sábado, 30 de enero de 2010

La dama boba


Leer de vez en cuando una obra de Lope de Verga resulta muy reconfortante. La agilidad con que se suceden las acciones, la consistencia de sus personajes, el valor que da a ciertos temas tan manidos como el del amor, lo hacen grato al entendimiento, más si se trata de títulos como La dama boba, en el que Finea, pobre tonta de gran belleza y mayor fortuna, aprende aquello que antes ignoraba con solo probar el dulce licor de cupido. Leer teatro clásico y en verso, es como escuchar música (a Haendel por ejemplo). El ritmo, los cambios de estrofa según la ocasión, la rima asonante, conforman una melodía sosegada, sin altibajos, donde cada instrumento suena en el momento justo y el tiempo adecuado, nada desentona, logro que Lope conquistó tantas veces como títulos llegó a escribir, 1500 según los expertos, que, calculando los días aproximados de vida productiva que gozó el Fénix, sale a una obra cada 12 días (a lo que un adolescente ingenuo replica si son o no muchas). Si todas son igual de chispeantes que ésta, lo ignoro. Comedia de capa y espada, es el subgénero al que pertenece, aunque pocas espadas y capas hay en ella. Sí, en cambio, equívocos, amores y desamores, intereses monetarios, honor en peligro, misoginia paterna… Representarla adaptada a un público habituado a los mundos virtuales que proporcionan consolas y pantallas de cine, no debe ser tarea fácil. Resulta interesante, sin embargo, conocer las reacciones de estas criaturas acomodaticias, y preguntarse qué tipo de historias habría contado Lope de haber vivido en este mundo de prisas. Seguro que muchas y fascinantes. La presente lo es. Requiere esfuerzo para acostumbrar la lectura a su lenguaje y cadencia, pero si se consigue, diálogos como el de la Escena V del Acto I nos serán más ricos en dicha y en buena literatura, porque nos sucederá como a Finea, que motivados por el amor, en este caso a Lope, descifraremos prestos el sentido de sus palabras.

jueves, 28 de enero de 2010

El caballo perdido y otros cuentos


Llevo varios intentos pretendiendo hablar de Felisberto Hernández. No me resulta fácil hacerlo porque sus cuentos, género del que fue maestro, poseen una calidad difícil de definir. Si hay algo que los caracteriza, sin embargo, es el extrañamiento con el que se leen. Sus historias las sitúa en una realidad que pese a resultarnos reconocible, no la sentimos propia. Su mundo se sostiene sobre lo onírico sin serlo, sobre un surrealismo mágico en el que los personajes actúan en función de unos deseos que el lector halla estrafalarios, pero que parten de sentimientos profundos, como nacidos de una conciencia telúrica. Es con el modo de narrar, sin embargo, con lo que quizá nos sintamos más descolocados. En un relato de ciencia ficción es la propia escenografía la que puede llegarnos a sorprender. En un relato de Felisberto Hernández es el lenguaje que usa el que nos hace pensar que nos hallamos ante un ámbito distinto del narrar, del que solo él sabe darnos noticia. Una muchacha obliga a su primo a permanecer todo un día bajo la cama de su dormitorio a fin de que sus padres, los de ella, sigan ignorantes de su relación, sólo porque, en vez de acercarse al árbol que ella le ha dicho que use para llegar hasta su ventana, él, para gastarle una broma, lo ha hecho al que está bajo la ventana del dormitorio de la madre. Un hombre adinerado tiene a varios empleados encargados de recrear escenas con muñecas de tamaño natural en vitrinas acondicionadas para tal efecto. Por la noche, el hombre dedica su tiempo a maravillarse ante dichas escenas. Su esposa le sigue el juego. Una de las muñecas se parece mucho a ella. Recibe el nombre de Hortensia. Su suma perfección la consigue cuando el hombre encarga al fabricante de las mismas un mecanismo interno que posibilite que sus miembros tengan calor humano. Ya de por sí ingeniosas, estas historias se nos ofrecen en ese estilo entre poético y desquiciado que es origen de la rareza apuntada. Un símil que se me ocurre es el cine de David Lynch. Puede gustar o no. Lo que sí es cierto es que los cuentos de Felisberto Hernández debieron romper moldes en su momento. Julio Cortázar lo tuvo como referente, y asimismo Borges. Autor, pese a ello, poco conocido, del que conservo un librito que adquirí hace quince años: El caballo perdido y otros cuentos, publicado por una editorial argentina, que debí encontrar en una librería de lance cuando mi pasión por Cortázar estaba en pleno apogeo. He vuelto a releerlos y la sensación de desasosiego estético ha sido la misma de entonces. Eso lo hace un escritor singular, inclasificable, en la línea de los dos ya señalados, sudamericanos también, a los que habría tal vez que sumar otros pocos; los más, curiosamente, nacidos en aquella orilla.

