jueves, 28 de abril de 2011

Negra espalda del tiempo


Pocos autores hay, en mi opinión, que posean una capacidad tan poderosa para atrapar al lector desde la primera línea. Una capacidad que no se basa tanto en la historia que nos cuenta, pues de hecho, en ocasiones, lo que menos interesa es qué nos cuenta, sino en el modo en que hila las palabras, las ideas, logrando con en esa música que confiere a lo que dice que el afortunado lector se vea arrastrado, conducido por un camino deleitoso del que no es fácil apartarse. Opino, por todo ello, que Javier Marías es acaso de los mejores escritores vivos, y que tanto sus novelas, como sus libros que no lo son, ofrecen de lo mejor que puede hallarse en este mercado voraz que engulle cuanto se publica y regurgita poco.
(A una pregunta que le hiciera Josep Cuní, periodista de TV3, la televisión pública de Cataluña, sobre cómo consigue ese estilo, esa musicalidad tan propia, Marías responde que no hay una voluntad consciente, sino que le sale así, y que si, cuando repasa lo escrito, observa que el rito falla, o una palabra no encaja con la melodía, la cambia de lugar o prescinde de ella.)
La primera sorpresa al iniciar Negra espalda del tiempo es que nos habla de una novela escrita por Javier Marías, publicada años atrás: Todas las almas, la cual le sirve de excusa para reflexionar sobre un tema realmente fascinante: el de cómo la ficción y la realidad, en ocasiones, se dan la mano y se confunden la una con la otra. Sé que no es original, que muchos otros escritores, empezando por Cervantes, han tratado el mismo asunto con mayor o menor interés. Lo original de esta obra, sin embargo, es que Marías es testigo directo, protagonista de una serie de escenas y conversaciones en las que asiste asombrado a esa confusión. En Todas las almas, el narrador es un profesor español en Oxford que va dejando constancia de sus vivencias en la famosa ciudad universitaria durante el tiempo que dura su contrato. Javier Marías fue profesor en Oxford, y algunos de los personajes que aparecen en la novela tienen un referente real, compañeros suyos de ese periodo, aunque no son ellos punto por punto, sino trasunto o imagen parcial. De ahí que al ser publicada la obra muchas personas sintiesen la tentación, por otra parte comprensible, de sentirse o ver retratados a seres de carne y hueso, entre ellos al propio Javier Marías en la piel del narrador. Por ejemplo, y no es ni mucho menos la más representativa, Marías cuenta que, ya en Madrid, y siendo él docente en la Universidad, se encontró por los pasillos con unas alumnas que le preguntaron que cómo estaba su hijo. Asombrado, respondió que él no tenía hijos, y comprendió al cabo que la causa del equívoco se hallaba en la novela que aquéllas estaban leyendo o acababan de leer. En ella el narrador, el caballero español profesor en Oxford, dice ser padre recién estrenado, y las alumnas, tomando como cierto lo que afirma el narrador, le atribuyen la paternidad al autor sin más prueba que la aportada por una ficción.
No es, como digo, la única ocasión en que se ve en el brete de tener que negar lo que otros toman por evidencia. Aquellos que fueron modelo para sus personajes profesores, se sienten fielmente retratados, y se da el hecho curioso de que alguno pretende imitar al ser ficticio, o se enorgullece de formar parte de una novela escrita, además, por un extranjero. Especial mención merece el capítulo dedicado a Francisco Rico, el insigne filólogo de la Autónoma de Barcelona, amigo y maestro suyo, con el que vive un rosario de escenas realmente divertidas a expensas de la propuesta que Marías le hace de formar parte como personaje de una de sus historias con un nombre inventado, pero con los suficientes rasgos propios como para ser identificado sin mayores dificultades.
El libro, que llevo mediado, merecerá de seguro una segunda o tal vez tercera entrada.

