martes, 29 de septiembre de 2009

Contra el alzheimer


La aparición de nuevos títulos en las librerías es constante y abrumadora. Resulta casi imposible seguir el ritmo con el que aparecen libros en las mesas de los comercios, porque de una semana a otra puede cambiar el paisaje: donde había una pila de ejemplares hoy encuentras otra portada con otro autor, y si es de los más vendido la hallarás reducida o por el contrario más alta. Sobre anaqueles y tablas parece soplar un viento constante que lo transforma todo minuto a minuto. Sucede en las librerías grandes, en las más concurridas, donde la crisis no parece notarse tanto acaso porque un libro de tarde en tarde no es dinero si lo que consigues a cambio es un placer intenso, un olvido pasajero de cuanto te rodea. Se sabe que a la literatura se llega por azar o interés. Mi interés hacia Philip Roth viene de antiguo porque, salvo una novela, el resto de las suyas que he leído me han apasionado y me han hecho sentir pequeño.

Cuando aparece una obra de este autor (cosa que sucede con frecuencia admirable), mi primera intención es adquirirla y recuperar la maravilla que he sentido con la lectura de otras tantas que a lo largo de los años he podido acumular en mi estudio. Pero me digo: aguarda la edición de bolsillo, más económica, tan válida como esta otra; si por ti fuera, la librería entera te llevabas: no es un libro de tarde en tarde, es un goteo continuo que implica un espacio más reducido en casa, un silencio incómodo de quienes comparten piso y exigen su rincón; el libro de bolsillo ocupa menos, te consuelas, puedes disimularlo entre otras compras. Y decides esperar entonces a que se edite en ese formato que ocupa poco y da tanto como el otro. Para cuando aparece, sin embargo, ya te has olvidado de esa urgencia que sentiste. Han pasado seis meses. Y puede que otro título u otro autor al que veneras haya hecho acto de presencia en las estanterías y reclame igual querencia.

Sucedió con La mancha humana. Luego de mucho tiempo, el azar ha hecho posible el reencuentro con un título que creía no iba a poder disfrutar nunca, a no ser que en una de mis visitas a la biblioteca se me hubiese ocurrido consultar en el catálogo su constancia en él. El sábado topé con un puesto de libros. La pretensión de quienes los vendían era recaudar fondos contra el alzheimer. Entre otros muchos, hallé esta novela de Philip Roth, versionada para el cine hace algún tiempo e interpretada por Anthony Hopkins y Nicole Kidman. No he visto la película. Leí que no era buena, pese a la solvencia de sus actores. Me hice con el libro. Pagué cinco euros por él. Fue editado por Círculo de Lectores en tapa dura. Ahora aguarda a que le llegue el turno tras Pólvora negra, de Montero Glez y La luna roja, de Luis Leante, en ese orden. Los tengo apilados y a mano. Con solo que retire el brazo del teclado…

viernes, 25 de septiembre de 2009

Torquemada en la hoguera


Francisco Torquemada es un avaro extremo, un tacaño de dimensiones dickensianas, prestamista y administrador de rentas, todo uno, acumulador voraz y viudo, padre de dos hijos sobre los que ha depositado una magra esperanza porque sigan sus pasos, pues la una tiene novio formal y pronto vida autónoma, y el otro es un genio, un dechado de sabiduría, un niño prodigioso al que no se le ocultan los misterios de la matemática y aun los de la naturaleza. Torquemada ama profundamente a su hijo. Torquemada el Peor, lo apodan; ante su mucho saber y buen entendimiento, el de Vicentito, se emboba y ablanda. Mayor bien no ha podido darle Fortuna. Todo es poco para el niño sabio, para el caballerete insigne que deja con la boca abierta a cuanto maestro se le pone enfrente.

Benito Pérez Galdós parece narrar de primera mano. Es la sensación que se tiene al iniciar cualquiera de sus novelas, ésta entre tantas. Galdós actúa omniscientemente, pero no como un dios ubicuo y titiritero, lo hace como si tratara o hubiese tratado a sus personajes de tú a tú. Es el cronista chismoso y crítico de una comunidad de vecinos de la que él forma parte, con la que se puede medir a su misma altura, y de la que conoce miserias y virtudes, mezquindades y hechos gloriosos. Galdós cuenta, y lo hace con las piernas bajo el cobijo de una manta algo raída y la espalda apoyada en el respaldo muelle de un sillón con orejeras. Sus historias suenan a confidencia, a rumor cierto, a “dicen que tal o cual ha hecho o dicho”; modo antiguo de contar empapado en realismo, rico en giros y términos populares, que le valieron sin embargo el desprecio de los altivos, de los que no parecen desprender el mismo tufo que el resto.

