martes, 28 de julio de 2009

Campo de amapolas blancas


Hace unos días me propuse leer tres novelas cortas de autores en castellano, muy distintos en cuanto a estilo y pretensiones, pero los tres importantes dentro de lo que se conoce como narrativa contemporánea. Las tres novelas me han satisfecho enormemente, cada una de modo distinto, pero ninguna tanto como la presente: Campo de amapolas blancas, de Gonzalo Hidalgo Bayal, del que ya existe otra entrada en este blog. El título, sumamente evocador, hace referencia a algo muy presente en la novela: a la búsqueda infructuosa de la felicidad por parte de un personaje al que el narrador se limita a llamar H.


H lo intentará sobre todo a través del arte (cultivando la poesía o la pintura), yendo a París a empaparse del espíritu del 68, consumiendo drogas o huyendo de ninguna parte hacia la nada. Considero, sin embargo, que uno de los mayores logros de esta obra es la voz narrativa, consciente de las limitaciones de la memoria, nada comprensiva con aquellos otros autores que, al abordar su biografía, son capaces de reproducir gestos, instantes precisos, palabras oídas cuarenta o cincuenta años atrás. Aquí la palabra se construye al albur de un sentimiento de fragilidad por todo lo pasado, y cuanto se narra se apoya sobre los cimientos endebles del recuerdo. Pese a ello, la novela se sostiene lúcida y emotiva, sobre un marco muy claro, el de la España de finales de los sesenta, y los personajes, fundamental el del padre, que asoma como un fantasma en el segundo capítulo, no necesitan la consistencia de lo físico para ser poderosos en cuanto tales.


Con todo, debo admitir que la historia me ha calado especialmente porque conozco a alguien que, igual que H, toda su vida ha buscado ese campo de amapolas blancas en cuyas hojas, según cuenta uno de los personajes, se halla “el mejor estímulo del espíritu”, ya que contienen “la esencia del paraíso, su síntesis primordial”, y aún lo sigue haciendo.

sábado, 25 de julio de 2009

Ninguna necesidad


Julián Rodríguez cuenta de soslayo, no abarca directamente lo que narra porque, desde su radicalidad literaria, pretende que sea el propio lector quien rellene los huecos, los silencios. Las pistas están ahí. Lo que dice lo dice de tal forma, que lo que deja de decir no es necesario que lo explique: el lector tiene datos suficientes como para, por sí mismo, establecer relaciones de causa y efecto, o recomponer un pasado del que solo se le dan pinceladas. La narrativa de Julián Rodríguez está hecha así, a pinceladas certeras. Sus novelas, breves, muy breves, son como esos cuadros en los que el conjunto de la composición oculta los elementos que la conforman. Julián Rodríguez nos ofrece el conjunto, el lector debe acercarse al cuadro.

Ninguna necesidad, contada en tercera persona, sigue a un personaje en un viaje a Portugal a lo largo de siete días. En esos días recorre algunos de los lugares en los que estuvo hace años mientras un amigo suyo, el Muerto, agoniza en la cama de un hospital. El amigo pertenece a uno de los dos mundos irreconciliables en los que se ha desarrollado su vida: el pueblo de su juventud y su infancia, a este lado de la frontera, y aquel otro a orillas del Atlántico, en Portugal. La familia Mirpuri, cuyo patriarca tiene origen paquistaní, reside en Lisboa y es propietaria de una empresa de aviación y de un complejo residencial. Sílvia Mirpuri es la hija menor. El amor entre ella y el protagonista se nos refiere de un modo indirecto, pero el lector es capaz de recrearlo pasional, y al mismo tiempo interpretarlo como una ocasión única para acceder a ese otro mundo en el que se le propone hacer de guía a los empresarios españoles que viajan en los aviones de la familia. El noviazgo con la menor de los Mirpuri, sin embargo, se le consiente “para que le enseñara (…) lo que era la vida. Para que se le quitaran las ganas de tíos como yo.”