martes, 26 de enero de 2010

Columna de humo


Existen, en el universo Internet, bitácoras para todos los gustos. Su número es prácticamente infinito y para quien busque alguna que se amolde a sus gustos, o responda a un mínimo de interés, o de calidad expresiva, no es labor vana encontrarla. Casi siempre interviene el azar. De una en otra bitácora, uno puede ir enlazándolas, viajar por esos agujeros negros que las comunican, y dar por fin con alguna en la pueda deleitarse. En ocasiones las encuentra mencionadas en algún periódico, o bien teclea el nombre de algún escritor conocido, o periodista, o crítico, y descubre que tiene abierto su propio cuaderno virtual, y que en él va dejando apuntes meritorios, reflexiones con las que uno puede o no coincidir, pero que están bien elaboradas, sin faltar a nadie, fruto de una constancia y un deseo por comunicar que yo, personalmente, admiro. La de Benítez Ariza la descubrí a través de otro blog, y ello me permitió no solo leer sus entradas, sino una de sus novelas, la primera, de cuya impresión dejé constancia aquí hace unos meses. Si el tiempo me lo permite, todos los días entro en Columna de humo, que es el nombre que recibe esta bitácora, y leo lo que quiera que haya colgado su administrador. Ignoro si algún día llegará a verse este tipo de creación como un género más dentro de la literatura, pero ciertamente, si alguien se pusiera a analizar rasgos comunes en todas las mejores escritas, hallaría con qué justificar su existencia, estoy convencido. Y entre esas, creo que no podría faltar la de Benítez Ariza.

En ella me gustan varias cosas. La principal, lo consciente que es su autor de que no siempre lo que se escribe en un cuaderno de estas características puede resultar interesante. Pero, ¿acaso no todo lo que se escribe es susceptible de ser considerado inane? Es el lector quien tiene que juzgarlo. Con todo, las reflexiones meta discursivas que de tarde en tarde va dejando Ariza entre sus notas, me resultan de lo más didácticas; que si se recogieran en un manual puede que muchos las tuvieran de referente a la hora de ponerse a decir cosas al buen tuntún; yo, claro, entre ellos.

lunes, 18 de enero de 2010

La nave de los muertos


Inicié hace unos pocos días la lectura de una novela que venía precedida de cierto prejuicio positivo. Estuve tentado de comprarla en la librería que suelo visitar de tarde en tarde en busca de novedades, pero también de títulos de los que he oído hablar o de los que he leído alguna reseña en suplementos y revistas de literatura; pero no lo hice. La encontré luego en la biblioteca de la diputación, un volumen editado por Acantilado que, por lo que pude observar, nadie había leído aún, tan nuevo lo hallé en la estantería. La novela fue escrita en 1926 por un tal B. Traven, autor del que apenas se conocen algunos pocos datos biográficos, pero del que se sabe en cambio que murió en México y que probablemente era alemán. El original, al menos, está escrito en alemán, aunque hay quien asegura que fue polaco. Escribió asimismo otra novela de gran éxito, llevada a la pantalla por Jonh Huston e interpretada por Humphrey Bogart: El tesoro de Sierra Madre, película de la que Traven no fue sólo inspirador, sino además guionista. Pues bien, la novela que empecé a leer es La nave de los muertos, obra que, según se nos indica en la contraportada, disfrutó de gran éxito en el momento de su publicación. Fue un auténtico Best-seller.

El libro puede dividirse en dos partes. La primera, que es la que he leído con mayor interés, nos cuenta la historia de un marino mercante que, por un azar, se queda en tierra sin papeles, desposeído de todo cuanto hasta en ese momento conformaba su identidad. De ser alguien, una pieza más en el engranaje de un gran barco, pasa a ser un individuo sin patria, sin dinero, sin futuro. La angustia que ello le provoca no logra, sin embargo, dejarle abatido y, mal que bien, procurará salir bien parado de las distintas vicisitudes en las que se ve envuelto a lo largo de un viaje que le lleva desde El Mar del Norte a Cádiz. Un hombre sin identidad es un hombre con el que las autoridades no saben qué hacer. En una Europa recién arrasada por una primera guerra mundial sinsentido, los Estados se adjudican el beneplácito de disponer a su antojo de las leyes, por absurdas o perjudiciales que éstas sean para el ciudadano. El bien del Estado está por encima del bien de cada uno. El autor aprovecha para realizar una crítica despiadada contra todo lo que huela a autoridad. Se sirve de su personaje para hacerlo. A diferencia de Kafka, que usaba la parábola, que mostraba un mundo absurdo sin calificarlo como tal, simplemente narrándolo, Traven juzga y condena. Y lo más curioso es que lo que dice en 1926 es perfectamente aplicable en 2010.

