sábado, 28 de mayo de 2011

La hija del optimista


Resulta curioso encontrar en la obra literaria de los escritores vinculados al sur de los EEUU una atmósfera común, unos personajes que parecen sacados de un molde parecido, relacionados por una consanguineidad cuyo ADN no se encuentra en la sangre, sino en su comportamiento, en su manera de comunicarse, en la violencia o la bondad extremas de la que hacen gala. Eudora Welty es una de esas autoras sureñas que parecen conocer muy bien la materia a partir de la cual construyen su universo novelístico; y la conocen no porque haya buscado información, o utilizado el testimonio de quienes pudieron vivir acontecimientos parecidos a los que narra, sino porque ella misma es parte íntima de ese sur que, da la impresión, odian y aman por igual. Laurel, hija del juez McKelva, viaja desde Chicago, ciudad en la que reside, a Nueva Orleans, donde su padre acude al médico para que le trate un problema ocular. El médico, amigo de la familia, le aconseja operarse y que la intervención quirúrgica la realice un especialista que no sea él. Pero el juez se niega. La operación es cosa del doctor Courtland, y si no, no hay operación. Pese al éxito de la misma, el juez, cuya edad se aproxima a los ochenta años, se va debilitando poco a poco hasta morir. El traslado del cadáver en tren desde Nueva Orleans hasta Mount Salus, Mississipi, es el regreso de Laurel a la casa y al pueblo donde nació y creció, al lugar donde ya no le queda nadie, salvo la vieja criada negra, a quien pueda reconocer como suyo. Wanda Fay Chisom es la actual esposa del juez McKelva. Cuarenta años más joven que él, más joven que Laurel, su carácter no casa con la vida que implica convivir con un anciano, mucho menos con la que debe tener una viuda. Es orgullosa y bella. No entiende cómo el pasado puede condicionar la vida de personas como las que habitan en Mont Salus. Ella es de Madrid, Texas, y si quiere traerá a toda su familia a vivir a la casa del juez, porque ahora la casa es suya, no de Laurel; ya se ha encargado de borrar toda huella que recordase a la antigua señora McKelva.
Al regresar al pueblo, Laurel experimenta una suerte de regresión a las costumbres y a los sentimientos de una gente que no parece haber evolucionado, que son los mismos de hace seis, ocho lustros, cuando ella era una niña. Una regresión que no se detiene en las palabras ni en los gestos, que sigue hasta el mismo vientre de la casa en la que nació y creció. Allí, la noche después al entierro de su padre, se encierra en un cuarto donde hay cajas con fotos y papeles que pertenecieron a su madre y que han sobrevivido al afán destructor de Fay. En esos papeles se reencuentra, es ahí donde se hunden sus raíces. Pero ¿de qué sirven las raíces cuando se está sola, cuando no se tiene a nadie ya? En Chicago no la aguarda nadie. Su esposo Phil murió en la guerra. Laurel simplemente es la hija del optimista, pero no tiene ninguna razón para serlo también ella.
La de Fay recuerda a una de esas familias que actúan como mala hierba en el mundo de Faulkner, que imponen su presencia a fuerza de constancia y sumo egoísmo. Ella misma, Fay, se enfada porque el juez, su marido, haya decidido enfermar durante la celebración del carnaval. No se merece que la trate así. Esta actitud, frecuente en otras novelas de otros autores sureños, me asombra y desconcierta, pero comprendo, dado el número de personajes que se comportan así, que debe tener un referente real, mujeres y hombres que sobrevivieron y sobreviven aún con la savia de otros. Es Fay quien me repugna y atrae a un tiempo, y comprendo que el juez McKelva se sintiese atraído por ella sin importarle las consecuencias de su decisión al convertirla en su esposa. Una de las imágenes tal vez más emocionantes de la novela es cuando Fay, sentada junto a su marido moribundo, le acerca un cigarrillo a los labios para que fume de él. No es lo que más le conviene al paciente, pero durante unos minutos el juez es dichoso. La duda es si la intención de Wanda Fay Chisom es que sea feliz antes de morir, como un acto de amor último; o bien, con esa pizca de placer que le ofrece, revitalizar su espíritu para que se levante y la acompañe por la calles de Nueva Orleans, llenas de bandas de música y gente divirtiéndose. Sospecho que de una persona como ella no cabe esperar lo primero.

