sábado, 28 de agosto de 2010

El mapa de la vida


Supongo que en otras literaturas sucede lo mismo que en la nuestra, que hay autores que se conocen, que resultan populares porque colaboran en periódicos, porque intervienen en tertulias televisivas o radiofónicas, porque su obra es de fácil acceso; y otros que trabajan silentes, que sin otro empeño que el de su propia escritura, de tarde en tarde publican una novela que, sin llegar a ser conocida por el gran público, es alabada por la crítica, comentada en conciliábulos de lectores un mínimo exigentes, y cuyo nombre uno no asocia a ningún rostro. Tal es el caso de Adolfo García Ortega, autor de El comprador de aniversarios, autor de El mapa de la vida, un relato del que me quedan una docena de páginas por leer, de esas obras que se podrían seguir leyendo sin fatiga porque su prosa es envolvente y va directa al tuétano de las cosas y de los personajes, porque es una obra estandarte de determinados miedos o anhelos comunes de una población que, sin saberlo, necesita que alguien los exprese o bien por la palabra, o a través de imágenes, o con música; y García Ortega lo hace: dejar constancia de nuestro presente de un modo que resulta poco común entre los narradores contemporáneos, abordando un hecho que ha marcado nuestra historia (la de una ciudad, Madrid, presente como escenario pero también como personaje), el del atentado del 11 de mayo en los trenes de cercanías que arrasaron con la vida de varias docenas de personas.

El propósito de García Ortega, con todo, es más ambicioso que eso y nada fácil de explicar. Tres son los personajes centrales, vórtices alrededor de los cuales giran sucesos y personas vinculadas a ellos de algún modo, ya sean inmediatas o separadas en el espacio y en el tiempo: caso del pintor medieval Fra Angelico o de Giotto, caso de un preso en Guantánamo, caso de los hijos de Ada o la exmujer de Gabriel. Tres personajes, dos víctimas de los atentados, ya mencionados (a Ada la deflagración le sajó un pecho, a Gabriel prácticamente le destrozó una pierna), y Sayyid, un médico egipcio emigrante en España cuyas circunstancias le han ido acercando a los postulados más agresivos de una religión en la que no acaba de creer del todo, conforman un tríptico de experiencias, de perspectivas, hilos de los que el autor tira para hablarnos de la pobreza y del odio al infiel, del amor pasional, de amputaciones y besos, del miedo a la muerte y de ángeles. La mención a los ángeles es constante durante la lectura. Gabriel, como el joven ataviado con alas y de mirada amorosa de La Anunciación de Fra Angelico que se encuentra en El Prado y que a él le fascina, que le produce las mismas visiones que al pintor cuando lo estaba haciendo (la de una joven María amante de un muchacho hermoso que cada año acude a yacer con ella en secreto hasta su muerte), se considera un ángel, un superviviente, una anomalía en el devenir humano como anómalos son los mendigos, los emigrantes que duermen en los parques, que se ocultan en edificios abandonados, los terroristas que aguardan la orden de colocar una nueva bomba diluidos en la población... Ángeles son aquellos que vuelven a nacer, aquellos a los que la vida da una nueva oportunidad para despojarse de su pasado y volar cielos distintos, pero también los que siembran el caos.

García Ortega se enfrenta a un argumento complejísimo, a una maquinaria narrativa de altura de la que uno no puede por más que decir que contiene la esencia de nuestro tiempo pura, sin aditamentos ni conservantes, a flor de texto, como la fotografía hiperrealista de un rostro. Viajeros en aquellos trenes fatídicos, Gabriel y Ada renacen el mismo día en que casi doscientas personas murieron a manos de la sinrazón. Nada va a ser igual para ellos desde ese mismo instante en que ven morir a sus compañeros de asiento y de vagón, en que todo a su alrededor se descompone, es hecho añicos. El azar alcanzará a unirlos en una relación que se alarga varios meses durante los que van a descubrir su capacidad intrínseca para poder observar que cuanto les rodea es digno de admiración, pero también de temor. Un temor a que las escenas se repitan exactas a como se sucedieron durante y después del atentado. Su convencimiento de que nuevos terroristas preparan nuevas acciones se ve confirmada cuando en Londres las bombas cercenan la vida de medio centenar de ciudadanos. La vida es un acaso, un bosque frondoso en el que es necesario trazarse un mapa. Tal vez los ángeles sean los únicos que puedan guiarnos con bien a través de las adversidades, del dolor, del miedo profundo a todo lo que sea imprevisto. Puede que los ángeles seamos nosotros mismos, que ignoramos hasta qué punto somos capaces de trazarnos un camino que nos conduzca a la felicidad. Pero no hay que olvidar que los ángeles, básicamente, se dividen en dos clases: los que nos aconsejan bien y aquellos otros cuya perversidad va encaminada a provocar el mayor daño, hacia nosotros mismos y hacia los demás…

No sé si estos párrafos a vuelapluma, pero entusiastas, dan una ligera idea de qué va este El mapa de la vida. Supongo que no, porque, de tener mayores conocimientos, podría ser que me animara a escribir una auténtica tesis de iguales dimensiones que la novela, y no es el caso. Como lector, es mi obligación aconsejar a otros lectores que la lean. A lo largo de estas entradas he ido hablando de muchas otras obras y autores. Son pocas las que no me han gustado. El resto es buena literatura, en ocasiones excelente e imprescindible literatura. Con Adolfo García Ortega nos hallamos ante literatura necesaria, de esa que nos hace ser distintos a como éramos antes de iniciar su lectura, como distintos son Ada y Gabriel, Sayyid y Fra Angelico tras sus experiencias extremas, físicas y espirituales.

