jueves, 17 de febrero de 2011

La carretera


Leí La carretera hace un par de años, y he regresado a ella acuciado por una necesidad extraña, como si con aquel primer acercamiento no hubiera tenido bastante para apreciar, en mi humilde opinión, esta maravilla de la literatura contemporánea escrita por uno de esos autores que no se dejan ver demasiado pero que legará a las generaciones futuras una colección de novelas impresionantes, cinceladas sobre una verdad que conmueve y maravilla. Porque La carretera, por encima de cualquier otra consideración, es ante todo una novela que conmueve hasta el mismo tuétano. En un mundo devastado por no se sabe qué causa, cubierto todo él por una capa de ceniza que cubre campos arrasados por el fuego, bajo un cielo encapotado que no deja pasar un solo rayo de luz, un hombre y su hijo caminan procurando no apartarse demasiado de una carretera interestatal camino de donde el padre cree que hallarán cobijo, en una región donde el frío no sea tanto, allá en el sur. Para guiarse llevan un mapa hecho pedazos. Sus pertenencias las arrastran consigo metidas en un carro de la compra. Están sucios, visten ropas harapientas, los pies los protegen del frío con trozos de tela que se atan cubiertas con plástico, apenas si tienen comida, se esconden y temen ser encontrados. El miedo gobierna sus días. Un miedo que al padre apenas si le permite dormir y que el niño no acaba de comprender. La humanidad, como si hubiese comprendido que cientos de años de civilización no han servido de mucho ante la vastedad de la tragedia que acaban de sufrir, y que no han podido o sabido evitar, parece haberse entregado a la degradación paulatina de lo que los distinguió como especie.
El niño, en su simplicidad demoledora, divide a quienes atisba de vez en cuando, a aquellos de los que encuentran huellas en casas derruidas o en la profundidad de los bosques, en buenos y malos, siendo los malos gentes degradadas al extremo de comportarse tal que animales depredadores, una suerte de lobos que atrapan y devoran a sus iguales. Padre e hijo pertenecen al bando de los buenos. Ellos no comen a sus semejantes, ellos no persiguen a los más débiles. Se limitan a sobrevivir en noches de negrura absoluta, a lo largo de jornadas interminables en las que el frío y la lluvia los castigan inclementes. El hambre es otra de las plagas que los hace sufrir. No hay nada que llevarse a la boca excepto los restos que van encontrando, conservas en lata que nadie ha logrado ver ocultas bajo tierra, en una especie de búnker, o en armarios mirados y remirados mil veces, pero en los que no es raro hallar un bote de alubias comestibles aún.
Es en este panorama descorazonador, en este mundo inhumano en el que la muerte puede llegar a aceptarse como una liberación, donde este hombre y su hijo viven una historia de amor desgarradora, una de esas relaciones que pienso quedarán esculpidas en mi memoria hasta el final. Quien sea padre experimentará un dolor intenso, una penuria que se ajusta a la que sufren los personajes, pues será inevitable que se pregunte qué haría en circunstancias iguales a las que padre e hijo sobrellevan mal que bien. Las escenas entre ambos se suceden con una naturalidad emocionante. Sus diálogos, no por concisos menos desgarradores, resultan asimismo memorables, y cuando se nos cuenta que el padre deja al niño para buscar alimento o cerciorarse de que no corren peligro, la angustia de que le suceda algo el lector la vive como propia.
No me es sencillo hablar de esta novela, de este autor al que admiro, porque creo que cualquier cosa que diga más sobre ella será mero adobo. Sólo invitar a quienes no conozcan a Cormac McCarthy , que lo descubran. Que empiecen, tal vez, con su Trilogía de la frontera, o con Meridiano de sangre, donde aparece uno de los malvados peores de la literatura. La carretera, para el final. Una novela que, pese a su tamaño muy inferior a las otras, no desmerece al resto en absoluto. Al contrario, considero que engrandece aún más a este autor indispensable, del que Javier Marías dijo, si no me equivoco, que si alguien realmente merece el premio Nobel de literatura no es otro que Cormac McCarthy.

lunes, 14 de febrero de 2011

El horizonte


Patrick Modiano hace una literatura distinta y El horizonte, novela publicada hace pocos meses por Anagrama, es una buena muestra. Lo que se nos cuenta en ella sucede en una nebulosa extraña, como si el tiempo no fuese la medida adecuada para calibrar los acontecimientos narrados y sus personajes, Jean Bosmans, Margaret Le Coz, Boyaval, no fuesen sino entes incorpóreos, fantasmas que se mueven en una realidad apenas física. Jean Bosmans recuerda, cuarenta años después, cómo conoció a Margaret durante una manifestación estudiantil. Y la recuerda al tiempo que transita las mismas calles de un París que no es el mismo de entonces. En cierto momento, recién acabada la lectura de una novela de ciencia-ficción, Bosmans piensa en la posibilidad de tal vez estar compartiendo espacio con personas que fueron y no son ya la misma, con él a sus veinte años, unos y otros moviéndose por pasadizos paralelos, mirándose unos a otros, pero sin que sea posible la comunicación. La duda de que sea así abre un horizonte de expectativas para este hombre de cuyo pasado va rememorando breves pasajes vinculados a su relación con una joven esquiva, Margaret, aya en casas en las que se siente protegida pero no siempre segura. De su pasado surge una figura inquietante, que la aterroriza, de la que el lector no sabe sino aquello que Margaret siente, nunca la verdad exacta. Boyaval la sigue, está obsesionado con ella. ¿Se trata realmente de un pervertido?, o, por el contrario, ¿es un individuo que no halla otro modo de comunicarse que no sea su agresividad contenida y muda? Todo sucede ambiguamente. Lejos de aturdir al lector, este modo de narrar lo va envolviendo, lo sitúa en una posición también ambigua y le imposibilita juzgar. Bosmans también tiene quien lo persigue. Una mujer de pelo rojo y un hombre que colgó los hábitos. ¿Sus padres? Es muy posible, pero nunca los menciona como tales. Tampoco se nos aclara que lo que se nos cuenta sea una historia de amor. Y sin embargo, cuando llegamos a su última página, no podemos dejar de pensar que lo sea. Una historia extraña, fascinante en la medida en que parecemos flotar sobre esta ciudad desdibujada, sobre unos personajes salidos de una niebla hecha de experiencia y años pasados.

