneda, el hombre aferrado a sus principios marxistas que, en sus últimos años de existencia, ha querido retornar a los orígenes: plantar un huerto, cuidar de unos olivos, seguir bebiendo y conversando con sus amistades, con su sobrina Silvia, que lo idolatra. Ambos, Rubén y Matías, pero también Silvia y su esposo Juan, los hijos de ambos; Mónica, la mujer cuarenta años más joven que Rubén, casada con él tras quedarse viudo, son el fruto carnoso, las piezas del árbol a las que les ha llegado la mejor savia. Porque los otros, los que crecen de las sobras, no tienen a qué aferrarse y sufren la soledad del vencido: Collado, Federico Brouard.
Crematorio habla de unas vidas que, a través de la palabra, se van incinerando ante el lector. Matías será introducido en el horno, sus familiares y amigos estarán presentes durante su transmutación en cenizas, pero ellos también se están quemando. La novela es el horno en el que cada uno de ellos va deshaciéndose en un polvo a veces enamorado, las más producto de un sufrimiento vital inaguantable pero no rehuido, como en el caso de Brouard, tal vez el más patético de todos junto a Collado. Ellos son las verdaderas víctimas, los más desafortunados, los que, después de tocar el cielo con las manos, regresan con todo su peso a una realidad embarrada que han consentido con su silencio o su aportación. Rubén es el único que se expresa en primera persona. Es el patriarca, quien después de todo ha logrado cambiar el mundo en el que creció, quien ha dado trabajo y ha modernizado el país, el único que a sabiendas del coste que ha supuesto para la región llegar hasta donde ha llegado es consecuente con su manera de ser y no claudica. Sus verdades son verdades que duelen porque las refrendan los hechos, no la ética ni la fe ni la ideología, y batallar contra ellas es hacerlo contra los muros indestructibles de Troya, que no infranqueables.
Lectura a la que será necesario volver de aquí a un tiempo para no olvidar lo que hemos sido e intentar en lo posible no repetir los errores cometidos. Lectura que dejará su impronta durante meses, hasta ser regurgitada y saboreada de nuevo con el recuerdo de algunos de sus pasajes; en especial, para mi gusto, aquellos relacionados con el personaje de Brouard, porque creo que en cierto modo Chirbes lo utiliza de portavoz de algunas de sus ideas sobre la novela. En cualquier caso, un personaje con el que tal vez, de aquí a unos años, me sienta más identificado de lo que ahora sospecho.