El rencor persiste pasados los años. La pretensión del viaje en coche acaso sea reconciliar de algún modo esos dos mundos: el que muere y el que persiste.

El que muere Julián Rodríguez lo recrea a través de imágenes como la siguiente: “Su madre había abierto una botella de Mirinda para él y para el Muerto. Luego había sacado dos vasos del mueble de la cocina: el líquido iluminó la cocina, las cortinas de tela portuguesa (vivían en la frontera) parecieron menos feas. El sol era naranja como la bebida y estaba encerrado fuera y se deshinchaba en la tarde de julio.” El que persiste es un escenario en el que Sílvia sigue existiendo, Troia Resort también, y donde el protagonista se sabe ajeno, un español mal visto, un sujeto desubicado que ha prometido ordenar las miles de fotos que su amigo el Muerto ha dejado guardadas en cajas de zapatos: primeros planos de chicas en bikini (pechos, culos), en la piscina municipal del pueblo. Hombre al que no le interesaron las mujeres y gustaba comer de niño la carne de los lagartos: moribundo y rural.

J. Ernesto Ayala-Dip dice de Julián Rodríguez lo siguiente en el suplemento Babelia de El País del 25/06/06: me gustaría situar a Julián Rodríguez en el contexto de la literatura española que se hace últimamente. No se trata de identificarlo con un autor o una escuela determinada (aunque a nadie que siga su trayectoria, se le escapará sus querencias por Beckett, Pavese o neorrealistas italianos de gran prestigio como Vasco Pratolini). Refiriéndose a los pintores de su tiempo, Baudelaire escribió que cada vez lo hacían mejor, pero que desgraciadamente no aportaban ninguna idea. Con la narrativa española uno tiene una parecida sensación. Que cada vez lo hacen mejor, pero ideas, lo que se dice ideas, inventiva formal o compositiva, imaginación estilística, muy pocas. Precisamente Pavese, en un epistolario (el mismo del que Julián Rodríguez extrajo un fragmento de carta para incluirlo en Ninguna necesidad) dice que mientras los escritores norteamericanos aportaban con sus novelas nuevas ideas, los europeos apenas lograban ser originales. Yo tengo la impresión que novelas como Ninguna necesidad colaboran a aclarar las ideas sobre cómo puede sobrevivir la novela en nuestro tiempo. Probablemente mucho más interesante que preguntarnos cómo podrán sobrevivir los novelistas.

martes, 21 de julio de 2009

Historia de una mujer que caminó por la vida con zapatos de diseñador


Nora García, personaje al que Margo Glantz dota de carnalidad autobiográfica, es mujer condenada a hacer uso inevitablemente de las palabras, y a dejar con ellas constancia de sus pasiones y sus fracasos. Su mayor deseo: calzar algún día unos zapatos diseñados por Ferragamo, el más grande diseñador de zapatos, amén de fascista, pobre en su infancia como la propia Nora García. Su cultura, la de Nora, es extensa. Su vida se desarrolla entre México, Londres y París, recopilando experiencias que llevar al papel, por anodinas o desagradables que sean. Por lo que Margo Glantz logra una obra heterogénea en la que Nora se lamenta de la poca suerte que ha tenido con sus perros: muertos o desaparecidos, agresivos o lastimeramente enamorados; de su condición de extranjera en Londres, y por ello mismo, o acaso porque es fumadora, destinada a viajar en la parte trasera de los autobuses de dos plantas, donde huele a tabaco rancio, o en metro, obsesionada con la estación de King’s Croos, donde “huele siempre a orines de saxofonistas, de diplomáticos, de árabes, de niñas lindas, de violadores, de incendiarios, de vagabundos, de neuróticos y alcohólicos anónimos que van al trabajo o se dirigen al pub de la esquina…” ; de su mala suerte mientras se somete a una mamografía en la que sus senos son aplastados, manoseados, maltratados, y se imagina sin uno de ellos, o sin los dos… ¿Qué le queda a Nora García donde aferrarse? El lenguaje, las palabras, su querencia por querer expresar fiel aquello que le sucede y ha sucedido, sus necesidades y descalabros en una vida que no siempre se deja asir porque el lenguaje tampoco es perfecto. Con todo, si de algo debe preciarse esta novela, es de su lenguaje medido como horma.

