jueves, 19 de mayo de 2011

Santos que yo te pinte


Algunas de las obras de Julián Rodríguez requieren en ocasiones dejarlas madurar tras haber sido leídas, y que ellas, por sí mismas, se vayan componiendo en nuestra mente, porque si algo las caracteriza es la impresión por parte del lector de que se le ocultan datos importantes para la correcta interpretación del texto. Y no es que los narradores de estas historias pretendan privarnos de según qué hechos, ocurre que las palabras que leemos los recogen por medio del sobreentendido o la elipsis, y exigen del lector un esfuerzo añadido al de la simple interpretación literal de lo que se nos cuenta. Son subterfugios, recursos que pone a nuestra disposición la lengua para que aquello que contamos resulte más ambiguo o misterioso, o simplemente más atractivo para el receptor. Santos que yo te pinte es el título de un relato breve recogido en un volumen editado por errata naturae en su colección La mujer cíclope. (Nombres todos ellos que sugieren una literatura que se aparta de la habitual en el mercado.) La historia, debo admitirlo, me ha confundido; de ahí que opine que tendrán que pasar días hasta que se consolide en mi cabeza, como ya me ha ocurrido con alguna otra de Julián Rodríguez. No he querido esperar, sin embargo, a que ello suceda, y he preferido recoger la impresión primera, la inmedata al cierre del libro. En una nota del autor, supongo que consciente de la dificultad de su obra, pretende dar una idea al lector de cómo debe desenmarañar el hilo, y es por ello que habla de parodia de géneros, pues nos da a entender que sobre la misma gravita la influencia de textos de carácter místico o espiritual. Pero, ¿de qué nos habla? Un hombre regresa al pueblo donde nació tras haber permanecido ausente durante años. El hombre ha sido marino en un barco portacontenedores. Durante el tiempo que ha estado en alta mar han sido muchas las ocasiones en que ha recordado a la mujer que amó. El recuerdo es una manera de unión. El recuerdo nos permite recuperar a la persona perdida, comunicarnos de nuevo con quien alguna vez compartió cama y desayuno, conversaciones y cenas. También se puede recuperar la infancia. Las imágenes las conservamos grabadas. Basta que logremos insuflarles vida para que el olor, las palabras de otro tiempo, vuelvan si no exactos, sí evocadores de sentimientos no siempre gratos; no en balde la causa de esta ausencia fue ella, la amada, quien la produjo. Hay rabia en este monólogo enfermizo, deslavazado, con el que el narrador procurar evitar la grandilocuencia y hablar de cuanto le ha sucedido en el pasado, en el presente, en este instante mismo en que se halla confesándose y dice que la ha buscado, no ha podido evitarlo, la ha buscado sin poder hallarla... Pero, ¿y si me estoy equivocando? ¿Y si esto que digo no es así? Tendré que esperar, tal vez releer este puñado de páginas; eso sí, como dice el narrador, ni pomposas ni altisonantes.
Su título proviene de una canción de Los Planetas, de su estribillo que dice: Santos que yo te pinte, demonios se tienen que volver.

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