miércoles, 20 de abril de 2011

Los Once


Un cuadro que no existe, realizado por un pintor de nombre François-Élie Corentin, que tampoco existió, sirven a Pierre Michon para construir una novela perfectamente verosímil sobre la revolución francesa: si bien lo que cuenta no ocurrió, maneja tan bien los datos, dice con tal convicción, que el lector acaba dudando si no será cierto que Los Once, el nombre del cuadro, no colgará realmente de una de las paredes del Louvre, como se afirma. Los Once son algunos de los personajes que contribuyeron a cambiar a golpe de guillotina un mundo mal hecho. ¿Qué mejor que una pintura para ensalzar su labor, su importancia? El arte visto como un modo de propaganda, pero también de agraviar en función de cómo sucedan los acontecimientos. La labor de Corentin es transformar a hombres de carne y huesos en símbolos de una lucha, en semidioses encargados de dar a las masas aquello de lo que han carecido. Antes de llegar a este punto, sin embargo, Pierre Michon, el autor, hurgará en la vida del pintor inexistente por medio de un narrador que dirige su escrito a un caballero anónimo, tal vez el propio Michon. La biografía remite al abuelo de Corentin, y luego a su padre, poeta anacreóntico destinado a sumarse a las hordas eclesiásticas, pero que conoce a tiempo a Suzanne, de la que se enamora y con la que hallará el modo de dedicarse plenamente a la poesía gracias al dinero que su suegro ha ido ganando. De esta unión nacerá François-Élie, destinado a convertirse en un pintor romántico, en el encargado de elaborar una obra que ensalce a los padres de la Revolución: un cuadro de cuatro metros de ancho por tres de largo que hará de él a uno de los pintores más representativos del periodo.
Aun siendo una historia atractiva, lo más sorprendente de esta novela es la contención de Michon, el esfuerzo sumo por no dejarse llevar por una torrentera de palabras. De argumentos como el presente pueden germinar novelones para chimenea y pipa, de esos que hacen la delicia de lectores que gustan de adentrarse en los laberintos de la trama, que se aposentan en cualquier rincón de sus escenarios y contemplan abismados lo que sucede a su alrededor. Pierre Michon, por el contrario, en poco más de 130 páginas, desarrolla el espíritu que imperó a finales del XVIII en Francia por medio de oraciones cuajadas de información, que remiten tanto a datos enciclopédicos como a sentimientos, que toman como perspectiva la mirada de un esclavo o la de la madre risueña que persigue a su hijo. Escoge, además, unas pocas escenas representativas sin necesidad de auxiliarse de aquellas más destacadas para la Historia, más sangrientas, logrando así, pese a todo, que el aroma de la época quede enfrascado en la novela y podamos olerlo al abrir sus páginas. Todo a partir de esa pintura inexistente que se afirma puede ser contemplada tras un vidrio blindado en el Louvre, emblema de un periodo breve, el conocido con el nombre de el Terror, que pudo haber convertido a los hombres que componen el cuadro en apóstoles del pueblo, pero que a la postre acabaron siendo nuevos tiranos a los que se tuvo que derrocar.

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