martes, 14 de julio de 2009

Anatomía de un instante








Durante la lectura

Estoy dedicado estos días a la tarea de leer el último libro de Javier Cercas, un ensayo o novela con pretensiones de ensayo o libro de historia que pretende ser novela, no sé, en todo caso es un libro que actúa como una de esas polvaredas que se levantan en ciertos paisajes y que no tardan en convertirse en pequeños huracanes que arrastran cuanto encuentran a su paso. Conmigo lo hace: me arrastra tras una prosa hechicera, refrescante, a horas en las que debería de bajar la temperatura de los termómetros; pero no, el calor y el bochorno, sean las cinco de la tarde, sean las tres de la madrugada, actúan insidiosos, perseverantes, te cubren la piel de una humedad que no hay modo de que desaparezca, ni con una ducha ni quedándote desnudo. Una solución podría ser instalar un aparato de aire acondicionado. Pero estoy en contra de las lecturas que se forjan en escenarios postizos, porque de un modo u otro la acaban contaminando hasta hacerla también espúrea.


Tras la lectura

Termino el libro Anatomía de un instante a las diez de la mañana de un día nublado. No hace hoy el calor de estos días atrás. Decido ponerme a escribir inmediatamente después de finalizada la lectura. Tengo el libro a mi lado. Un volumen grueso, de contenido amazacotado, en cuya portada aparece una foto borrosa, o parte de un fotograma borroso, en el que se ve a un grupo de guardias civiles en uno de los pasillos que dan entrada al interior del Congreso de los Diputados; entre ellos hay un civil, o al menos una persona vestida de civil, pero que es militar: el general Gutiérrez Mellado; luego están los escaños, vacíos salvo uno (aparentemente vacíos porque sus ocupantes están agachados, ocultos tras el respaldo de los asientos que tienen delante), en el que una figura hierática mira hacia donde se encuentran los guardias: se trata del Presidente del Gobierno, o mejor, se trata del hombre que ha dimitido como Presidente del Gobierno y que asiste al nombramiento del nuevo: Adolfo Calvo Sotelo. Esta foto, o este fotograma, retrata un instante, y tal instante suma, junto a muchos otros a lo largo de varias horas, lo que se conoce como el golpe de estado del 23-F. Javier Cercas se ha propuesto, o acaso impuesto, realizar una anatomía de ese instante. Y lo consigue por medio de un modo narrativo que no es el de la novela, que tampoco es propiamente el de un libro de historia ni el del ensayo puro y duro, pero que combina técnicas de todos ellos con una solvencia que deslumbra.

Del 23-F se ha hablado profusamente a lo largo de todos estos años. Cercas pretende entenderlo a partir de las personas que de un modo u otro están presentes en ese instante recogido en la portada, aunque la cámara sólo alcanza a retratar a dos de ellas. Una tercera se encuentra al otro lado del hemiciclo, en el izquierdo, es Santiago Carrillo. A cada una de estas personas Javier Cercas dedica un espacio en su libro destinado a comprender qué los impulsó a quedarse inmóviles, desobedientes, y en algún caso beligerantes, ante la entrada de los Guardias Civiles comandados por Tejero. Los tres son exponentes de los modos tan distintos en que un español que hubiese vivido a lo largo de los cuarenta años de dictadura franquista podía enfrentarse a ella o ser parte intrínseca de ella, pero que, llegados a este punto de la historia, tienen una necesidad común: preservar la vida de una democracia recién instaurada en su país, amenazada por la decisión, no por alentada indirectamente menos temida, de un puñado de militares; vanguardia de lo que en pocos minutos puede convertirse en un golpe de estado legitimado por la anuencia del propio Rey.