Galdós hace de Torquemada un retrato, casi un esperpento, no exento de conmiseración cuando Valentín, el hijo del “fogonero de vidas y haciendas”, cae en cama muy enfermo, y aquél, cobarde, incapaz de sufrir en casa las acometidas de la fiebre y el dolor, huye en busca del perdón de las mismas gentes que hasta ahora, mientras la salud del chiquillo era buena, vivían bajo el peso de sus deudas para con el monstruo. No obstante, y pese a la aparente piedad del narrador hacia su criatura, que lo acompaña en su peripatética busca, será la vieja ama que ha cuidado durante años de su esposa e hijos, quien ponga los puntos sobre las íes y actúe como espejo ante aquel que pretende ocultar su ser vil bajo la capa de una misericordia impostada.

Curiosa novela esta, corta en relación con otras del mismo autor y de protagonista no femenino, primera de un ciclo que se aparta de aquellas en las que Galdós ya vació su saber narrativo.

martes, 22 de septiembre de 2009

La raya de tiza


He tenido una sensación extraña al leer La raya de tiza. Una sensación provocada en buena medida por la circunstancia de que la edad de su autor y la mía es prácticamente la misma, siendo así que lo que cuenta su novela me resulta tan familiar y tan mío como mi propio pasado. Vale que nos separan unos cuantos cientos de kilómetros, pues yo vivo a este extremo nordeste de la Península, en el que conviven dos lenguas no siempre bien avenidas, y él al otro lado, allí donde la pronunciación se llena de “consonantes extrañas” que a José Luis y Mendoza, dos de los personajes de su novela, se les enredan en la lengua y les hace sentirse “irremediablemente atrapados en un acento que a ellos mismos les sonaba áspero y desaliñado, como la vida cotidiana en la provincia”. El poso histórico sobre el que se asienta lo narrado, sin embargo, es el mismo sobre el que se fundan mis años ya idos, por lo que al leer determinados párrafos ha sido como leer palabras escritas de mi puño y letra, aunque si me lo propusiera no lo haría ni tan bien ni tan acertadamente.

Del narrador de esta historia sabemos que escribe en un cuaderno, que ese cuaderno lo ha comprado en una librería, y que cuanto dice se basa en las confidencias que muy probablemente le ha ido haciendo su amigo José Luis, verdadero protagonista de unos hechos que, tamizados por su punto de vista, por sus impresiones y “presunciones exageradas”, acaso no estén libres de tergiversaciones, en cualquier caso comprensibles. La vida de estos personajes es anodina, jalonada de acontecimientos absurdos en una edad en la que empiezan a penetrar en esa zona oscura e incierta que es la madurez, y en la que se sienten desubicados y tremendamente asustados. Con todo, esa voz narrativa que nos acompaña a lo largo de las peripecias que vive el antedicho José Luis, me ha producido una sensación no ya extraña, como señalaba al principio, sino también de repulsa hacia su modo cruel de retratar ese provincianismo en el que viven ahogados, a modo de condena, quienes en aquellas fechas se aferraban aún a cierto entusiasmo reivindicativo; tal vez porque yo mismo he sido parte constituyente de esos grupos difusos, entre cristianos e izquierdistas, empeñados en ayudar cuando nadie se lo pedía, en pasar por progres sin serlo…

Muy recomendable La raya de tiza, primera de las novelas publicadas por José Manuel Benítez Ariza, en 1996. Peca de cierto encorsetamiento tal vez, o al menos a mí me lo ha parecido. Con todo, ello no va en detrimento de la historia, al contrario, creo que ese modo en buena medida "academicista" (término aplicado a según qué películas y directores con intención en muchos casos peyorativa, pero que viendo su producción uno concluye que no hay alabanza mejor, salvo la de maestro) de contar cuadra con sus personajes no demasiado atrevidos ante las dificultades, ante los amores inesperados, ante la vida que se abre como boca de lobo, llena de dientes y oscuridad, y de los que me he sentido compañero tanto tiempo después.