jueves, 19 de mayo de 2011

Santos que yo te pinte


Algunas de las obras de Julián Rodríguez requieren en ocasiones dejarlas madurar tras haber sido leídas, y que ellas, por sí mismas, se vayan componiendo en nuestra mente, porque si algo las caracteriza es la impresión por parte del lector de que se le ocultan datos importantes para la correcta interpretación del texto. Y no es que los narradores de estas historias pretendan privarnos de según qué hechos, ocurre que las palabras que leemos los recogen por medio del sobreentendido o la elipsis, y exigen del lector un esfuerzo añadido al de la simple interpretación literal de lo que se nos cuenta. Son subterfugios, recursos que pone a nuestra disposición la lengua para que aquello que contamos resulte más ambiguo o misterioso, o simplemente más atractivo para el receptor. Santos que yo te pinte es el título de un relato breve recogido en un volumen editado por errata naturae en su colección La mujer cíclope. (Nombres todos ellos que sugieren una literatura que se aparta de la habitual en el mercado.) La historia, debo admitirlo, me ha confundido; de ahí que opine que tendrán que pasar días hasta que se consolide en mi cabeza, como ya me ha ocurrido con alguna otra de Julián Rodríguez. No he querido esperar, sin embargo, a que ello suceda, y he preferido recoger la impresión primera, la inmedata al cierre del libro. En una nota del autor, supongo que consciente de la dificultad de su obra, pretende dar una idea al lector de cómo debe desenmarañar el hilo, y es por ello que habla de parodia de géneros, pues nos da a entender que sobre la misma gravita la influencia de textos de carácter místico o espiritual. Pero, ¿de qué nos habla? Un hombre regresa al pueblo donde nació tras haber permanecido ausente durante años. El hombre ha sido marino en un barco portacontenedores. Durante el tiempo que ha estado en alta mar han sido muchas las ocasiones en que ha recordado a la mujer que amó. El recuerdo es una manera de unión. El recuerdo nos permite recuperar a la persona perdida, comunicarnos de nuevo con quien alguna vez compartió cama y desayuno, conversaciones y cenas. También se puede recuperar la infancia. Las imágenes las conservamos grabadas. Basta que logremos insuflarles vida para que el olor, las palabras de otro tiempo, vuelvan si no exactos, sí evocadores de sentimientos no siempre gratos; no en balde la causa de esta ausencia fue ella, la amada, quien la produjo. Hay rabia en este monólogo enfermizo, deslavazado, con el que el narrador procurar evitar la grandilocuencia y hablar de cuanto le ha sucedido en el pasado, en el presente, en este instante mismo en que se halla confesándose y dice que la ha buscado, no ha podido evitarlo, la ha buscado sin poder hallarla... Pero, ¿y si me estoy equivocando? ¿Y si esto que digo no es así? Tendré que esperar, tal vez releer este puñado de páginas; eso sí, como dice el narrador, ni pomposas ni altisonantes.
Su título proviene de una canción de Los Planetas, de su estribillo que dice: Santos que yo te pinte, demonios se tienen que volver.