Entre los que aguardan ese consentimiento se hallan tres personajes diametralmente opuestos a los ya mencionados: Alfonso Armada, Milans del Bosch y Antonio Tejero, los ejecutores del golpe, las personas que por distintos motivos deciden, esa tarde fría de un mes de febrero en Madrid, secuestrar a los representantes políticos de una ciudadanía que, una vez enterada de la gravedad de la situación, no reacciona como debiera. Y por encima de todos: el monarca; el heredero directo de un franquismo finiquitado pero que está presente aún en la vida social, en el ejército, en la política; el hombre del que se espera la respuesta más acertada y que, una vez tomada, será el que más beneficiado salga de todo este asunto, junto con la democracia que él, al lado de Suárez, al que propuso para asumir la ingrata tarea de acabar con la rémora de una posguerra que aún dura, ha ayudado a implantar.

He aquí el tuétano del libro. Lo que en él se recoge es mucho más, todo ello necesario, siendo así que el volumen, la obra, es un crisol en el que se ha vertido toda la información existente sobre el golpe. Para el Lector, que tenía 16 años ese día, gran parte de lo que en él se recoge lo asombra. El 23-F, como para tantos otros que lo vivieron, con mayor o menor intensidad, con mayor o menor conciencia de su gravedad, era la etiqueta enganchada a un día concreto de su historia, a un instante preciso de esa historia en el que llamaba a la puerta de un amigo mayor que él, tembloroso de miedo por lo que estaba oyendo en la radio: música militar; y era la imagen de un guardia civil con mostacho, gritando desde la tribuna de oradores “¡quieto todo el mundo!”. Ahora, ese número y esa letra que lo acompañan cobran un mayor sentido tras la anatomía que Javier Cercas ha hecho del día y el momento que evocan, los de la historia de un país.

domingo, 12 de julio de 2009

Un acto de lascivia


Un amigo le dijo que aquello era un acto de lascivia. Cuando buscó en el diccionario el significado del término, no lo tuvo tan claro. Propensión a los deleites carnales, halló que decía su primera acepción. Apetito inmoderado de algo, rezaba la segunda. Su gusto por lamerse las heridas no encajaba en ninguna de las definiciones. Buscó la entrada deleite. Placer sensual, leyó. ¿Era el suyo un placer sensual? En todo caso onanista. Cada vez que pasaba la lengua a lo largo de sus brazos era igual que masturbarse. Una masturbación muy sui géneris, pero masturbación al cabo. Había empezado a lamerse cuando le dejó Ana. Con ella había experimentado goces extremos. Sangre y sudor mutuos se habían mezclado. Ya lejos, cada vez que quería recordarla, no tenía más que acercar el dorso de sus manos a la nariz para recuperar su olor. Una fragancia densa le aceleraba el pulso. La llevaba enganchada a la piel. El jabón y el agua no habían logrado, en dos años, restar un mínimo de evocación a aquel perfume. Ana, amándole, había conseguido que se amara a sí mismo. Fueron almas gemelas, como suele decirse de manera cursi, pero acertada. Luego, con ella ausente, no sufrió como tras perder a Carmen, o a Lola, o a Encarna, pues de Ana le quedó buena parte de su esencia entre sus poros. Si pellizcaba su piel, un humor fragante se le destilaba igual que pus. Pasó su lengua. No pudo ya prescindir de él. A la menor ocasión, en cualquier lugar (ascensor, retrete, mesa de trabajo, ducha…) la necesidad le impelía a pasar su lengua por su piel desnuda (manos, brazos, vientre, muslos, empeine del pie…). Llámalo lascivia, onanismo, masturbación sin más, se decía; es Ana, me posee y la sudo, es parte consustancial de mis huesos, el anhídrido que exhalo, yo. Entenderlo llevó aparejada la necesidad de sajar para beber a Ana, lamerla. Acto de lascivia, dijo su compañero no sin repugnancia. Solo libo, acertó a pronunciar con los labios rojos de sangre. Cuando semanas después ese mismo amigo lo sorprendió mordiscando pequeños pedazos de sí mismo, dijo: autofagia; pero él ya no tuvo fuerzas para consultar el diccionario.

