sábado, 27 de junio de 2009

Paradoja del interventor


Hace unos días, un amigo me aconsejó la lectura de un autor español, desconocido para el gran público hasta ahora, de nombre Gonzalo Hidalgo Bayal, entre cuyas obras destaca, dijo, el mejor ensayo que se ha escrito hasta ahora sobre la obra de Rafael Sánchez Ferlosio, Camino de Jotán, de 1994. Además de este libro, el señor Bayal ha publicado un puñado de novelas, todas ellas en pequeñas editoriales extremeñas. Sus lectores, en consecuencia, han sido limitados en número; privilegiados que, por proximidad geográfica, o porque eran especialistas interesados en seguir la trayectoria literaria de su autor, han podido hacerse con esos volúmenes y disfrutarlos sin decir nada a nadie, como cofrades de una secta celosa de sus hallazgos. Hasta que alguien se fue de la lengua. Y vete aquí que el señor Hidalgo Bayal, a sus casi sesenta años, se ha convertido en un descubrimiento importante: escritor riguroso, inclasificable, acaso en la estela de Kafka, de Beckett; de una potencia verbal e imaginativa abrumadora. Y eso que sólo he tenido ocasión de leer una de sus obras: Paradoja del interventor, escrita en una prosa que subyuga, de una musicalidad que es como un hilo al que te sientes sujeto y del que es difícil soltarse por miedo a no poder recuperarlo más adelante, en otro momento que tengas para leer. La novela la rescata Tusquets para su catálogo, pues fue editada en 2006, a raíz de que haya publicado la última del mismo autor: El espíritu áspero. Título que, según mi amigo, dará que hablar a quienes aman y estudian la literatura.

Paradoja del interventor se inicia en una estación de tren a la que ha ido a parar un hombre con una botella verde en la mano y un sobre azul en el bolsillo interior de su abrigo. El hombre, al que todos acabarán conociendo con el nombre de interventor, pero que no lo es, baja a llenar su botella con agua de la cantina. Confiado en el hecho de que, en cuanto el tren esté listo, será avisado para regresar a él, el hombre pide le sea servido un café. Pero el tren parte, y el pasajero, que no entiende la sinrazón de lo que está ocurriendo, acaba solo, desubicado y sin equipaje, en un punto geográfico del que no le será posible huir, falto de voluntad para hacerlo, conforme con su estado, mendigo en una ciudad en la que poco a poco se le irá aceptando, como si todos los que la habitan alguna vez les hubiese ocurrido lo mismo: llegar en el tren, bajar de él para estirar las piernas, verse de repente abandonados, condenados sin culpa a quedarse entre sus calles. A partir de ahí la historia es una sucesión de calamidades, de personajes a cuál más excéntrico: el muchacho que atiende el mostrador de la cantina; el vendedor de barquillos, que cobra a cambio de que el cliente haga girar una ruleta, y en función del número que salga, darle más o menos barquillos; el afilador y su hermano gemelo, el guarda raíles, que se comunican con el pensamiento; el trapero, mondador exquisito de naranjas, empeñado en reproducir noche tras noche una escena erótica junto a una joven prostituida y alelada que ronda los mismos lugares por los que vaga el protagonista; etcétera. Novela de una tristeza desoladora, que lleva a preguntarnos sobre la razón del vivir, sobre si vale la pena esa terquedad del interventor en seguir aferrado a ella; pero a la que redime su estilo suntuoso, la capacidad de Gonzalo Hidalgo Bayal para hacer del lenguaje un vehículo narrativo potentísimo, de fuerza y determinación equiparable a la de un tren, del que no bajarías ni no fuese porque las obligaciones extra lectivas apremian.

Muestra de ese estilo vigoroso, que busca símiles innovadores, y que en el fondo son citas a otras obras y autores, de los que bebe, son los siguientes fragmentos: “No era como el pistolero que pretende saldar cuentas, ni como el detective que sigue la insidia de una huella delatora, ni siquiera como el agrimensor que pregunta por el camino del castillo.” “Con el chaquetón, se imaginó por un instante capitán de navío, la mano trémula del buque fantasma en la línea de sombra”. “El forastero lo había visto allí mismo y, acaso como una rememoración de su remota infancia, de los tiempos de albahaca y hierbabuena, se quedó mirando con fascinación el mecanismo de la ruleta.”