martes, 10 de mayo de 2011

Crematorio


Leí no hace mucho que una de las carencias de la novela española es la de no tratar temas presentes, la de evitar en sus tramas abordar conflictos que tengan que ver con lo que nos sucede o ha sucedido en los últimos años. Es sabido el interés que sigue provocando el tema de la Guerra Civil y la posguerra, y la insistencia con que algunos escritores han tratado asuntos que las tienen como telón de fondo. Rafael Chirbes es uno de ellos, pero con Crematorio, no sé si su última o penúltima novela, consquista un territorio que se aleja de aquél ubicado en los años posteriores a la contienda, que tantos frutos excelentes ha dado. Crematorio habla de algo tan actual, y tan manifiestamente nocivo para la España de hoy en día, como es el abuso por parte de gente sin escrúpulo, tiburones del ladrillo y la política, en el tema de la construcción; pero habla también de los sueños rotos, de las vidas llevadas al extremo, del miedo, de las mafias rusas, del sexo y los viajes alucinógenos, de las ideologías, de la vejez, del miedo a morir y de la muerte, de Misent, de Nueva York y la soledad y del paraíso perdido... Todo ello de un modo en que el lector se ve incapaz de juzgar a nadie, porque el retrato que se hace de los personajes que asoman en esta historia es profundamente humano; tanto, que pese a que alguno de ellos, como Rubén Bertomeu, constructor y causante de los estropicios arquitectónicos visibles a lo largo de la costa, son dignos de reprobación y antipatía, acaban por antojársenos relativamente próximos y disculpables. Él, como los otros que le acompañan en este mosaico humano de fina factura, son representantes de una especie que se ha desarrollado a expensas del dinero fácil y del abuso, parásitos de un gran animal que ha ido alimentándose de aire y creciendo hasta estallar. Quien más quien menos tiene parte de culpa. Incluso el más conspicuo de los izquierdistas contribuye, o bien con su aquiescencia, o bien con su huida interior o su crítica infructuosa, a que el globo engorde. No todo es atribuible a una clase política y empresarial aferrada al poder o al dinero, lo es a cada uno de los que han mamado de una leche abundosa y de sabor agradable.
Rubén Bertomeu se ha hecho a sí mismo. Pertenece a una familia pequeño-burguesa que no lo apoyó en sus inicios, cuando además de arquitecto quiso controlar todo el proceso que conlleva la construcción, ya sea la de un chalet, ya la de un hotel en la costa, ya la de una infraestructura... Llegar hasta donde ha llegado, ahora que tiene poco más de setenta años, no le ha sido nada fácil, pues por el camino ha ido dejando, como baba de caracol, ideales y amigos, conmiseración y estupor, sin perder nunca, sin embargo, cosa que le alaba su hija, un gusto exquisito hacia el arte de la música y la pintura, y por el de la escultura y la arquitectura. Ahora se le ha muerto su hermano Matías. Matías representa la otra cara de la moneda, el hombre aferrado a sus principios marxistas que, en sus últimos años de existencia, ha querido retornar a los orígenes: plantar un huerto, cuidar de unos olivos, seguir bebiendo y conversando con sus amistades, con su sobrina Silvia, que lo idolatra. Ambos, Rubén y Matías, pero también Silvia y su esposo Juan, los hijos de ambos; Mónica, la mujer cuarenta años más joven que Rubén, casada con él tras quedarse viudo, son el fruto carnoso, las piezas del árbol a las que les ha llegado la mejor savia. Porque los otros, los que crecen de las sobras, no tienen a qué aferrarse y sufren la soledad del vencido: Collado, Federico Brouard.
Crematorio habla de unas vidas que, a través de la palabra, se van incinerando ante el lector. Matías será introducido en el horno, sus familiares y amigos estarán presentes durante su transmutación en cenizas, pero ellos también se están quemando. La novela es el horno en el que cada uno de ellos va deshaciéndose en un polvo a veces enamorado, las más producto de un sufrimiento vital inaguantable pero no rehuido, como en el caso de Brouard, tal vez el más patético de todos junto a Collado. Ellos son las verdaderas víctimas, los más desafortunados, los que, después de tocar el cielo con las manos, regresan con todo su peso a una realidad embarrada que han consentido con su silencio o su aportación. Rubén es el único que se expresa en primera persona. Es el patriarca, quien después de todo ha logrado cambiar el mundo en el que creció, quien ha dado trabajo y ha modernizado el país, el único que a sabiendas del coste que ha supuesto para la región llegar hasta donde ha llegado es consecuente con su manera de ser y no claudica. Sus verdades son verdades que duelen porque las refrendan los hechos, no la ética ni la fe ni la ideología, y batallar contra ellas es hacerlo contra los muros indestructibles de Troya, que no infranqueables.
Lectura a la que será necesario volver de aquí a un tiempo para no olvidar lo que hemos sido e intentar en lo posible no repetir los errores cometidos. Lectura que dejará su impronta durante meses, hasta ser regurgitada y saboreada de nuevo con el recuerdo de algunos de sus pasajes; en especial, para mi gusto, aquellos relacionados con el personaje de Brouard, porque creo que en cierto modo Chirbes lo utiliza de portavoz de algunas de sus ideas sobre la novela. En cualquier caso, un personaje con el que tal vez, de aquí a unos años, me sienta más identificado de lo que ahora sospecho.