domingo, 5 de julio de 2009

El baúl de la tía Berta




El Lector quiere garantías de que aquello que va a leer vale la pena el esfuerzo y el gasto. Un consejo fiable, una crítica en un suplemento cultural, el respaldo de un autor conocido y admirado, consiguen vencer su recelo y al cabo lee una obra recién editada, de autor novel o ignorado, que puede hallar fácilmente en la librería o en la biblioteca de su ciudad. En el caso de aventurarse sin ese respaldo en la lectura de un libro de cuyo autor lo desconoce todo, que no está en las librerías convencionales, y que, para colmo, le es ofrecido gratuitamente a través de Internet, un medio del que no se fía demasiado, el Lector, lo admite, actúa con desconfianza, como si se adentrase en un territorio ignoto habitado por seres de costumbres distintas, de los que, sin saber por qué, piensa no cabe esperar otra cosa que un trato hostil.

Cuando empecé a leer El baúl de la tía Berta lo hice armado de los prejuicios que acarrea no tener ninguna referencia previa en la que apoyarme. Sin embargo, en cuanto conseguí engancharme al hilo de la historia, comprendí que su lectura podía ser igual de grata que cualquiera de las otras lecturas que he ido haciendo a lo largo de los años, y que lo mejor que podía hacer era dejarme llevar por una prosa trabajada en su sencillez, por una historia cimentada sobre el mismo suelo donde descansan las columnas en las que se sostienen los cuentos. Porque El baúl de la tía Berta es un cuento de casi cuatrocientas páginas en el que los ingredientes que sazonan los argumentos de los tradicionales están presentes de un modo u otro: el amor apasionado, el desamor orgulloso, la niña cenicienta que recibe el orpobio de su familia, la bruja que desprecia cuanto ignora, ungüentos para conseguir que el amado resucite, fantasmas que se manifiestan de un modo original… Todo ello en una atmósfera luminosa, vital, donde los personajes se esfuerzan por ser felices, aunque para ello tengan que soportar duras pruebas que los harán más fuertes y más sabios de lo que eran.

Lo más llamativo para mí, sin embargo, son los espacios en los que se desarrolla el cuento. Esos espacios son dos, básicamente, uno que se halla a este lado del espejo, y el que se encuentra detrás de él. El espejo está en la casa de la tía Berta. A este lado de él hay, a su vez, otros dos espacios: el de la casa de Ana, donde es cenicienta; y el de la casa y el pueblo donde vive su tía Berta, con la que acaba pasando el verano de sus catorce años por mera casualidad. El contraste entre ambos es mayúsculo y a la vez simple, porque tal contraste se basa en la carencia de amor en el primero, y en la abundancia del mismo en el segundo. El espacio al otro lado del espejo también puede ser compartimentado en dos: el desván, en el que tanto Berta, como Javier, como más tarde Ana, se refugian por distintos motivos; y el que se halla en los cuentos escritos por Javier y también por Ana, un lugar en lo que lo maravilloso, el horror, el amor desbocado, la soledad, hallan su patria común, y logran que el mundo no sea un escenario tan desabrido como a Ana pueda llegarle a parecer.

Lectura, pues, aconsejable. Destinatarios: lectores de todas las edades, en especial jóvenes, de 14 a 99 años, como se aconseja en algunos otros libros; de los que, no se sabe por qué causa misteriosa o maléfica o simplemente torcida, están en las librerías, y éste no.