jueves, 7 de abril de 2011

Luces rojas


Me gusta imaginarme a George Simenon pegado a su pipa y cazando al vuelo ideas para sus más de doscientas novelas, y luego escribiéndolas con la urgencia que exige una mente en constante funcionamiento. He leído en algún lugar que su técnica, cada vez más depurada, le llevó a escribir una novela en nueve días. Es evidente que no todas debió rematarlas con el cuidado debido, pero lo que es cierto que las que he ido leyendo hasta ahora, al margen de las protagonizadas por el comisario Maigret, no me han defraudado en absoluto, al contrario, me han reafirmado en la idea de que Simenon fue un narrador de primera línea, capacitado para llevar a buen término cualquier argumento que se le ocurriese. El problema es que, al igual que algunos grandes del cine, que cumplieron con su trabajo de un modo más que notable, y a los que se les tiende a llamar artesanos, no parece que la historia vaya a perdonarle su prolijidad, su entusiasmo a la hora de colocarse ante una hoja de papel en blanco y levantar sobre ella una historia con cara y ojos, como si fuese tan sencillo.
Luces rojas la sitúa en territorio estadounidense, más concretamente en la costa este, en un tramo de la misma que va de Nueva York a Maine. La historia se inicia con un hombre y una mujer que se citan en un bar, del que son clientes asiduos. Están casados, tienen dos hijos y, al igual que otros muchos miles de americanos, se disponen a emprender un largo viaje en busca de sus criaturas, que han pasado buena parte de sus vacaciones en un campamento de verano. Steve, que es el nombre del varón, tiene 32 años y siente celos por el modo en que su esposa ha ido logrando metas en su vida profesional, y también una rabia contenida por la forma en que se le dirige, como si lo menespreciara, como si no le considerase todo lo hombre que él presume ser. Durante el viaje, que se realiza de noche, discutirán por la irresistible necesidad de Steve de pararse en alguna que otra cafetería a tomar un trago. Steve ha entrado en lo que él llama un túnel. Una vez en su interior, difícilmente es posible regresar al punto de partida, por lo que la situación, cada vez más tensa, generará una discusión que lleva a Nancy, la esposa, a alejarse de Steve, y a éste a penetrar con mayor empeño en las interioridades del túnel. No volverán a verse hasta la mañana siguiente, y ya nada será igual.
A lo largo de esa noche aciaga sucederán cosas que van a cambiar la vida de Steve y de Nancy, una pareja en apariencia tan feliz como cualquiera de las que transitan por las carreteras ese uno de septiembre, que es cuando los americanos celebran el día del Trabajo. Simenon, que parece haber conocido bien el fondo del alma humana a juzgar por sus novelas, someterá a sus personajes a una prueba trágica, a una sacudida moral y física que los pondrá al borde de un abismo del que, si caen, ya no podrán salir. El modo de evitar la caída es ser sinceros el uno con el otro, confesarse lo que se han odiado pero también lo mucho que se necesitan, admitir que en una relación no bastan los gestos, sino las necesidades que nacen dentro y que el otro debe saciar. Entre ambos, la figura de un preso fugado de la prisión de Sing-Sing. La atmósfera de novela negra se recrudece con la aparición de este personaje amoral que, irónicamente, hará que sea posible una reconciliación que implica ruptura y verdad, acaso dos de los sacrificios mayores que exigen las relaciones humanas.

No hay comentarios:

Publicar un comentario