sábado, 19 de septiembre de 2009

Modos de llegar a un libro


Todos sabemos que hay modos muy distintos de llegar a conocer la existencia de una novela. El más tradicional, el que reporta un mayor placer en mi caso, es saber de ella en la librería de la que sueles ser cliente. Ves una portada, un título que te atrae. Acudes. Abres el libro, lees unas pocas líneas, la contraportada, los datos biográficos que acompañan a la fotografía de su autor, si la hay, y compruebas el precio. Compras. Y descubres que esa intuición tuya, que tan bien ha funcionado en otras ocasiones, no ha fallado tampoco esta vez: caso, por ejemplo, de Luis Leante.

Otro modo, muy relacionado con el anterior, pero más económico, es visitar la biblioteca más cercana y pasear entre sus estanterías a la busca y captura de alguna obra retirada ya del mercado, o fuera del catálogo de la editorial que la publicó hace años; obra de la que tal vez jamás hemos oído hablar, pero que por no se sabe qué razón extraña acabamos encontrando, y que tomamos prestada para en veintiún días poder leerla y sumar un nuevo título y un nuevo autor a nuestra particular memoria lectiva: caso de Julia Leigh.

Un tercer acercamiento se produce a través de los suplementos literarios. Un día lees un artículo de un autor al que admiras, dedicado a otro autor al que él admira y del que tú no sabías nada hasta entonces, y te apresuras a tomar nota de su nombre y del de sus obras. A la menor oportunidad que tienes vas a la biblioteca del barrio, o bien a la librería de tu ciudad, y hallas un libro suyo, de ese autor que no conoces y que sin embargo ha merecido las alabanzas del otro que sí forma parte de tu más que nutrido grupo de maestros narradores, y al cabo comprendes el motivo de la loa pública y sumas una más a tu zurrón de ficciones. Caso de W. G. Sebald o de Cormac McCarthy.

El cuarto, el boca-oreja. Tan antiguo como la propia literatura. Un amigo del que te fías porque comparte más o menos tus gustos te aconseja que leas esta o aquella novela, que descubras el universo de tal o cual escritor, y tú le haces caso a sabiendas de que no perderás el tiempo inútilmente. Así sucedió con Julián Rodríguez, de los últimos, y con tantos y tantos otros a lo largo de los años.

El quinto es nuevo. No me había sucedido hasta ahora. Está vinculado a Internet, a uno de los servicios que facilita la existencia de ese universo paralelo donde no das un paso sin hallar basura estelar, pero en el que sin embargo gravitan infinidad de planetas de interés, entre ellos bitácoras de escritores reconocidos y no tanto, de críticos preocupados por difundir su afinidad por la literatura, de lectores que comparten impresiones a partir de sus lecturas a solas con quien por casualidad pase por allí y pueda quedar impregnado de su entusiasmo o acedía. Una de estas bitácoras últimas que he conocido, y a partir de la cual me he puesto a leer un libro de su autor, el primero que publicara allá por 1996, es la de José Manuel Benítez Ariza, a la que ha bautizado con el nombre de Columna de humo. El título de su libro es La raya de tiza, publicado por Pre-textos, novela que pude encontrar en la biblioteca pública de donde vivo, entrada N Ben, y de la que me quedan seis capítulos por leer.

miércoles, 16 de septiembre de 2009

Muerte en Estambul


Muerte en Estambul es varias cosas a la vez: es una novela policíaca, puesto que se persigue a una asesina que mata a sus víctimas envenenándolas con una tarta de queso entre cuyos ingredientes se halla una buena porción de pesticida; es una novela de costumbres, en la que se nos detalla, con un tono humorístico que huye de lo grosero o de lo predecible, la relación marital entre Kostas Jaritos, miembro y comisario del cuerpo de policía de Atenas, y su esposa Adrianí, de fuerte carácter y chapada a la antigua; y entre ambos y su hija Katerina que, en vez de casarse por la iglesia, que es lo que se espera de ella, lo hace por lo civil, pese al disgusto de las dos familias implicadas; es, además, una novela histórica en la que se nos cuenta la difícil relación existente entre Turquía y Grecia, en concreto entre Turquía y la comunidad griega que reside en Estambul, supervivientes de un trato vejatorio por parte de las autoridades que condujo a la mayoría al destierro o a la total ruina moral y económica; y, por fin, es una novela de viajes, ya que siguiendo al comisario (que, junto a su mujer, se ha cogido unos días de vacaciones para recorrer el país vecino), somos partícipes de su maravilla ante una ciudad exuberante en la que conviven razas y religiones bien distintas, a la que los griegos siguen llamando Constantinopla.

