Regreso a Faulkner por medio de una novela de título Los invictos, que hace referencia a aquellas gentes que, viviendo en el Sur de lo que en el futuro será los actuales Estados Unidos de América, se resistieron a darse por vencidos pese a que perdieron la guerra de Secesión. El universo de Faulkner no deja indiferente al lector y, por muchas novelas suyas que lea, siempre le asombra, le inquieta, le hace pensar que modos de narrar como éste son únicos, exclusivos de un escritor irrepetible que supo escenificar sus historias como si se desarrollaran en el interior de un sueño que a veces se convierte en pesadilla. Entre sus técnicas, entre tal vez sus poderes demiúrgicos, se encuentra la de dar voz a unos personajes inusuales. Bayard Sartoris es el narrador testigo de lo que se nos cuenta, protagonista de alguno de los episodios que va desgranando desde un futuro inmediato a los hechos, que le sirve para ofrecernos una visión alucinada de parte de la historia de su país. La novela recoge varios años de su vida, de los diez a los veinticuatro, momento en el que la guerra entre Confederados y Yankis removerá las aguas estancadas de un mundo bien hecho, en el que el hombre negro es esclavo del blanco, y en el que las razones con las que se justifica cualquier decisión destinada a que su andamiaje se sostenga igual de firme, no se basan en una ley hecha por los hombres, sino en una que parece haber sido grabada a fuego por los dioses. La voz de Bayard narrador va cambiando conforme la ajusta a una edad distinta en función del episodio narrado. Así, la ingenuidad del inicio, cuando con diez años ve por primera vez desde detrás de un seto la figura a caballo de un soldado yanki, se transmuta en voz reflexiva al final, con ya veinticuatro años, momento en el que debe vengar, según los principios que rigen las relaciones sociales entre caballeros sureños, a su padre, John Sartoris, rebelde empeñado en continuar un conflicto que, pese a su tozudez, está resuelto desde hace tiempo. El empeño de Faulkner, sin embargo, se me antoja el de desmitificador de una Historia que el cine de su tiempo está mostrando digna de emulación, baúl en el que se guardan las esencias de una nación que no tiene apenas pasado, que se está formando aún, que precisa de modelos en los que mirarse.
Son sobrecogedoras aquellas escenas en las que una muchedumbre humana formada por negros de toda edad, de repente libres, marcha por los caminos hacia lo que consideran río Jordán, una promesa de la que no saben ni imaginan nada, salvo que ya no tienen amo al que servir y, por tanto, lugar en el que quedarse. Sorprende la forma con que las mujeres afrontan el presente que les ha tocado vivir, sin concesión ninguna al desánimo, luchadoras acérrimas por defender lo que ellas creen que es lo justo. No precisan de armas, les basta con su insistencia, con su manera de presentarse ante aquellos que saben sus enemigos, pero que por encima de todo son hombres que se acobardan cuando tienen que tratar con señoras. Es de ellas, y no de su padre, hombre cruel y despótico, de las que aprende Bayard cómo hay que tratar con sus iguales. De ahí que se me ocurra decir que en Los invictos no son dos mundos política y socialmente contrarios los que se enfrentan, el del Sur y el Norte, son los de las mujeres y los hombres los opuestos, siendo así que en el instante en que una de ellas, Drusilla, prima de Bayard y sobrina de John Sartoris, decide incorporarse al grupo de éste último para combatir a las fuerzas ocupantes, sus maneras se hacen rudas y su pensamiento lo gobierna una lógica que conduce a la muerte de los otros, si es que éstos no cumplen con lo que se espera de ellos.
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