domingo, 1 de mayo de 2011

Negra espalda del tiempo II


La reacción contraria a la de pensar que un hecho ficticio es cierto, es la de creer que un hecho real es fruto de la imaginación, y eso mismo ocurrió con algún personaje mencionado en Todas las almas. Es el caso de John Gawsworth o de Wilfrid Ewart, tipos de vida azarosa que, cuando se explica, el lector piensa que nunca sucedió, que es fruto, como el resto de lo que el narrador cuenta, de la imaginación de éste. ¿Quién ha oído hablar nunca de un reino cuyo nombre es Redonda? Se lo concedió la reina de Inglaterra a un banquero de la isla de Montserrat, que compró la de Redonda al nacer su hijo, con la condición de que dicho reino no tuviese política alguna opuesta a los intereses de la Gran Bretaña. Ello no supuso impedimento para que el título de rey, que recayó en manos del hijo del banquero, escritor de literatura fantástica, no fuese heredado posteriormente por John Gawsworth, título que ostentó hasta 1970, año en el que murió alcoholizado y convertido en un indigente. De manos de Gawsworth pasó finalmente a las de Javier Marías, actual rey de Redonda, con atribuciones tales como las de dar títulos a escritores que en su opinión lo merecen.
Es tal la vida de ciertas personas, que se nos hace difícil de tragar según que cosas nos expliquen de ellas, y no es raro que ante determinados acontecimientos el lector u oyente muestre un escepticismo lógico. Que una joven promesa de la literatura acabe muriendo de un balazo en el ojo por el que no ve, en el momento justo en que asoma al balcón de un hotel de México en el que se encuentra alojado, entra en el terreno de lo verosímil, pero difícilmente en el de lo creíble. Y sin embargo la historia fue real, o eso se entiende de lo que nos dice Javier Marías: sucedió la noche de año viejo de 1922 durante la celebración popular del cambio de fecha, cuando al parecer, y según Conan Doyle, este autor habría llegado hasta lo más alto tras haber publicado alguna novela y un puñado de cuentos. Uno de ellos, titulado Los bajíos, lo recogió Marías en una antología de relatos de miedo titulada Cuentos únicos, aparecida primero en la editorial Siruela y luego en Reino de Redonda en 2004.
Otro de esos personajes alucinantes, acuciados por el recuerdo de T. S. Lawrence, modelo de vida aventurera, más conocido como Lawrence de Arabia, es Percy William Olaf de Wet que, aparte de hacer la máscara mortuoria de Jonh Gawsworth, fue piloto de aviación en las tropas republicanas durante la guerra civil, y luego acusado de espía por los alemanes a favor de los franceses. No es menos sorprendente su intención de crear y organizar partidas de partisanos con la intención de hostigar a los soviéticos a través de los Cárpatos. Dicha idea, al parecer, se la propuso al mismo Francisco Franco, el cual la rechazó acaso no porque le resultara descabellada, sino porque su interlocutor le pareció excesivamente atildado, o afeminado, o simplemente maricón por su porte y su bigote y su breve mosca bajo el labio inferior.
Quiero decir con todo esto que no me extraña que al leer Todas las almas, o en este caso Negra espalda del tiempo, el lector no dude si pensar que cuanto se le narra es del todo digno de fiar, o bien Javier Marías le está gastando una gran broma magníficamente urdida. Lo importante, creo, es la convicción con la que dice, y sobre todo el estilo seductor que atrapa y arrastra por donde él gusta. No es, pues, obra en la que haya que buscar una trama, porque no es una novela al uso, ni tampoco un ensayo, es una suma de reflexiones, de recuerdos, de anécdotas y chascarrillos, de ese material bruto con el que está hecha la literatura pero que no vemos en la cara visible del tiempo, sino a su espalda, en la negrura donde se cuecen las historias que nos asombran y nos entretienen.
No bastan dos entradas en este blog para abordar lo mucho que me ha sugerido y gustado este libro, pero sí son bastantes, creo, para que quien guste de la prosa fluyente y hechicera de Javier Marías, se acerque a él sin necesidad de pasar antes siquiera por Todas las almas y dejarlo, sin traicionarse luego, para después.