La segunda parte, cuando aparece el barco de los muertos, embarcación a la que van a parar todos aquellos que, por la razón que sea, la sociedad escupe, y en el que el personaje se enrola, deja de tener el dinamismo de la anterior y la narración se ralentiza. Las reflexiones sobre lo que acontece y la descripción de las costumbres de los marineros ocupan buena parte del relato y en verdad que lo siento, pues estoy convencido de que de haberme esforzado un poco la lectura habría acabado satisfaciéndome como esperaba. Pero no siempre sucede que una novela mantiene igual aliento épico durante todas sus páginas, o bien el aliento es el lector el que lo pierde, y entonces se produce lo irremediable: un divorcio entre lo contado y quien recibe el cuento, hecho fatal si de literatura se trata.

sábado, 16 de enero de 2010

Dizzines


El autor del cuadro es Iman Maleki

Los pájaros funestos de la realidad acechan, sobrevuelan tozudos, empapados en tinta sobre blanco (que es el color de la novedad, de la tragedia también, de la muerte y el engaño, sobre el que queda impreso lo aciago de cuanto nos rodea), caduca realidad de un día que renace como el fénix al siguiente sin darnos tregua, sumidos en un vértigo de información del que no somos capaces de salir si es que no nos rendimos a la ignorancia de quien se encastilla para no saber, falsa protección, como falsa resulta la del libro (aunque más placentera, levantada sobre palabras que el autor ha mimado, palabras que sugieren otra realidad mejor, donde la muerte es bella, donde al engaño se lo castiga y la tragedia es moraleja); y es ahí, en ese mundo redondo, en el que no importa hundir la cabeza como en agua y dejarse ahogar para vivir de lo que destilan sus páginas (más verdad que la ciudad al fondo, que el cielo a reventar de pájaros, que el muro o la piedra); es ahí, digo, donde el lector tiene su patria.

domingo, 10 de enero de 2010

Mal de escuela


Daniel Pennac habla con conocimiento de causa. Fue mal estudiante y acabó convirtiéndose en profesor de instituto. Su labor literaria es circunstancial, pero permite hacernos una idea de hasta dónde es posible llegar cuando las posibilidades de cada cual son bien encauzadas. Pennac habla de los zoquetes, de esos chiquillos con dificultades académicas que hay en todas las clases de todas las escuelas y en todas las épocas. Zoquetes cuyo probleba consiste no tanto en que sean más o menos inteligentes, sino en el hecho de que su inteligencia, poca o mucha, son incapaces de domeñarla, como si no les perteneciera, como si se tratase de un animal silvestre que en vez de centrarse en “cosas de provecho” prefiriera volar dispersa por los ámbitos de la imaginación, a los que estos alumnos parecen ser tan proclives. Sin embargo, la tipología del alumnado no puede reducirse solo a los que son zoquetes y los que no lo son. Es extensa y cada tipo responde a una serie de circunstancias que no siempre tienen que ver con la inteligencia. Hay razones sociales, económicas, familiares... que impiden las más de las veces desarrollar sus cualidades de manera óptima o cuando menos útil. De ello se encargan algunos profesores afortunados, capaces de dar con la clave de llegar a esos chavales obtusos, convencidos de que en el instituto les comen el coco, gracias al entusiasmo con el que transmiten sus conocimientos. No se trata, pues, de dar, sino de compartir y tratar por igual a quienes escuchan. Enseñar filosofía implica tratar al alumno como filósofo, conseguir que reflexione por sí mismo; lo mismo que enseñar historia es situar al alumno en el aquí y el ahora al que pertenece. ¿Son malos profesores los que no logran esto? Es evidente que no. Pero sí que debería ser una finalidad en toda formación docente. Por fortuna para Daniel Pennac, zoquete en su infancia, en su vida académica se le cruzaron algunos profesores que despertaron en él la inquietud por aprender, que a fuerza de insistir en sus aptitudes lo llevaron por nuevos senderos sin necesidad de cegar los ya transitados.