sábado, 20 de junio de 2009

La casa de Bernarda Alba


Lectura con los ojos

Es evidente que una obra de teatro se escribe para ser representada sobre un escenario.También lo es que si no tienes modo de acudir a un teatro, o porque la entrada es muy cara, o porque el más próximo al lugar donde vives nunca recibirá la visita de una gran compañía, entre otros muchos motivos, la lectura de la obra puede suplir esa carencia, aunque de un modo imperfecto. Leo La casa de Bernarda Alba. Me estremecen los diálogos de esos personajes que acumulan odio y frustración y miedo. Y me pregunto en qué medida las actrices que les den cuerpo serán capaces de avivarme las sensaciones que experimento ahora. Leo La casa de Bernarda Alba porque en pocas horas veré La casa de Bernarda Alba. Ejercicios complementarios ambos. Leer la obra con los ojos y a seguido con oídos, ojos, olfato… La Sardà y la Espert. Poncia y Bernarda en carne y hueso, en voz y sangre. Cómo recitarán el verbo de Lorca, cómo expresarán la violencia, cómo el fuego reprimido que las quema por dentro, que las consume. Me pregunto qué final del primer acto me deparará la función. La madre de Bernarda aparece adornada con flores en la cabeza y en el pecho. Quiere salir de esa casa enlutada para casarse con un “varón hermoso de la orilla del mar”. Es una mujer viejísima que ha perdido el juicio, y que por ello mismo, libre de tabúes e hipocresías, expresa lo que sus nietas no se atreven. “¡Encerradla!”, grita Bernarda. El imperativo concentra la atmósfera que se respira entre esos muros. Fuera hombres, fuera alegrías, fuera todo color que no sea el negro. Penitencia, luto, penumbra… Ordeno y mando.

Lectura con los ojos y los oídos

Dos momentos especialmente poéticos, en mi opinión, son aquellos en los que precisamente aparece María Josefa, la madre de Bernarda. Lleva el pelo suelto, melena blanca y desgreñada, y se ha ajustado un corpiño. Va descalza. Vive encerrada en una habitación y huye porque piensa casarse. Sus cinco nietas la miran, su hija, las criadas, sin acercarse a ella. Escuchan lo que dice con manifiesto desdén. Es una loca. Pero en el fondo sus palabras les hacen daño. Como los niños, María Josefa no tiene por qué ocultar nada. Expresa lo que siente, lo que sienten. Con qué pasión expone su deseo: “¡Bernarda, yo quiero tener un varón para casarme y para tener alegría!”, mientras se lleva las manos al vientre. “¡Quiero irme de aquí, Bernarda! A casarme a la orilla del mar, a la orilla del mar.”

El segundo momento, de noche: María Josefa aparece con un cordero en brazos. Es su niño de pelo blanco, como el de ella, un niño que se multiplicará igual que las olas, “una y otra y otra”. La escena tiene dos personajes (tres si contamos el cordero): ella y Martirio, acaso la que más sufre de las hermanas, la tullida, la que por envidia conduce al desastre que ya está anunciado. Esa vieja descalza impresiona al espectador-lector porque, aun estando loca, su lengua expresa una verdad sin tapujos, enmascarada tras el velo del delirio, que es poético y locuaz a un tiempo.
Bernarda cree en su verdad, la única e inconmovible verdad. Nuria Espert le aporta dureza de pedernal al personaje. Rosa María Sardà, a Poncia, humor de campesina cínica, que sabe y oculta, que consuela y ofende, siempre entre dos orillas; la más humana de cuantas mujeres desfilan por el escenario, que es patio andaluz y prisión.

miércoles, 17 de junio de 2009

Mira si yo te querré


Lo primero que sorprende de esta obra es su temática. El Lector no recuerda haber leído antes una novela que tuviese como marco histórico la pérdida del Sahara español. Hay novelas que recogen acontecimientos relacionados con el desastre de
Annual y la pérdida del protectorado, pero no conozco ninguna que base parte de su argumento en lo acaecido durante los días en que el territorio sahariano pasa a manos del gobierno marroquí. En un momento en el que buena parte de la literatura que se escribe en España tiene como referente directo o indirecto, hasta el punto de haber creado una suerte de subgénero, la Guerra Civil, es de agradecer que haya autores que se arriesguen en terrenos históricos menos transitados.

La novela, no obstante, recoge una historia de amor imposible. Un tanto folletinesca. Un mucho extrema en algunas de las situaciones en las que se ven envueltos los protagonistas de dicha historia. Convincente, sin embargo, por cómo están narradas: con un estilo sereno que huye del tremendismo que puede apreciarse en esas telenovelas de media tarde que algunas mujeres saharauis contemplan absortas en la pantalla de una televisión bajo el techo de la jaima en la que se alojan. Las observa a su vez Montse Cambra, una médico de Barcelona que ha decidido pedirse una excedencia en el hospital donde trabaja a fin de buscar un fantasma. La imagen de ese fantasma la ha visto, veintiséis años después de haber sabido de su muerte, en la foto de una mujer accidentada. Pertenece al chico al que amó a lo largo de un verano de su adolescencia. Un amor destinado al fracaso. Su nombre: Santiago San Román, un pijoaparte de la Barceloneta proletaria relacionado con la hija de un catedrático de universidad.

