Asesinos sin rostro es la primera de las novelas que conforman la serie protagonizada por el comisario de policía Kurt Wallander, el personaje creado por Henning Mankell. Cronológicamente se situaría, pues, antes que Los perros de Riga, que sería la segunda. En ésta el comisario acaba de separarse de su mujer, su padre presenta síntomas de demencia senil, y su hija, con la que mantiene una relación difícil, aparece y desaparece sin que él pueda regir de algún modo su destino, lo que le angustia irremediablemente. El caso que se le ofrece es el del asesinato, tras el sometimiento a una cruel e inexplicable tortura, de un matrimonio anciano en una granja próxima a Ystad, que es la ciudad en la que habita y trabaja Wallander. Antes de morir, la esposa del granjero susurra la palabra extranjero, dando a entender con ello que quienes han cometido el delito no son ciudadanos suecos. Eso provocará una alarma social que nadie quiere, pero que generará la respuesta de grupos de ideas xenófobas que se arrogan el derecho de aplicar la justicia por su mano. Una justicia que va a causar la muerte de gente inocente sólo porque su piel es de distinto color, o porque vive en alguno de los campos de refugiados que el gobierno sueco ha creado a fin de acoger a la gran cantidad de personas que, originarias de la Europa postsoviética, o del norte de África, solicitan asilo en el país. Tal estado de cosas es nuevo para la policía sueca, que se ve obligada a tratar con asesinos que no responden al modelo al que están habituados (por su extrema brutalidad), pero también a un odio que parecía aplacado tras una pátina de bienestar sumamente frágil. Estamos a finales de los años 80 y el mundo occidental ha dejado de presentar una estructura tan simple como la que surgió a raíz de la II Guerra Mundial, y quienes antes no tenían, ahora, tras instalarse en el umbral, llaman a la puerta de aquellos otros que no están dispuestos a compartir.
No obstante lo atractivo de la trama que nos platea Mankell, una de las cosas que más me han gustado de esta novela es la lucha interna del comisario Wallander que, recién abandonado por su esposa, se ve expuesto a un futuro oscuro en el que nadie próximo a él por consanguinidad parece dispuesto a acompañarle. Ello va a conducirle a un túnel del que no le va a ser fácil salir. El alcohol, el dormir poco y mal, lo incomprensible del caso (por qué los asesinos del matrimonio, tras maltratar al esposo y destrozarle la cara, dan de comer al caballo que tiene en propiedad), harán que los meses que separan el delito de su resolución sean para él una suerte de vía crucis del que saldrá renovado. Su oficio es a lo único que puede aferrarse y Kurt Wallander, pese a sus errores, pese a que no entiende una vida familiar en la que no prevalezca su deber como policía sobre el de marido, hijo, hermano o padre, es un buen hombre, pero ante todo un buen comisario al que, con esta primera novela que Henning Mankell publicara allá por 1991, se le ha dado la oportunidad de demostrarlo a lo largo de otras diez novelas, convertidas, según muestran las críticas, en clásicos de la literatura policíaca.
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