La complejidad del tema, no obstante, impide que se lo pueda reducir a unas pocas respuestas, más o menos ya sabidas. Pennac nombra, expone y reflexiona sobre algunos otros factores que intervienen en el proceso educativo: padres austados, pocos recursos, exceso de inmigración, clases saturadas... En una de las anécdotas que recoge, Pennac, que abandonó la docencia cuando su labor como literato le posibilitó ganarse la vida con sus obras, acude a un instituto ubicado en una zona suburbial al sur del país para hablar de una de sus novelas, lectura obligatoria para los alumnos de bachillerato. Durante el turno de preguntas uno de los alumnos interviene y dice que la intención de todo profesor es comerles el tarro, a lo que Pennac replica que el tarro ya se los han comido antes de ir al instituto. Para probarlo le pregunta qué tipo de calzado lleva puesto, y el alumno le responde que lleva sus N. No es la respuesta correcta, claro, pero el alumno insiste en que lleva sus N, y no unas zapatillas deportivas. Éste es uno de los rasgos que diferencia al zoquete de los años cincuenta y sesenta del zoquete actual, lo que hace más difícil si cabe la labor del docente, pues se ve obligado a luchar contra algo tan poderoso como es el prestigio que dan las marcas entre personas que no tienen otro modo de hacerse ver que lucir una vestimenta determinada, una uniformidad que impone el mercado, y de la que no pueden sustraerse si es que nadie los advierte de ello.

Extraño oficio el de profesor. Una cuerda floja de la que es muy fácil caer.

lunes, 4 de enero de 2010

La mirada indiscreta


La dificultad de esta novela radica en el punto de vista del narrador. Contada en tercera persona, el narrador sólo cuenta aquello que ve, piensa y siente el personaje protagonista, Dominique, una solterona de cuarenta años que vive alojada en una habitación de su casa familiar; casa que comparte con un matrimonio joven al que tiene arrendado el cuarto vecino al suyo. Lo que leemos, pues, es como si nos lo contara la propia Dominique. Frente a su casa, ubicada en el Faubourg Saint-Honoré, hay un edificio en el que vive la familia Rouet. La compone el matrimonio formado por el señor y la señora Rouet, pequeños burgueses acomodados, y su hijo Hubert y esposa, Antoinette Rouet, que ocupan la planta a la misma altura que la de Dominique, por debajo de la de sus padres y suegros. Más arriba, en un cuartucho alquilado, se consume la vieja Augustine, igualmente soltera, igualmente interesada en la vida de quienes viven a su alrededor, imagen de lo que tal vez llegue a ser Dominique en el futuro. Luego están los Caille, la pareja de recién casados que viven al albur de sus caprichos, sin horarios, entregados al placer a cualquier hora, que entran y salen siempre alegres, preocupados solo de su felicidad, a los que de vez en cuando, si es que la curiosidad es mayor que su discreción, Dominique observa a través del ojo de la cerradura de una puerta que comunica ambas habitaciones. También observa a los inquilinos de enfrente, de los que conoce sus costumbres y miserias.

Dominique Salès es una mujer reprimida, educada en la severa tradición que impone un distanciamiento entre quienes se creen superiores y el resto de la humanidad, que considera sucio cuanto no se ajuste a una idea aséptica de la vida casi monacal que lleva. Y con todo, Dominique desearía no ser así y poder entregarse a un placer primitivo; pero como no puede, porque el peso de su conciencia es demasiado grande, proyecta su anhelo en otras personas y se identifica con ellas aunque esas personas se muevan sobre una cuerda floja de incertidumbre y malvivir. Desde su ventana, colocada tras ella de tal forma que no sea vista desde fuera, Dominique observa a la familia Rouet. Le interesa especialmente Antoinette, la joven esposa de Hubert. En ella se concentra todo aquello de lo que ella carece: ganas de vivir, rebeldía frente a sus suegros, temperamento. Cierto día la sorprende vaciando la medicina que necesita su esposo para superar una crisis en la tierra de una maceta. Hubert muere. ¿Se trata de un asesinato? Al principio Dominique decide actuar contra ella de manera anónima enviándole una nota. Luego, según se desarrollan los acontecimientos, la afinidad con la joven viuda aumenta y la obsesión crece. La dependencia emocional, al cabo, resulta insoportable. Todo ello, sin embargo, según apuntaba al principio, nos es narrado siempre desde la perspectiva de Dominique. Una perspectiva indiscreta, como señala el título, que tiene su punto de observación en la ventana de su cuarto, y desde donde imagina escenas que no ve, conversaciones que no oye, pensamientos que sólo pueden saberse desde la omnisciencia que procura la creación literaria. Dominique elabora un mundo a su medida que, no obstante, la hace infeliz. Sus incursiones fuera de los muros que la protegen, en pos de Antoinette, resultan patéticas. Es una mujer invisible a ojos de todos, que proyecta sus miedos y sus demonios en los demás y no siente alivio. Una mujer consumida antes de haber ardido su mecha…

Georges Simenon ha vuelto a sorprenderme. Es un gran novelista que construye personajes inolvidables, a medio camino entre lo que es correcto y el abismo de lo extraño. En el periodo en el que escribió buena parte de estas novelas ajenas a la serie Maigret, Europa se hallaba sumida en el abismo. Era el año 1942.