miércoles, 16 de marzo de 2011

La mujer del teniente francés


Inicié la lectura de La mujer del teniente francés con cierto reparo, pero a las pocas páginas ya había sido atrapado por una historia que podría haber firmado cualquiera de los grandes novelistas del XIX. Muy pronto, sin embargo, comprendí que su autor, John Fowles, no se había propuesto solo imitar el modo de novelar de sus maestros, cosa que, por poco que un escritor se lo proponga, puede lograr sin miedo a hacer el ridículo (y de hecho son muchas las novelas escritas estos últimos años que siguen la estela de las que se escrbieron hace más de cien, con más o menos éxito), sino que, conscientemente moderno, lo que hace es narrar un argumento decimonómico auxiliándose de técnicas que corresponden al momento histórico en el que escribe, pero sin abusar de ellas. De este modo consigue que las vicisitudes de Charles, Sara y Ernestina (sin olvidar a Sam y Mary), las reproduzcamos tamizadas por una fina ironía, por un continuo contraste entre la época en la que se desarrollan, la victoriana, y la presente a lo largo de 1968. Con todo, esta manifestación del narrador-autor, no se produce hasta el capítulo XIII, y resulta cuanto menos sorprendente por el modo en que expresa un problema con el que supongo debieron enfrentarse los novelistas del XIX y el XX, pero también los del XXI: hasta qué punto los personajes que han creado o crean pueden llegar a actuar de manera independiente, ajenos a las decisiones que su creador toma respecto a su modo de ser y de comportarse. Y es que la historia recogida en La mujer del teniente francés posee todos los ingredientes como para que aquellos que la viven en el papel puedan arrogarse la potestad de proceder por su cuenta y riesgo, acaso molestos porque un ser superior los agite sentimentalmente, los use para demostrar que la época que les tocó en suerte no fue la mejor si lo que querían era ser honestos consigo mismos y con quienes los rodeaban. Poco a poco, sin embargo, y de manera casi imperceptible, el narrador irá sucumbiendo; pero también revelándose contra la tiranía de sus criaturas en un tour de force que conducirá a unos capítulos finales nada corrientes, poniendo a prueba a un lector que ansía igualmente concluir ese viaje perturbador (y siento la cursilería) por los paisajes del alma. Lo que hace John Fowles, pienso, es invitarnos a montar en una montaña rusa en la que debemos de tener bien asumida nuestra función. La sorpresa final es que, si creíamos estar viajando por un solo carril, equivocados andábamos, o tal vez burlados. Muy recomendable lectura ésta, sorprendente de principio a fin, con la que he vencido un prejuicio arraigado muchas veces sin motivo: el de pensar que muchas novelas, por su apariencia externa, o porque han sido llevadas al cine, y se desconoce quién es su autor, no poseen valor literario alguno. De hecho, hacía semanas que no disfrutaba tanto con la lectura como ahora. Con lo que me arrogo, en tanto que lector, el papel de entendido en la materia y aconsejarla.

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