La ruptura de Santiago y Montse conduce al primero al ejército y luego, dentro de éste, a la legión. El descubrimiento del pueblo saharaui genera en Santiago la necesidad de reconsiderar algunas cosas. Ello le ocasiona problemas con sus compañeros de cuartel. Se sabe instrumento de fuerzas que no entiende del todo, pero que son perniciosas. Al final decide por aquellos a los que la Historia ha guardado un destino de exilio y de dignidad, la que exhiben ante la extranjera que busca a su primer amor sin estar muy convencida de que pueda hallarlo en un paisaje donde tendrá que enfrentarse a una naturaleza hostil habitada, en cambio, por gentes hospitalarias.

No hay orden cronológico en esta novela. Los saltos temporales y espaciales son continuos. El lector pasea de la mano de los protagonistas por las calles de Barcelona en el verano del 74; pero también por las de la misma ciudad, al lado de Montse, durante los días que separan el siglo XX del XXI. Luego está Argelia, El Aiún, los campos de refugiados, la huida, el sol de África, el frío intenso al amanecer. Novela de amor. Novela de aventuras. Novela triste. A Luis Leante lo he descubierto hace poco más de dos meses a través de otra novela suya: El canto del Zaigú. Escritor de estirpe realista, contundente. Con esta obra ganó el Premio Alfaguara el año 2007.

viernes, 12 de junio de 2009

La tercera virgen


Cuando el lector abre una de las novelas clásicas del género negro (las de Hammet, las de Chandler, las de Macdonald, por mencionar a tres grandes del siglo XX), sabe que lo que va a encontrar es un retrato turbio de la sociedad en la que fueron escritas, donde personajes atormentados sobreviven al albur de pasiones que no logran controlar y son su condena. La etiqueta de novela negra aplicada a estas obras es un preludio de lo que el lector va a encontrarse, de lo que quiere encontrarse en ellas: el retrato minucioso de un submundo que es cimiento de ese otro lleno de luz, el que aparece en el papel satinado de las revistas o es portada de los periódicos. No ocurre así cuando se está delante de una novela de Fred Vargas. Fred Vargas huye de los estereotipos del género. Fred Vargas posee una imaginación que la capacita para ir más allá del mero argumento detectivesco. Sus historias parecen extraídas de un lugar de su conciencia en el que la realidad es sometida a un centrifugado intensivo. Lo que sale de ahí no se parece a nada. Los hilos que las sostienen rozan lo absurdo, pero sin ellos todo se vendría abajo. Tal ocurre en La tercera virgen. A sus personajes los impulsa un picor. Un picor insoportable, un picor que persiste aun cuando el tiempo ha pasado. El comisario Adamsberg ha comprado una casa. Tiene por vecino a un viejo español al que le falta un brazo. Lo perdió en la guerra, la Civil. Ésta lo llevó a exiliarse en París tras la derrota. El picor en ese brazo que no tiene continúa igual. El viejo rasca en el vacío y siente alivo. Otros personajes buscan desesperadamente el modo de rascarse el picor y no consiguen mitigarlo, ni siquiera son capaces de hallar el punto exacto en el que empezar a frotar. Son personajes atormentados por el recuerdo: Veirenc, un nuevo miembro en la brigada que comanda el comisario Adamsberg, empeñado en conocer la identidad del chiquillo inmóvil bajo el árbol; el asesino, que busca el modo de reunir los ingredientes de una mixtura con la que poder vivir eternamente, y de paso vengarse de quien más odia: Jean-Beaptiste Adamsberg; el comisario, que desea recuperar el amor de su esposa, y cuya ausencia le pica y le hace sufrir.

Hay un momento en la novela que por su surrealismo, por su sentido del humor desopilante, hace que merezca la pena leerla, y es cuando Adamsberg manda seguir a un gato a lo largo de treinta y ocho kilómetros en busca de una de sus agentes, valiéndose para ello de varios coches de policía y un helicóptero conectados por gps a un transistor que han colocado al felino. Lo más sorprendente es que la escena funiona, sobre todo por el contraste que supone esa búsqueda desesperada, pero también ridícula, a expensas de un gato perezoso, y lo que sucede desde el momento en que es hallada la agente y el final de la novela, cuando los personajes mencionados más arriba empiezan a rascarse aliviados o bien se les intensifica el picor. De la capacidad de ese gato para seguir el rastro de la persona hacia la que siente una pasión absoluta, depende no solo la vida de esa persona, sino la resolución de un caso que Fred Vargas ha montado sobre un material muy poco corriente en la novela policiaca y negra, y en el que tiene gran importancia el hueso peneano de los gatos, el que tiene el cerdo en su morro, o en el corazón el ciervo.