Una novela impactante que constituye un hermoso canto a la vida, se nos dice en la contraportada.

domingo, 15 de agosto de 2010

La paciencia de la araña


En estos días de vacaciones, de ciudad en ciudad por las carreteras peninsulares, durmiendo en hoteles acogedores donde caer rendido tras las visitas de rigor a catedrales, cafeterías y barrios de belleza admirable, tenía dos opciones a la hora de escoger lectura (si era leer lo que me apetecía antes de dormir a pierna suelta, siendo la alternativa contraria dejarse deslizar sin más preámbulos por los toboganes del sueño): una novela policiaca de Andrea Camilleri, o bien un novelón de Saramago titulado Historia del cerco de Lisboa. Mi propósito primero era hincar el diente a esta maravilla, pero cada vez que lo intentaba o miraba sus páginas amazacotadas de letras, sin un punto y aparte, sin un guión que introduzca las intervenciones de los personajes, me entraba tal pereza que cerraba el libro y escogía dormir. La necesidad de leer, sin embargo, acaba imponiéndose, e inicié La paciencia de la araña, historia protagonizada por Salvo Montalvano, policía de Vigàta, en Sicilia, octava entrega de la serie ideada por Camilleri, primera que leo de este autor. La novela aborda un caso de secuestro, el de una muchacha, Susana Mistretta, hija de un empresario venido a menos, por cuya liberación sus captores piden una suma imposible de pagar si no es que colabora un tío suyo, que sí posee esa suma. En la obra, claro está, no importa tanto el secuestro como lo que se oculta tras las razones del mismo. La pericia de Montalvano le llevará a descubrir secretos familiares, motivos mezquinos, la urdimbre de una telaraña fabricada a lo largo de mucho tiempo, pensada para una única y preciada víctima. Al mismo tiempo, el lector irá conociendo a este personaje herido física y emocionalmente, que mantiene una relación al parecer seria con Livia, su novia que vive y trabaja en Génova y que ha pasado con él unas semanas mientras se recupera de un disparo en el hombro. Ésto impide a Montalvano incorporarse a su comisaría de manera oficial, pero no colaborar en el caso a petición de sus jefes. Poco sé de Andrea Camilleri. Sí que es un escritor que se dio a conocer en su madurez gracias a este personaje, que conoce bien la isla en la que sitúa sus novelas (algunas de ellas de género histórico), y que ha creado un policía a la altura de otros tantos que tachonan la literatura policíaca europea de los últimos lustros: perfectamente verosímiles y angustiosamente humanos. Aquí, la conciencia de estar haciéndose mayor, la convicción de que la justicia no siempre acierta en sus veredictos, llevan a Montalvano a no condenar los actos delictivos que va conociendo durante el periplo de sus pesquisas y a ceder, finalmente, ante lo que considera un ajuste de cuentas calibrado, consecuente con el mal padecido, irreversible. Una novela, pues, que va más allá de la mera resolución de un caso, que nos descubre pesares que anidan en el alma de las gentes y en la tierra en la que habitan, una Sicilia de sentimientos extremos, malos y buenos.

lunes, 2 de agosto de 2010

Tiempo de vida


Tiempo de vida no es una novela, pero puede leerse como tal. La escribe Marcos Giralt Torrente, hijo de Juan Giralt, pintor madrileño ubicado en una corriente abstracta que lo ha hecho uno de los pintores mejor considerados por la crítica de estos últimos lustros. La relación entre ambos no fue buena. Juan abandonó a su mujer y a su hijo y no se responsabilizó demasiado en la educación del mismo. Se vieron a lo largo de los años, pero la relación no fue ni lo buena ni lo cordial que Marcos hubiese deseado, entre otras razones porque Marcos no se preguntó nunca ni quiso entender qué pudo motivar el distanciamiento del padre. Este libro es una respuesta, es un intento de aproximación a las causas. Lo escribe, o empieza a escribirlo, poco después de la muerte del padre. Un cáncer lo irá carcomiendo lentamente durante dos años agónicos. Será durante este periodo de tiempo cuando ambos van a estar más juntos, cuando el trato se vuelve íntimo y no habrá más persona en que apoyarse sino uno en el otro. La enfermedad los va a unir, pero también, al final, va a separarlos definitivamente. La serenidad con que Marcos Giralt acomete la escritura de esta comprensión dolorosa me ha emocionado. Pienso en mi propio padre, pienso en cuántas cosas nos separan y en cuántas nos unen, y comprendo que pesan más estas últimas que las primeras. Por mucho que la vida haya propiciado conductas incomprensibles, si la voluntad es llegar al tuétano de las mismas las brumas desaparecen y empezamos a entender que no hay un blanco y un negro contrapuestos, hay infinitos matices, y es de uno de ellos del que debemos tirar para extraer la sustancia que nos aporte paz y nos permita la indulgencia. Imagino que no es fácil abordar sin pudor un asunto que concierne a pocos, pero que sabemos es universal en tanto en cuanto todo padre comete errores a ojos de su vástago, por mucho que se esfuerce en conservar la imagen primera, la de hombre alto y fuerte que se enfrenta al dragón de las pesadillas. E imagino que el resultado final, de una gran sencillez expositiva, es el fruto de un esfuerzo titánico por no dejarse llevar, por tener uncidas las emociones a un propósito sereno: ajustar las cuentas consigo mismo y asumir los errores cometidos, tanto los suyos como los ajenos, como parte de esta condición humana que nos hace sublimes pero también míseros. El libro es la crónica de un amor entre dos seres que se saben dignos el uno del otro, pero que nunca han sabido decírselo salvo al final. Sólo por ello ya vale la pena leerlo. Y también porque, sin ser novela, es un ejercicio literario de lo más ambicioso y conmovedor.

Página 2 (11/05/10): Marcos Giralt Torrente