viernes, 22 de abril de 2011

Sin sangre


Novela brevísima, Sin sangre recoge dos episodios separados temporalmente entre sí cincuenta años. En el primero somos testigos de una venganza. En un país del que no se nos dice el nombre, pero al que podríamos llamar perfectamente Bosnia o España, o cualquier otro que haya sufrido las consecuencias de una guerra civil, un hombre y su hijo son asesinados por otros tres. Al hombre, que se llama Manuel Roca, lo acusan de haber participado en el exterminio de unos pocos inocentes. La guerra ha terminado ya, sin embargo. Pero sus secuelas van a perdurar durante mucho tiempo. Cincuenta años no son tantos si el recuerdo persiste, si aquello que nos marcó en la infancia penetró lo bastante como para haber anidado en el subconsciente. Nina es la hija de Manuel Roca. Nina, cuando los enemigos de su padre acuden al lugar donde se encuentran ocultos, es obligada a esconderse en un hueco practicado en el suelo de la cabaña. Desde allí asistirá al acoso y derribo. Las ráfagas de metralleta destrozan cristales, muros. La muerte arrasa inclemente a quienes tienen y no tienen culpa. Entre los asesinos está Tito. Tito tiene veinte años. Tito, tras rebuscar en todos los rincones, descubre a Nina. Pero no dice nada. Nina, acurrucada en su escondrijo, siente que mientras permanezca así, quieta, acopladas las piernas, sus rodillas en equilibrio, el infierno que la rodea no podrá dañarla. Pero Gurre, que es otro de los vengadores, prende fuego a la granja. En pocas páginas, un pandemónium.
En el segundo episodio prevalece la serenidad. Los personajes quedan reducidos a dos. Se trata de un reencuentro; del final de una búsqueda incansable y de un ajuste de cuentas con el pasado, pero sin sangre. De cómo una mala experiencia exige, para ser combatida, reproducir las sensaciones que la hicieron posible. No se trata tanto de saciar una sed, se trata de comprender qué ocurrió, por qué el perdón y la suerte de haber sobrevivido a una espiral de disparos, de fuego y de silencio. Prosa exacta. Prosa limada al máximo para que la historia resulte verosímil. De cómo en cien páginas pueden darse la mano la mayor tragedia y el perdón en una historia que abarca medio siglo. La elipsis tan prolongada no implica, sin embargo, que al lector se le nieguen datos que, no por breves y puntuales, carezcan de la información necesaria para que la vida de esos seres marcados por la culpa la conozca exacta. Una lectura que trata sobre el dolor y el deseo de conocer, sobre la necesidad que tenemos de explicarnos y de que nos expliquen.

