martes, 28 de diciembre de 2010

Ardiente secreto


Confirmo, con Ardiente secreto, segunda novela de Stefan Zweig que leo estos días, su asombrosa capacidad para retratar el alma humana de un modo tan detallado que duele ver sufrir a esos personajes que avanzan sobre la línea que separa lo trágico de lo ridículo. En este sentido, Zweig logra lo más difícil todavía: que en ningún momento sus palabras lleven al lector a pensar que se encuentra ante unos sucesos más propios de la bufonada que no del drama que es la vida, aunque pueda parecer en ocasiones que esa línea fronteriza cede. Si acaso, en lo que sí podemos pensar es en que los personajes de esta historia, tres, adquieren visos de marioneta que se agita al hilo de unas manos no siempre cariñosa con ellos. Porque lo que se nos narra, lejos de ser una historia de amor al uso, es una historia de amor que tiene a un niño, Edgar, como víctima de la misma, pero también como objeto de discordia y pasión. Porque si bien podemos pensar que es entre la madre de Edgar y el barón entre quienes se genera una atracción mutua que puede desembocar en una relación amorosa, es entre el niño y su progenitora donde debemos buscar realmente el amor puro, aquel que en ocasiones genera un odio visceral y otras un mutuo menester de sí que los llevará a compartir lo que solo una madre y su hijo son capaces: un secreto ardiente. La seducción vista como un juego de caza, en la que el barón asume el papel del cazador seguro de sí mismo y la dama la de víctima no del todo propicia, pero que cede lentamente al reclamo de aquél, es una actitud condenada al fracaso, pues no se tiene en cuenta en ese juego a quien puede finalmente resultar peor herido: la criatura inocente y engañada, la utilizada como cebo y sacudida por sentimientos que no corresponden a su edad, y que lo dejarán al borde de la locura. En este sentido, pienso que Stefan Zweig rompe con el concepto romántico del amor, pero también con el más realista de Flaubert, al dar protagonismo a un personaje ninguneado con frecuencia en este tipo de historias: el niño hijo de la seducida y dado de lado, sobre el que los adultos derraman sus temores y sus miserias sin contar con que posee unos sentimientos acaso más excitables que los suyos propios. Historia de amor, sí; pero quienes aquí se debaten entre seguir siendo fieles u odiarse en contra del orden natural, una desde la absoluta conciencia de que no hace bien, el otro desde su ignorancia y su inexperiencia vital, son Edgar y la madre, ambos bajo el mismo techo que un barón aventurero, en un hotel de montaña al que han acudido para descansar y recuperar la salud, del que, si se descuidan, saldrán con la vida destrozada, abatida, en fin, por el tiro de una pasión consentida que ninguno de los amantes ha sabido administrar.