martes, 8 de febrero de 2011

El candelabro enterrado


Setefan Zweig, al que he dedicado, con ésta, tres entradas en poco tiempo, sigue deparándome sorpresas y satisfacciones a partes iguales. La presente novela se distancia de las dos anteriores en cuanto a la temática y al marco en el que sitúa la acción. Nos hallamos en el año 455, en Roma, cuando los bárbaros hacen una de sus incursiones a la capital del Imperio, otra más después de que Alarico haya arrasado la ciudad, y saquean templos y casas particulares, arramblando con todo aquello que consideran de valor. Entre los objetos más preciados se encuentra el candelabro del título, que no es otro que la menorá, el candelabro de siete brazos símbolo de los judíos que, robado a su vez por los romanos del Templo de Salomón, se hallaba hasta ahora en posesión del emperador Máximo. La comunidad judía, al enterarse de lo sucedido, reacciona sin saber muy bien qué hacer, viendo cómo su objeto más preciado les es arrebatado de nuevo, aun a pesar de que no es materialmente suyo. El consejo de ancianos, sin embardo, decide seguir a las hordas vándalas en retirada hacia el puerto de Roma. Uno de ellos, a fin de que sea testigo de lo que van a hacer en defensa de su símbolo, despierta a su nieto de siete años y lo lleva consigo. Los viejos y el niño caminan durante toda la noche hasta llegar al mar, ya de mañana, y contemplan impotentes cómo la menorá es arrastrada por el barro y luego cargada en el barco sin ninguna contemplación. Será el niño, luego de que el anciano más sabio le haya estado instruyendo sobre la importancia del candelabro para el pueblo judío, el elegido por Dios, quien intente arrebatarlo inútilmente de manos del esclavo que lo carga a su espalda. La consecuencia de tal atrevimiento es que el niño se rompa el brazo, quedándole para siempre inservible, recuerdo doloroso de lo que sucedió aquella noche. La novela, pues, recoge un episodio crucial para la historia de occidente, pero sobre todo para la historia de los judíos, que, conforme se suceden los años, advierten que Dios, tal vez de modo inmerecido, los somete a pruebas que van más allá de su comprensión. Benjamín, que es el nombre del niño, y más tarde anciano patriarca, testigo único de aquel acontecimiento infausto, arrastrará toda su existencia con ese peso, obligado, a cuantos quieren conocer la historia, a contar lo ocurrido una vez y otra; una obligación que va más allá de la memoria y la palabra, que se extiende a la acción en el momento en el que la comunidad, después de tantos años, se entera de que el candelabro ha sido quitado a los bárbaros, que lo tenían en Cartago, y se halla ahora en Bizancio en manos de Justiniano, el Emperador.
La historia que nos cuenta Zweig centra su atención al cabo en el personaje central, Benjamín, y nos detalla, con la minuciosidad con que lo hace en sus otras novelas, el padecimiento de este hombre escogido, no se sabe bien por quién, si por Dios o los hombres, para preservar un objeto escurridizo. En cierto momento, para él, que es un anciano sin apenas fuerzas, cansado de que sea visto como una suerte de embajador, esta carga que sostiene se le antoja una condena. Pese a ello, hará lo imposible por llevar a cabo lo que le fue encargado desde tan pequeño, aun a riesgo de perder la vida y la fe en ello. Lo cierto es que leyendo este libro uno acaba obteniendo una información impagable del alma y del pueblo judíos, y entiende ciertas actitudes observadas en otras novelas que los tienen como protagonistas, ya sea para ensalzarlos o criticarlos. El candelabro enterrado se sitúa, así, en esa tradición tan enriquecedora, en la literatura de occidente, de los escritores de origen hebreo que a lo largo del siglo XX fueron dejando constancia de sus impresiones sobre la religión que les tocó en suerte. Zweig, este acercamiento lo hace de una manera diría que respetuosa, pero con un transfondo crítico a través de esa figura impresionante, la del viejo Benjamín esforzado por lograr lo que todos esperan de él, que la menorá regrese al sitio de donde fue robada hace cientos de años, a un Templo levantado de nuevo sobre una tierra que consideran sagrada. Porque una vez conseguido ésto, la propia inercia que implica una fe reforzada hará que el pueblo diseminado por el mundo regrese al hogar en torno al candelabro sagrado que da título a la historia. Pero no siempre, según sabemos, los augurios se cumplen.