domingo, 1 de mayo de 2011

Negra espalda del tiempo II


La reacción contraria a la de pensar que un hecho ficticio es cierto, es la de creer que un hecho real es fruto de la imaginación, y eso mismo ocurrió con algún personaje mencionado en Todas las almas. Es el caso de John Gawsworth o de Wilfrid Ewart, tipos de vida azarosa que, cuando se explica, el lector piensa que nunca sucedió, que es fruto, como el resto de lo que el narrador cuenta, de la imaginación de éste. ¿Quién ha oído hablar nunca de un reino cuyo nombre es Redonda? Se lo concedió la reina de Inglaterra a un banquero de la isla de Montserrat, que compró la de Redonda al nacer su hijo, con la condición de que dicho reino no tuviese política alguna opuesta a los intereses de la Gran Bretaña. Ello no supuso impedimento para que el título de rey, que recayó en manos del hijo del banquero, escritor de literatura fantástica, no fuese heredado posteriormente por John Gawsworth, título que ostentó hasta 1970, año en el que murió alcoholizado y convertido en un indigente. De manos de Gawsworth pasó finalmente a las de Javier Marías, actual rey de Redonda, con atribuciones tales como las de dar títulos a escritores que en su opinión lo merecen.
Es tal la vida de ciertas personas, que se nos hace difícil de tragar según que cosas nos expliquen de ellas, y no es raro que ante determinados acontecimientos el lector u oyente muestre un escepticismo lógico. Que una joven promesa de la literatura acabe muriendo de un balazo en el ojo por el que no ve, en el momento justo en que asoma al balcón de un hotel de México en el que se encuentra alojado, entra en el terreno de lo verosímil, pero difícilmente en el de lo creíble. Y sin embargo la historia fue real, o eso se entiende de lo que nos dice Javier Marías: sucedió la noche de año viejo de 1922 durante la celebración popular del cambio de fecha, cuando al parecer, y según Conan Doyle, este autor habría llegado hasta lo más alto tras haber publicado alguna novela y un puñado de cuentos. Uno de ellos, titulado Los bajíos, lo recogió Marías en una antología de relatos de miedo titulada Cuentos únicos, aparecida primero en la editorial Siruela y luego en Reino de Redonda en 2004.
Otro de esos personajes alucinantes, acuciados por el recuerdo de T. S. Lawrence, modelo de vida aventurera, más conocido como Lawrence de Arabia, es Percy William Olaf de Wet que, aparte de hacer la máscara mortuoria de Jonh Gawsworth, fue piloto de aviación en las tropas republicanas durante la guerra civil, y luego acusado de espía por los alemanes a favor de los franceses. No es menos sorprendente su intención de crear y organizar partidas de partisanos con la intención de hostigar a los soviéticos a través de los Cárpatos. Dicha idea, al parecer, se la propuso al mismo Francisco Franco, el cual la rechazó acaso no porque le resultara descabellada, sino porque su interlocutor le pareció excesivamente atildado, o afeminado, o simplemente maricón por su porte y su bigote y su breve mosca bajo el labio inferior.
Quiero decir con todo esto que no me extraña que al leer Todas las almas, o en este caso Negra espalda del tiempo, el lector no dude si pensar que cuanto se le narra es del todo digno de fiar, o bien Javier Marías le está gastando una gran broma magníficamente urdida. Lo importante, creo, es la convicción con la que dice, y sobre todo el estilo seductor que atrapa y arrastra por donde él gusta. No es, pues, obra en la que haya que buscar una trama, porque no es una novela al uso, ni tampoco un ensayo, es una suma de reflexiones, de recuerdos, de anécdotas y chascarrillos, de ese material bruto con el que está hecha la literatura pero que no vemos en la cara visible del tiempo, sino a su espalda, en la negrura donde se cuecen las historias que nos asombran y nos entretienen.
No bastan dos entradas en este blog para abordar lo mucho que me ha sugerido y gustado este libro, pero sí son bastantes, creo, para que quien guste de la prosa fluyente y hechicera de Javier Marías, se acerque a él sin necesidad de pasar antes siquiera por Todas las almas y dejarlo, sin traicionarse luego, para después.