viernes, 24 de diciembre de 2010

Estrella distante


Me había resistido a leer a Roberto Bolaño. El hecho de que la obra de un escritor determinado consiga éxito de ventas, de que un pintor alcance fama improvisada, o de que una película logre la repercusión que no tuvo en su estreno, me llevan a pensar que todo ello responde a unos intereses ocultos que van más allá de la calidad que pueda o no tener la creación ensalzada, originando en mí una reacción diría que alérgica o sospechosa que en ocasiones me ha impedido disfrutar antes de lo que al fin ha resultado ser un excelente objeto artístico. El caso de Bolaño es representativo. Su novela 2666 ha conseguido en EEUU un éxito insospechado para un obra que no ha sido escrita en inglés. En el ámbito hispano ya lo tuvo. No es la única del autor, sin embargo, que ha gozado de la alabanza de los críticos: Los detectives salvajes es considerada una obra excepcional. No he leído ninguna de ellas. Lo intenté con la segunda, pero confieso que me rendí a mitad de trayecto. Con todo, el fenómeno Bolaño sigue presente desde hace lustros, con altibajos que no dependen tanto de las reediciones que se hacen de sus novelas, como de las críticas gozosas que escriben de ellas conforme se conocen en otros países distintos a los que tienen el castellano como lengua.
Mi interés renació tras ver un documental en Televisión Española que, bajo el rótulo Imprescindibles, emitió hace pocas semanas. En dicho documental se hace un repaso a la vida del novelista, nada fácil, y se da la palabra a personas que lo conocieron. Entre ellas están sus editores, pero también intervienen gente vecina suya y tenderos de Blanes, ciudad en la que acabó viviendo tras pasar una temporada en Barcelona, en un piso próximo a las Ramblas. Descubrí que fue un tipo entregado absolutamente a la literatura, que para sobrevivir no dudó en aceptar cualquier trabajo que le proporcionase el dinero con que mantenerse en pie día tras día, que entre sus amistades incluyó drogadictos y sintencho, y eso me lo hizo simpático. Luego, hablando con personas que sí lo han leído, llegué a la conclusión de que acaso había llegado el momento de enfrentarme de nuevo a un modo de narrar que, por la experiencia pasada, sabía que me iba a resultar tal vez farragoso, pero que debía procurar el acercamiento, a sabiendas de que si conseguía romper el velo era posible que descubriese un tesoro que había estado siempre a mi alcance.
Decidí intentarlo con una novela breve: Estrella distante. Aborda la historia de Carlos Wieder, un poeta entre cuyas maneras de crear literatura está la de escribir poemas en el cielo pilotando un avión. No es ésta, con todo, su singularidad más llamativa; Carlos Wieder, además de poeta, es un asesino en serie, un personaje que se adapta al medio y se aprovecha de él para cometer sus homicidios con absoluta impunidad. Quien nos narra la historia es el alter ego de Roberto Bolaño. Como él, se ha visto obligado a huir de Chile y a vivir, como inmigrante, en Barcelona, que es donde escribe lo ocurrido desde que conociera, cuando él mismo formaba parte de un grupo de jóvenes poetas, al tal Carlos Wieder, pero con otro nombre. Han pasado varios años. El narrador sigue obsesionado con la figura informe, camaleónica de aquél al que algunos consideran muerto. Lo que no sospecha es que Wieder se halla más cerca de lo que sospecha, y que su carrera delictiva la ha seguido ejerciendo ininterrumpidamente al tiempo que experimentaba nuevos modos de hacer poesía.
La historia, como se ve, se aleja de aquellas a las que un lector común está acostumbrado, no solo por su trama, también porque Bolaño no sigue una línea argumental académica; dedica, además, capítulos en los que la referencia a Carlos Wieder es indirecta, y otros en los que su presencia es absoluta y desazonante. Consigue con ello ofrecer una imagen verosímil, casi veraz de un tipo que con toda probabilidad debió existir con otra fisonomía y otros gustos en el Chile de la dictadura, asesino exento de responsabilidades, capaz, sin embargo, de generar un cierto grado de encandilamiento entre sus posibles víctimas. Roberto Bolaño, pues, me ha seducido esta vez, y lo ha hecho con una obra de las primeras, lejos de la pregonada maestría que parecen contener las más extensas, a las que tal vez me enfrente algún día, esta vez sí, mejor dispuesto.

jueves, 16 de diciembre de 2010

Viaje al pasado


Recuerdo haber visto obras de Stefan Zweig a la venta en puestos y librerías de lance. Era un autor desconocido para mí, más interesado entonces en novelistas americanos, del norte y del sur, que en los de este lado del Atlántico, excepto los españoles. Eran las suyas ediciones baratas, mal cosidas, si no me falla la memoria, y además se trataba de un escritor del que no había oído hablar ni leído crítica alguna sobre él. Han pasado los años y Acantilado, editorial empeñada en rescatar títulos y autores ocultos bajo el peso de otros no sé si más populares, pero sí más presitigiosos, ha estado publicando parte de su obra narrativa. Por otro lado, este mismo año 2010, apareció el libro Cumbre apagada, de Benjamín Jarnés, y con introducción de Domingo Ródenas, una especie de ensayo novelado con el que se nos da a conocer a Stefan Zweig, su vida y el modo con que afrontó la labor de construir mundos ficticios. Hallé, además, una referencia a una de sus novelas, Mendel el de los libros, en un bloc tan interesante como instructivo, El buscador de tusitalas, que me movió finalmente a interesarme por él, a buscar una obra suya que me lo diera a conocer, y descubrir lo que otros con mejor criterio han estado disfrutando durante años. Es así que me hice con Viaje al pasado, una novelita de noventa páginas en la que se nos narra una intensa historia de amor. Si algo me ha fascinado de su lectura ha sido el modo en que el autor detalla los sentimientos, con una precisión en ocasiones cirujana, exponiéndolos ante el lector de un modo casi obsceno, pero no con irrespetuosidad. La historia se inicia con el encuentro de dos viejos conocidos que emprenden un viaje en tren de Fráncfort a Heidelberg. Hace nueve años que no se han visto. Durante el viaje Ludwig recuerda su vida, cómo, desde la miseria más absoluta, logra ascender gracias a su ambición y a su perseverancia, pasando de trabajar en un empresa química a ser el hombre de confianza de un jefe enfermo, cuya esposa acabará convirtiéndose en la amada ideal, la pureza encarnada en un cuerpo del que no alcanza a gozar sino la piel. Un hecho inesperado separa a los amantes. Ludwig debe viajar a México dos años para hacerse cargo de una explotación minera. Pasado ese tiempo, el inicio de la Gran Guerra Mundial, y su origen alemán, le imposibilitan poder regresar junto a ella. Habrán de pasar los nueve años mencionados para que se reencuentren. El viaje a Heidelberg cerrará la breve estancia juntos. Reconozco que me ha sorprendido gratamente. Su lectura se me ha hecho ligera, llevado por las palabras pasajero de ellas. La acción, sin embargo, apenas existe; de donde cabe concluir que Zweig es un maestro a la hora de acometer la descripción de los sentimientos humanos, pues hace de ello un viaje tan apasionante como doloroso. La geografía por la que transitan los amantes no es plana ni amable, está repleta de accidentes íntimos que se superponen a los puramente externos. Luchan contra las adversidades, pero también contra sus propios miedos presentes. Qué mejor medicina, pues, que acudir al pasado en busca de una voz que interprete los recuerdos. Tal vez sea la mejor manera de entender el hoy.