Puede, sin embargo, que Muerte en Estambul sea algo más, y seguramente algo menos; de lo que no carece es de calidad literaria, pues siendo tantas cosas, todas ellas se subordinan a la trama policial que le sirve de tronco sin que el lector llegue a perderse nunca. Dicha trama actúa como uno de los dos puentes que cruzan el Bósforo y que unen a la ciudad dividida. La historia de María Jambu, mujer anciana y gravemente enferma, que antes de morir decide despedirse de cuantos la hicieron dichosa un día, pero también de quienes la maltrataron, sirve de costura a esas otras novelas que avanzan a su mismo paso, que ven bañada su margen por las mismas aguas negras de la codicia y la maldad y la muerte.

El personaje más interesante, a mi parecer, es el policía turco que acompaña a Kostas Jaritos en sus pesquisas. Nacido en Alemania, el comisario Murat comprende mejor a la minoría griega residente en Estambul que el propio Jaritos, debido a que él mismo ha sido parte de una minoría en un país occidental y ha sufrido los mismos desprecios y las mismas incomprensiones que algunos de los personajes que cuentan desde el rencor lo que perdieron y lo que jamás han llegado a recuperar, y que son parte de esos cientos de griegos que, como el mismo Petros Márkaris, vieron la luz en Constantinopla y que, pese a las calamidades, decidieron no regresar a Grecia y continuar resistiendo en la que ellos creen que es su tierra. Novela, pues, interesantísima no tanto por el placer estético que procura y la diversión inherente al género al que pertenece, sino por el material antropológico de fondo que la sustenta.

Dada la abundancia de novela negra y policíaca nórdica que tanto está dando que hablar, conviene recordar que a orillas del Mediterráneo unos pocos autores han logrado producir un número considerable de novelas policíacas excelentes, y con cuyas historias, aun siendo parte de esta cultura a veces excesiva y banal, resulta fácil identificarse.

jueves, 10 de septiembre de 2009

El tren


Con la rutina del trabajo he retomado las lecturas en el tren. A la hora que lo cojo, lo habitual entre los pasajeros es dormir, escuchar música a través del ipod o el móvil, conversar en voz baja, mirar hacia el mar cómo amanece o, en invierno, intuir el latido sombrío de sus aguas. Yo prefiero leer. El trayecto son 35 minutos entre la ciudad donde vivo y el pueblo en el que trabajo. Tiempo suficiente como para avanzar dos o tres capítulos de una novela. Hay lectores a los que les molesta estar rodeados de otras personas mientras intentan concentrarse en las palabras del libro. En mi caso no es así. Leer en el tren, o en una cafetería, o sentado en el banco de un parque, a la sombra de un plátano, los considero placeres que se añaden al de la simple actividad de leer. Por eso, empezar el día bajo la lluvia de palabras escritas por un autor que te guste, del que sabes que vas a extraer una enseñanza, un modo distinto de ver el mundo, es un deleite sumo; y si, cuando cierras el libro llegando a la estación de destino, puedes ver algo del espectáculo que nos ofrece la salida del sol, el inicio de la jornada podrá ser mejor otra mañana, pero ni mucho menos igual, porque ese instante es único.