miércoles, 20 de abril de 2011

Los Once


Un cuadro que no existe, realizado por un pintor de nombre François-Élie Corentin, que tampoco existió, sirven a Pierre Michon para construir una novela perfectamente verosímil sobre la revolución francesa: si bien lo que cuenta no ocurrió, maneja tan bien los datos, dice con tal convicción, que el lector acaba dudando si no será cierto que Los Once, el nombre del cuadro, no colgará realmente de una de las paredes del Louvre, como se afirma. Los Once son algunos de los personajes que contribuyeron a cambiar a golpe de guillotina un mundo mal hecho. ¿Qué mejor que una pintura para ensalzar su labor, su importancia? El arte visto como un modo de propaganda, pero también de agraviar en función de cómo sucedan los acontecimientos. La labor de Corentin es transformar a hombres de carne y huesos en símbolos de una lucha, en semidioses encargados de dar a las masas aquello de lo que han carecido. Antes de llegar a este punto, sin embargo, Pierre Michon, el autor, hurgará en la vida del pintor inexistente por medio de un narrador que dirige su escrito a un caballero anónimo, tal vez el propio Michon. La biografía remite al abuelo de Corentin, y luego a su padre, poeta anacreóntico destinado a sumarse a las hordas eclesiásticas, pero que conoce a tiempo a Suzanne, de la que se enamora y con la que hallará el modo de dedicarse plenamente a la poesía gracias al dinero que su suegro ha ido ganando. De esta unión nacerá François-Élie, destinado a convertirse en un pintor romántico, en el encargado de elaborar una obra que ensalce a los padres de la Revolución: un cuadro de cuatro metros de ancho por tres de largo que hará de él a uno de los pintores más representativos del periodo.
Aun siendo una historia atractiva, lo más sorprendente de esta novela es la contención de Michon, el esfuerzo sumo por no dejarse llevar por una torrentera de palabras. De argumentos como el presente pueden germinar novelones para chimenea y pipa, de esos que hacen la delicia de lectores que gustan de adentrarse en los laberintos de la trama, que se aposentan en cualquier rincón de sus escenarios y contemplan abismados lo que sucede a su alrededor. Pierre Michon, por el contrario, en poco más de 130 páginas, desarrolla el espíritu que imperó a finales del XVIII en Francia por medio de oraciones cuajadas de información, que remiten tanto a datos enciclopédicos como a sentimientos, que toman como perspectiva la mirada de un esclavo o la de la madre risueña que persigue a su hijo. Escoge, además, unas pocas escenas representativas sin necesidad de auxiliarse de aquellas más destacadas para la Historia, más sangrientas, logrando así, pese a todo, que el aroma de la época quede enfrascado en la novela y podamos olerlo al abrir sus páginas. Todo a partir de esa pintura inexistente que se afirma puede ser contemplada tras un vidrio blindado en el Louvre, emblema de un periodo breve, el conocido con el nombre de el Terror, que pudo haber convertido a los hombres que componen el cuadro en apóstoles del pueblo, pero que a la postre acabaron siendo nuevos tiranos a los que se tuvo que derrocar.

domingo, 17 de abril de 2011

Asesinos sin rostro


Asesinos sin rostro es la primera de las novelas que conforman la serie protagonizada por el comisario de policía Kurt Wallander, el personaje creado por Henning Mankell. Cronológicamente se situaría, pues, antes que Los perros de Riga, que sería la segunda. En ésta el comisario acaba de separarse de su mujer, su padre presenta síntomas de demencia senil, y su hija, con la que mantiene una relación difícil, aparece y desaparece sin que él pueda regir de algún modo su destino, lo que le angustia irremediablemente. El caso que se le ofrece es el del asesinato, tras el sometimiento a una cruel e inexplicable tortura, de un matrimonio anciano en una granja próxima a Ystad, que es la ciudad en la que habita y trabaja Wallander. Antes de morir, la esposa del granjero susurra la palabra extranjero, dando a entender con ello que quienes han cometido el delito no son ciudadanos suecos. Eso provocará una alarma social que nadie quiere, pero que generará la respuesta de grupos de ideas xenófobas que se arrogan el derecho de aplicar la justicia por su mano. Una justicia que va a causar la muerte de gente inocente sólo porque su piel es de distinto color, o porque vive en alguno de los campos de refugiados que el gobierno sueco ha creado a fin de acoger a la gran cantidad de personas que, originarias de la Europa postsoviética, o del norte de África, solicitan asilo en el país. Tal estado de cosas es nuevo para la policía sueca, que se ve obligada a tratar con asesinos que no responden al modelo al que están habituados (por su extrema brutalidad), pero también a un odio que parecía aplacado tras una pátina de bienestar sumamente frágil. Estamos a finales de los años 80 y el mundo occidental ha dejado de presentar una estructura tan simple como la que surgió a raíz de la II Guerra Mundial, y quienes antes no tenían, ahora, tras instalarse en el umbral, llaman a la puerta de aquellos otros que no están dispuestos a compartir.
No obstante lo atractivo de la trama que nos platea Mankell, una de las cosas que más me han gustado de esta novela es la lucha interna del comisario Wallander que, recién abandonado por su esposa, se ve expuesto a un futuro oscuro en el que nadie próximo a él por consanguinidad parece dispuesto a acompañarle. Ello va a conducirle a un túnel del que no le va a ser fácil salir. El alcohol, el dormir poco y mal, lo incomprensible del caso (por qué los asesinos del matrimonio, tras maltratar al esposo y destrozarle la cara, dan de comer al caballo que tiene en propiedad), harán que los meses que separan el delito de su resolución sean para él una suerte de vía crucis del que saldrá renovado. Su oficio es a lo único que puede aferrarse y Kurt Wallander, pese a sus errores, pese a que no entiende una vida familiar en la que no prevalezca su deber como policía sobre el de marido, hijo, hermano o padre, es un buen hombre, pero ante todo un buen comisario al que, con esta primera novela que Henning Mankell publicara allá por 1991, se le ha dado la oportunidad de demostrarlo a lo largo de otras diez novelas, convertidas, según muestran las críticas, en clásicos de la literatura policíaca.