martes, 7 de diciembre de 2010

El abrecartas


Hay nombres de autores con los que uno ha ido conviviendo y de los que sólo conoce la planta de quien los lleva; nada, en cambio, de lo que han escrito, salvo algún artículo de opinión en un periódico o revista. Este es el caso de Vicente Molina Foix, escritor menos mediático que otros tantos de su generación, y que de manera callada, o al menos a mí me lo parece, ha ido construyendo una obra sólida, de la que, repito, desconocía todo hasta ahora que me he puesto con El abrecartas, premio nacional de narrativa en el año 2007. A veces es preciso un premio tan importante como el presente para que autores de larga trayectoria empiecen a ser mencionados y ante todo leídos, y para que lectores que nos preciamos de estar más o menos al día de lo que se publica, caigamos en la cuenta de que más allá de la novedad existen escritores ya hechos, que más que escribir novela la están reinventando con su esfuerzo.
El abrecartas es una novela atípica porque sus distintas partes las conforman cartas entre dos interlocutores, no siempre los mismos. La primera de ellas está datada en 1926, la última en 1999, por lo que el contenido de las mismas tiene como referente la historia de un país que se va haciendo a lo largo de una república con los días contados, de una dictadura interminable, y de una transición en la que los sueños de algunos acaban cumpliéndose a medias. Si bien dicha estructura epistolar puede hacer creer en una distorsión narrativa debido al cambio de emisores y receptores, a medida que el lector avanza comprobará con agrado que en el poso de lo que se dice en las cartas hay varias historias paralelas, que se hacen con el siglo, y que poco a poco, de un modo a veces indirecto, se van cerrando. Logra con esto el autor presentar una realidad múltiple, en la que los agentes de la acción que se desarrolla pertenecen a distintos estratos y ámbitos: desde el infiltrado que trabaja para el régimen, hasta una locutora de radio que escribe libros infantiles, a un profesor universitario... todos partícipes de una trama que se nos antoja confusa a veces, pero que con la exactitud de una maquinaria perfectamente urdida va cobrando sentido a medida que conocemos lo que nos cuentan los narradores a través de sus correos. Es una obra, pues, de perspectivas múltiples, a la que van asomando personajes históricos como Vicente Aleixandre, Eugenio D'Ors, García Lorca, Rafael Alberti... Alguno de ellos, incluso, coge la pluma para responder a una carta enviada por uno de los personajes presuntamente ficticios que se engarzan en una cadena de misivas que abordan asuntos privados pero también públicos, de suerte que consiguen separar la Historia con mayúscula de la historia con minúscula, que es la que les incumbe de manera más lacerante. Y digo presuntamente ficticios porque cuanto dicen suena a verdad, son cosas que podrían haber sucedido, que carecen de esa pátina mentirosa que acarrea una novela al uso, como si el narrador, en vez de inventar, se hubiera limitado a recopilar o a copiar, al modo cervantino, esos papeles que son cartas y también fragmentos de alma.