martes, 10 de mayo de 2011

Crematorio


Leí no hace mucho que una de las carencias de la novela española es la de no tratar temas presentes, la de evitar en sus tramas abordar conflictos que tengan que ver con lo que nos sucede o ha sucedido en los últimos años. Es sabido el interés que sigue provocando el tema de la Guerra Civil y la posguerra, y la insistencia con que algunos escritores han tratado asuntos que las tienen como telón de fondo. Rafael Chirbes es uno de ellos, pero con Crematorio, no sé si su última o penúltima novela, consquista un territorio que se aleja de aquél ubicado en los años posteriores a la contienda, que tantos frutos excelentes ha dado. Crematorio habla de algo tan actual, y tan manifiestamente nocivo para la España de hoy en día, como es el abuso por parte de gente sin escrúpulo, tiburones del ladrillo y la política, en el tema de la construcción; pero habla también de los sueños rotos, de las vidas llevadas al extremo, del miedo, de las mafias rusas, del sexo y los viajes alucinógenos, de las ideologías, de la vejez, del miedo a morir y de la muerte, de Misent, de Nueva York y la soledad y del paraíso perdido... Todo ello de un modo en que el lector se ve incapaz de juzgar a nadie, porque el retrato que se hace de los personajes que asoman en esta historia es profundamente humano; tanto, que pese a que alguno de ellos, como Rubén Bertomeu, constructor y causante de los estropicios arquitectónicos visibles a lo largo de la costa, son dignos de reprobación y antipatía, acaban por antojársenos relativamente próximos y disculpables. Él, como los otros que le acompañan en este mosaico humano de fina factura, son representantes de una especie que se ha desarrollado a expensas del dinero fácil y del abuso, parásitos de un gran animal que ha ido alimentándose de aire y creciendo hasta estallar. Quien más quien menos tiene parte de culpa. Incluso el más conspicuo de los izquierdistas contribuye, o bien con su aquiescencia, o bien con su huida interior o su crítica infructuosa, a que el globo engorde. No todo es atribuible a una clase política y empresarial aferrada al poder o al dinero, lo es a cada uno de los que han mamado de una leche abundosa y de sabor agradable.
Rubén Bertomeu se ha hecho a sí mismo. Pertenece a una familia pequeño-burguesa que no lo apoyó en sus inicios, cuando además de arquitecto quiso controlar todo el proceso que conlleva la construcción, ya sea la de un chalet, ya la de un hotel en la costa, ya la de una infraestructura... Llegar hasta donde ha llegado, ahora que tiene poco más de setenta años, no le ha sido nada fácil, pues por el camino ha ido dejando, como baba de caracol, ideales y amigos, conmiseración y estupor, sin perder nunca, sin embargo, cosa que le alaba su hija, un gusto exquisito hacia el arte de la música y la pintura, y por el de la escultura y la arquitectura. Ahora se le ha muerto su hermano Matías. Matías representa la otra cara de la moneda, el hombre aferrado a sus principios marxistas que, en sus últimos años de existencia, ha querido retornar a los orígenes: plantar un huerto, cuidar de unos olivos, seguir bebiendo y conversando con sus amistades, con su sobrina Silvia, que lo idolatra. Ambos, Rubén y Matías, pero también Silvia y su esposo Juan, los hijos de ambos; Mónica, la mujer cuarenta años más joven que Rubén, casada con él tras quedarse viudo, son el fruto carnoso, las piezas del árbol a las que les ha llegado la mejor savia. Porque los otros, los que crecen de las sobras, no tienen a qué aferrarse y sufren la soledad del vencido: Collado, Federico Brouard.
Crematorio habla de unas vidas que, a través de la palabra, se van incinerando ante el lector. Matías será introducido en el horno, sus familiares y amigos estarán presentes durante su transmutación en cenizas, pero ellos también se están quemando. La novela es el horno en el que cada uno de ellos va deshaciéndose en un polvo a veces enamorado, las más producto de un sufrimiento vital inaguantable pero no rehuido, como en el caso de Brouard, tal vez el más patético de todos junto a Collado. Ellos son las verdaderas víctimas, los más desafortunados, los que, después de tocar el cielo con las manos, regresan con todo su peso a una realidad embarrada que han consentido con su silencio o su aportación. Rubén es el único que se expresa en primera persona. Es el patriarca, quien después de todo ha logrado cambiar el mundo en el que creció, quien ha dado trabajo y ha modernizado el país, el único que a sabiendas del coste que ha supuesto para la región llegar hasta donde ha llegado es consecuente con su manera de ser y no claudica. Sus verdades son verdades que duelen porque las refrendan los hechos, no la ética ni la fe ni la ideología, y batallar contra ellas es hacerlo contra los muros indestructibles de Troya, que no infranqueables.
Lectura a la que será necesario volver de aquí a un tiempo para no olvidar lo que hemos sido e intentar en lo posible no repetir los errores cometidos. Lectura que dejará su impronta durante meses, hasta ser regurgitada y saboreada de nuevo con el recuerdo de algunos de sus pasajes; en especial, para mi gusto, aquellos relacionados con el personaje de Brouard, porque creo que en cierto modo Chirbes lo utiliza de portavoz de algunas de sus ideas sobre la novela. En cualquier caso, un personaje con el que tal vez, de aquí a unos años, me sienta más identificado de lo que ahora sospecho.

2 comentarios:

  1. Una novela que no he leído pero que, por lo que dices, apetece. Un dato curioso: Chirbes es un autor muy popular y respetado en Alemania, mientras que aquí no se le hace mucho caso. Misterios insondables del mundo editorial...

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  2. Desconocía ese dato sobre Alemania y Chirbes. Lo que sí sé, Elena, es que Chirbes tiene una legión de fieles lectores en España y otra de críticos que lo consideran uno de los autores más interesantes del presente literario español. A mí, al menos, me lo parece.

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