jueves, 7 de abril de 2011

Luces rojas


Me gusta imaginarme a George Simenon pegado a su pipa y cazando al vuelo ideas para sus más de doscientas novelas, y luego escribiéndolas con la urgencia que exige una mente en constante funcionamiento. He leído en algún lugar que su técnica, cada vez más depurada, le llevó a escribir una novela en nueve días. Es evidente que no todas debió rematarlas con el cuidado debido, pero lo que es cierto que las que he ido leyendo hasta ahora, al margen de las protagonizadas por el comisario Maigret, no me han defraudado en absoluto, al contrario, me han reafirmado en la idea de que Simenon fue un narrador de primera línea, capacitado para llevar a buen término cualquier argumento que se le ocurriese. El problema es que, al igual que algunos grandes del cine, que cumplieron con su trabajo de un modo más que notable, y a los que se les tiende a llamar artesanos, no parece que la historia vaya a perdonarle su prolijidad, su entusiasmo a la hora de colocarse ante una hoja de papel en blanco y levantar sobre ella una historia con cara y ojos, como si fuese tan sencillo.
Luces rojas la sitúa en territorio estadounidense, más concretamente en la costa este, en un tramo de la misma que va de Nueva York a Maine. La historia se inicia con un hombre y una mujer que se citan en un bar, del que son clientes asiduos. Están casados, tienen dos hijos y, al igual que otros muchos miles de americanos, se disponen a emprender un largo viaje en busca de sus criaturas, que han pasado buena parte de sus vacaciones en un campamento de verano. Steve, que es el nombre del varón, tiene 32 años y siente celos por el modo en que su esposa ha ido logrando metas en su vida profesional, y también una rabia contenida por la forma en que se le dirige, como si lo menespreciara, como si no le considerase todo lo hombre que él presume ser. Durante el viaje, que se realiza de noche, discutirán por la irresistible necesidad de Steve de pararse en alguna que otra cafetería a tomar un trago. Steve ha entrado en lo que él llama un túnel. Una vez en su interior, difícilmente es posible regresar al punto de partida, por lo que la situación, cada vez más tensa, generará una discusión que lleva a Nancy, la esposa, a alejarse de Steve, y a éste a penetrar con mayor empeño en las interioridades del túnel. No volverán a verse hasta la mañana siguiente, y ya nada será igual.
A lo largo de esa noche aciaga sucederán cosas que van a cambiar la vida de Steve y de Nancy, una pareja en apariencia tan feliz como cualquiera de las que transitan por las carreteras ese uno de septiembre, que es cuando los americanos celebran el día del Trabajo. Simenon, que parece haber conocido bien el fondo del alma humana a juzgar por sus novelas, someterá a sus personajes a una prueba trágica, a una sacudida moral y física que los pondrá al borde de un abismo del que, si caen, ya no podrán salir. El modo de evitar la caída es ser sinceros el uno con el otro, confesarse lo que se han odiado pero también lo mucho que se necesitan, admitir que en una relación no bastan los gestos, sino las necesidades que nacen dentro y que el otro debe saciar. Entre ambos, la figura de un preso fugado de la prisión de Sing-Sing. La atmósfera de novela negra se recrudece con la aparición de este personaje amoral que, irónicamente, hará que sea posible una reconciliación que implica ruptura y verdad, acaso dos de los sacrificios mayores que exigen las relaciones humanas.