jueves, 28 de abril de 2011

Negra espalda del tiempo


Pocos autores hay, en mi opinión, que posean una capacidad tan poderosa para atrapar al lector desde la primera línea. Una capacidad que no se basa tanto en la historia que nos cuenta, pues de hecho, en ocasiones, lo que menos interesa es qué nos cuenta, sino en el modo en que hila las palabras, las ideas, logrando con en esa música que confiere a lo que dice que el afortunado lector se vea arrastrado, conducido por un camino deleitoso del que no es fácil apartarse. Opino, por todo ello, que Javier Marías es acaso de los mejores escritores vivos, y que tanto sus novelas, como sus libros que no lo son, ofrecen de lo mejor que puede hallarse en este mercado voraz que engulle cuanto se publica y regurgita poco.
(A una pregunta que le hiciera Josep Cuní, periodista de TV3, la televisión pública de Cataluña, sobre cómo consigue ese estilo, esa musicalidad tan propia, Marías responde que no hay una voluntad consciente, sino que le sale así, y que si, cuando repasa lo escrito, observa que el rito falla, o una palabra no encaja con la melodía, la cambia de lugar o prescinde de ella.)
La primera sorpresa al iniciar Negra espalda del tiempo es que nos habla de una novela escrita por Javier Marías, publicada años atrás: Todas las almas, la cual le sirve de excusa para reflexionar sobre un tema realmente fascinante: el de cómo la ficción y la realidad, en ocasiones, se dan la mano y se confunden la una con la otra. Sé que no es original, que muchos otros escritores, empezando por Cervantes, han tratado el mismo asunto con mayor o menor interés. Lo original de esta obra, sin embargo, es que Marías es testigo directo, protagonista de una serie de escenas y conversaciones en las que asiste asombrado a esa confusión. En Todas las almas, el narrador es un profesor español en Oxford que va dejando constancia de sus vivencias en la famosa ciudad universitaria durante el tiempo que dura su contrato. Javier Marías fue profesor en Oxford, y algunos de los personajes que aparecen en la novela tienen un referente real, compañeros suyos de ese periodo, aunque no son ellos punto por punto, sino trasunto o imagen parcial. De ahí que al ser publicada la obra muchas personas sintiesen la tentación, por otra parte comprensible, de sentirse o ver retratados a seres de carne y hueso, entre ellos al propio Javier Marías en la piel del narrador. Por ejemplo, y no es ni mucho menos la más representativa, Marías cuenta que, ya en Madrid, y siendo él docente en la Universidad, se encontró por los pasillos con unas alumnas que le preguntaron que cómo estaba su hijo. Asombrado, respondió que él no tenía hijos, y comprendió al cabo que la causa del equívoco se hallaba en la novela que aquéllas estaban leyendo o acababan de leer. En ella el narrador, el caballero español profesor en Oxford, dice ser padre recién estrenado, y las alumnas, tomando como cierto lo que afirma el narrador, le atribuyen la paternidad al autor sin más prueba que la aportada por una ficción.
No es, como digo, la única ocasión en que se ve en el brete de tener que negar lo que otros toman por evidencia. Aquellos que fueron modelo para sus personajes profesores, se sienten fielmente retratados, y se da el hecho curioso de que alguno pretende imitar al ser ficticio, o se enorgullece de formar parte de una novela escrita, además, por un extranjero. Especial mención merece el capítulo dedicado a Francisco Rico, el insigne filólogo de la Autónoma de Barcelona, amigo y maestro suyo, con el que vive un rosario de escenas realmente divertidas a expensas de la propuesta que Marías le hace de formar parte como personaje de una de sus historias con un nombre inventado, pero con los suficientes rasgos propios como para ser identificado sin mayores dificultades.
El libro, que llevo mediado, merecerá de seguro una segunda o tal vez tercera entrada.

viernes, 22 de abril de 2011

Sin sangre


Novela brevísima, Sin sangre recoge dos episodios separados temporalmente entre sí cincuenta años. En el primero somos testigos de una venganza. En un país del que no se nos dice el nombre, pero al que podríamos llamar perfectamente Bosnia o España, o cualquier otro que haya sufrido las consecuencias de una guerra civil, un hombre y su hijo son asesinados por otros tres. Al hombre, que se llama Manuel Roca, lo acusan de haber participado en el exterminio de unos pocos inocentes. La guerra ha terminado ya, sin embargo. Pero sus secuelas van a perdurar durante mucho tiempo. Cincuenta años no son tantos si el recuerdo persiste, si aquello que nos marcó en la infancia penetró lo bastante como para haber anidado en el subconsciente. Nina es la hija de Manuel Roca. Nina, cuando los enemigos de su padre acuden al lugar donde se encuentran ocultos, es obligada a esconderse en un hueco practicado en el suelo de la cabaña. Desde allí asistirá al acoso y derribo. Las ráfagas de metralleta destrozan cristales, muros. La muerte arrasa inclemente a quienes tienen y no tienen culpa. Entre los asesinos está Tito. Tito tiene veinte años. Tito, tras rebuscar en todos los rincones, descubre a Nina. Pero no dice nada. Nina, acurrucada en su escondrijo, siente que mientras permanezca así, quieta, acopladas las piernas, sus rodillas en equilibrio, el infierno que la rodea no podrá dañarla. Pero Gurre, que es otro de los vengadores, prende fuego a la granja. En pocas páginas, un pandemónium.
En el segundo episodio prevalece la serenidad. Los personajes quedan reducidos a dos. Se trata de un reencuentro; del final de una búsqueda incansable y de un ajuste de cuentas con el pasado, pero sin sangre. De cómo una mala experiencia exige, para ser combatida, reproducir las sensaciones que la hicieron posible. No se trata tanto de saciar una sed, se trata de comprender qué ocurrió, por qué el perdón y la suerte de haber sobrevivido a una espiral de disparos, de fuego y de silencio. Prosa exacta. Prosa limada al máximo para que la historia resulte verosímil. De cómo en cien páginas pueden darse la mano la mayor tragedia y el perdón en una historia que abarca medio siglo. La elipsis tan prolongada no implica, sin embargo, que al lector se le nieguen datos que, no por breves y puntuales, carezcan de la información necesaria para que la vida de esos seres marcados por la culpa la conozca exacta. Una lectura que trata sobre el dolor y el deseo de conocer, sobre la necesidad que tenemos de explicarnos y de que nos expliquen.