domingo, 6 de septiembre de 2009

Inquietud


Hay novelas que resultan extrañas pero que al mismo tiempo fascinan porque sus historias se salen de lo común, transitan mundos hechiceros y el modo en el que se nos cuenta no obedece a la fórmula causa y a seguido efecto, sino que desconocemos la causa, y eso, como lectores, nos hace sentir desprotegidos, a expensas de un devenir impredecible que no busca tanto la sorpresa como abrir un sedero que alivie nuestro desconcierto. Inquietud, de Julia Leigh, posee estas características y demuestra que para crear escenarios inquietantes no hay por qué recurrir a una tramoya en la que predomine la parafernalia de los monstruoso o de lo gótico, basta con unos personajes y un narrador que actúen ante nuestros ojos sin un pasado ni un futuro conocidos, que sean meras criaturas pensadas para ser el esqueleto de un argumento morboso en el que una mujer, Olivia, regresa al castillo de su familia en Francia, tras varios años casada con un “cerdo” que le ha roto el brazo. Vuelve acompañada de sus dos hijos. El castillo lo ocupa su madre, su hermano Marcus, su cuñada Sophie, una criada llamada Ida, y unas gemelas que ayudan a esta última. El mismo día que Olivia recupera el espacio de su infancia y sus hijos conocen a su abuela, Marcus y Sophie pierden el bebé que esperaban, por nacer la criatura con varias vueltas del cordón umbilical alrededor del cuello. A lo largo de varios días, Sophie, enajenada a causa de lo acontecido, cargará con el fardo en el que va envuelta su niña mientras la familia sufre la progresiva descomposición del cuerpo, y su marido, incapaz de arrebatárselo, aguarda el momento en que las circunstancias le faciliten las cosas. Será Olivia la que finalmente tome la iniciativa…

Julia Leigh, con su estilo sereno, bajo el que sin embargo se oculta una fuerza telúrica que aviva la inquietud del lector, orbita el mismo planeta del que se alimentan autores como Coetzee o McCarthy, grandes nombres que desde hace poco tiempo (descubrimientos tardíos) logran que como lector no haya perdido aún mi pasión por la literatura.

miércoles, 2 de septiembre de 2009

Si te comes un limón sin hacer muecas


Al leer Si te comes un limón sin hacer muecas, cuyo título en catalán resulta fonéticamente más sugerente: Si et menges una llimona sense fer ganyotes, de Sergi Pàmies, sé que algún vaso comunicante debe haber que relacione unas historias a las otras, pero no he sabido verlo. Lo cual no implica que mi destreza lectora sea torpe, sino que me fijo más en cada una de las partes que no en el todo, incurriendo de este modo en el riesgo de que un solo árbol me tape el bosque. Si acaso, cabría hablar de cuentos abiertos. Esto es, de cuentos que dan pie a que el lector pueda ir desplegando a partir de lo que explican historias que se expanden al albur de su propia imaginación, al contrario de los cuentos cerrados, que tras la última de sus palabras dejan clausurada la trama, redondos y sin fisuras.

El libro reúne 20 cuentos breves, algunos brevísimos. La otra vida es el título del primero que podemos leer al abrir el volumen. “Me tuve que morir para saber si me querían.” Primera oración impactante. El narrador está muerto. Nos explica las circunstancias de su fallecimiento. Luego constata que los que le rodearon e ignoraron en vida, su familia, prosiguen su existencia sin él, y más felices. Lejos de decepcionarle, el narrador extrae de ello una lección optimista que, ironías de la muerte, de nada le va a servir. Como dos gotas de agua recoge el instante en el que una gota cualquiera empieza a desprenderse de la desembocadura del grifo que la comunica con el exterior. Ignora que en pocos segundos, toda una vida para ella, acabará aplastada en la pila del fregadero. Antes de que eso ocurra, le da tiempo a ver cómo otra gota exacta empieza a asomar por la boca del mismo grifo. La visión justifica haber vivido el viaje hacia el ¡chof! último. Sangre de nuestra sangre plantea una situación absurda: la de una niña infeliz porque sus padres, al contrario que los de sus compañeras de colegio, no están separados. Eso la convierte en rara, y los padres, que lo han dado todo por ella en esta vida, deciden contentarla pese al amor que se tienen.

Estos tres cuentos, aparte de ser los que más me han gustado de los veinte agavillados, dan una imagen aproximada de lo que es el libro: un muestrario de la capacidad de Sergi Pàmies para ponerse en lugar de un muerto narrador, de una gota de agua a punto de estrellarse, de unos padres desconcertados; en el fondo, mordiscos a la realidad acerba. Leerlos nos inocula contra su acidez. Si somos capaces de no hacer muecas, es que ya no nos sorprende nada. O sí, que el vaso comunicante existe.