miércoles, 20 de abril de 2011

Los Once


Un cuadro que no existe, realizado por un pintor de nombre François-Élie Corentin, que tampoco existió, sirven a Pierre Michon para construir una novela perfectamente verosímil sobre la revolución francesa: si bien lo que cuenta no ocurrió, maneja tan bien los datos, dice con tal convicción, que el lector acaba dudando si no será cierto que Los Once, el nombre del cuadro, no colgará realmente de una de las paredes del Louvre, como se afirma. Los Once son algunos de los personajes que contribuyeron a cambiar a golpe de guillotina un mundo mal hecho. ¿Qué mejor que una pintura para ensalzar su labor, su importancia? El arte visto como un modo de propaganda, pero también de agraviar en función de cómo sucedan los acontecimientos. La labor de Corentin es transformar a hombres de carne y huesos en símbolos de una lucha, en semidioses encargados de dar a las masas aquello de lo que han carecido. Antes de llegar a este punto, sin embargo, Pierre Michon, el autor, hurgará en la vida del pintor inexistente por medio de un narrador que dirige su escrito a un caballero anónimo, tal vez el propio Michon. La biografía remite al abuelo de Corentin, y luego a su padre, poeta anacreóntico destinado a sumarse a las hordas eclesiásticas, pero que conoce a tiempo a Suzanne, de la que se enamora y con la que hallará el modo de dedicarse plenamente a la poesía gracias al dinero que su suegro ha ido ganando. De esta unión nacerá François-Élie, destinado a convertirse en un pintor romántico, en el encargado de elaborar una obra que ensalce a los padres de la Revolución: un cuadro de cuatro metros de ancho por tres de largo que hará de él a uno de los pintores más representativos del periodo.
Aun siendo una historia atractiva, lo más sorprendente de esta novela es la contención de Michon, el esfuerzo sumo por no dejarse llevar por una torrentera de palabras. De argumentos como el presente pueden germinar novelones para chimenea y pipa, de esos que hacen la delicia de lectores que gustan de adentrarse en los laberintos de la trama, que se aposentan en cualquier rincón de sus escenarios y contemplan abismados lo que sucede a su alrededor. Pierre Michon, por el contrario, en poco más de 130 páginas, desarrolla el espíritu que imperó a finales del XVIII en Francia por medio de oraciones cuajadas de información, que remiten tanto a datos enciclopédicos como a sentimientos, que toman como perspectiva la mirada de un esclavo o la de la madre risueña que persigue a su hijo. Escoge, además, unas pocas escenas representativas sin necesidad de auxiliarse de aquellas más destacadas para la Historia, más sangrientas, logrando así, pese a todo, que el aroma de la época quede enfrascado en la novela y podamos olerlo al abrir sus páginas. Todo a partir de esa pintura inexistente que se afirma puede ser contemplada tras un vidrio blindado en el Louvre, emblema de un periodo breve, el conocido con el nombre de el Terror, que pudo haber convertido a los hombres que componen el cuadro en apóstoles del pueblo, pero que a la postre acabaron siendo nuevos tiranos a los que se tuvo que derrocar.