miércoles, 8 de junio de 2011

El bloqueo


Hace unos días, concretamente el domingo 5 de junio, apareció en el periódico La prensa de La Paz, Bolivia, en su sección de cultura, una reseña a una obra de teatro escrita por Rodrigo Urquiola Flores, un joven escritor boliviano cuyo futuro literario empieza a apuntar y que, por lo que sé y he podido leer suyo, me atrevo a decir que será largo y francamente interesante. La obra de teatro lleva como título El bloqueo y puede leerse de forma gratuita a través de internet o bien descargarse en pdf gracias a la librería digital Ecdótica, que la incluye en su biblioteca gratuita. A Rodrigo Urquiola le dediqué una entrada a raíz de la lectura de su volumen de cuentos publicado en 2008 Eva y los espejos.



El texto que añado a continuación fue el publicado por La prensa el pasado domingo.

De Rodrigo Urquiola me separan un océano y algunos años. Supe de su existencia a través de un blog literario y decidí ponerme en contacto con él por medio de un correo electrónico. Sentía curiosidad por leer su volumen de cuentos Eva y los espejos. Intercambiamos libros y al poco supe que había recibido un premio de dramaturgia y una mención de honor en el premio Alfaguara de novela, a nivel nacional. El primero por la obra de teatro que nos ocupa, la segunda por una narración que aparecerá editada el año próximo. Me alegró mucho la noticia. Entre otras razones porque en el libro de cuentos que me envió acerté a ver, como simple lector amante de la literatura, a un escritor muy joven, pero con un futuro literario tan bien encaminado que me atrevo a augurarle mayores logros.

Se publica ahora El bloqueo. Pieza de teatro breve, solo consta de un acto, en la que seis personajes que se dirigen al mar, ven bloqueada su ruta a causa de seis individuos corpulentos, sordos a las necesidades de los viajeros, cada uno con una gran roca a sus pies que usan para amedrentar a los caminantes cada vez que ven amenazada su incomprensible misión (al menos para el lector o el espectador): la de cerrarles el paso. Los viajeros deberán buscar el modo de continuar su camino. Apenas si llegamos a saber nada de ellos y, sin embargo, cuando el lector acaba de leer sus diálogos, advierte que no se trataba tanto de conocer la personalidad de cada uno, sino de comprender que lo que les mueve a enfrentarse a Los Bloqueadores no es tanto una necesidad personal como universal: la del individuo al que se le impide, sin explicación ni razón alguna, su desarrollo en cualquier ámbito, sea público o personal. Nos hallamos, pues, ante una obra claramente simbólica.

Confieso mi desconocimiento de la realidad boliviana. Aparte la escasa información que llega a Europa, de Bolivia poseo unos pocos datos de carácter político e histórico que no me bastan para saber si lo que Rodrigo Urquiola pretendía al escribir su obra era hacer una referencia directa a un determinado estado de cosas. Independientemente de que esto sea así, estoy convencido de que su representación en cualquier lugar del planeta haría pensar al espectador que tras esos personajes existe una voluntad crítica, manifiesta en el hecho de que, pese a la fortaleza y empeño cerril de Los Bloqueadores, que se niegan a consentir su avance, no se rinden y logran, con la colaboración de todos, mantener el optimismo. Resulta llamativo, sin embargo, que de los seis personajes sean el ciego Maygua y Magadalena los que mayor porfía empleen en derribar la muralla. Puede argüirse en contra que son tal vez los más interesados por llegar a la meta, el mar, pues piensan que allí van a encontrar la cura a la ceguera; pero ello no quita que sean precisamente los más débiles los que asuman el riesgo de pretender debilitar de algún modo el tesón con que Los Bloqueadores profesan su cometido.

Toda esta gravedad, no obstante, no impide ciertas pinceladas de humor absurdo. La noche es día y el día noche. Uno de los Bloqueadores no puede, en determinado momento, evitar que se le dibuje en los labios un esbozo de sonrisa, lo que en el escenario supondrá un fuerte contraste con el resto de Bloqueadores, tan estirados y pétreos, tan poco humanos. Humor hay también en la figura de Maygua, al fin y al cabo causa de que el resto de acompañantes se halle en esa situación, y que, dada su ceguera, necesita de ellos, sobre todo de Magdalena, que acaba asumiendo toda la responsabilidad: una mujer que capitanea al grupo de machos. Pocos datos se nos dan del lugar del que provienen, nada del porqué los Bloqueadores cortan el paso, lo que confiere a la historia un aire kafkiano muy atractivo. En manos del director que la lleve a escena está acentuar más o menos estos rasgos, pues el teatro, al contrario que la narrativa, se subordina, como el ciego Maygua a Magdalena, a la buena o mala voluntad de quienes tienen que darle vida, conducirlo por el camino cierto, libre de bloqueadores.

Para finalizar, quisiera retomar lo que apunté al inicio de este breve texto. De Rodrigo Urquiola me separa, sí, un océano, pero tamaña cantidad de agua y kilómetros no ha bastado para que el contenido de esta obra no me haya alcanzado de pleno. (Por fortuna, el uso de una lengua común facilita que entre este pequeño país de Europa y ese continente desmesurado existan vínculos que van más allá de la hermandad cacareada por los políticos.) Decía, también, que de Rodrigo son varios los años que me separan; esto es, somos letraheridos de generaciones distintas, pero esta vez sí hermanados por una necesidad incorregible de escribir. En su caso, sin embargo, los reconocimientos empiezan a llegarle a edad temprana, lo que no debería cegar a los posibles lectores o espectadores. La obra que tienen en sus manos, o que inmediatamente verán representada en el teatro, posee un valor intrínseco que ningún premio podrá encarecer más, salvo el del aplauso del público, que estoy convencido obtendrá.

Juan Manuel González Lianes

lunes, 6 de junio de 2011

Homer y Langley


Pienso que una de las virtudes que debe tener una novela histórica es la de lograr que el lector no crea en todo instante que está leyendo una novela histórica. Alguna vez que he pretendido leer algunas de las que estos últimos lustros se han convertido en auténticos best-sellers, he tenido la impresión de que la única voluntad de su autor era demostrarnos lo mucho que se ha informado sobre el periodo que aborda. Una novela histórica, al igual que cualquier otra, sea cual sea el género literario al que pertenezca, debe hacernos olvidar el adjetivo que la califica. Estamos leyendo una novela, y si esa novela escrita en el presente sitúa su acción en el pasado, su acierto será hacerla verosímil sin alharacas documentalistas. ¿Que cómo se alcanza esto? Entre otras maneras, consiguiendo que el narrador de la historia no se deje contaminar por el autor; que se limite a explicar lo que sucede sin necesidad de justificar en todo instante la razón del escenario histórico escogido. Doctorow es un reconocido novelista, uno de esos escritores ensombrecidos por la figura de otros contemporáneos suyos; pero cuya obra responde a una coherencia artística a la altura de los grandes. Por lo que yo sé, siempre se ha decantado por el género histórico y por un momento especialmente importante para los EEUU, el situado a inicios del siglo XX. Sus novelas se han convertido en clásicos indiscutibles, y lo de menos es que lleven la coletilla detrás. La última, la que he terminado de leer estos días, tiene como título Homer y Langley, y está basada en la historia real de dos hermanos.
Los hermanos Collyer fueron encontrados muertos en 1947 en el interior de su casa, donde vivían solos. Sus vecinos alertaron a la policía de Nueva York tras varios días sin que dieran señales de vida. La policía, al intentar entrar en la casa de cuatro plantas, comprobaron que la puerta estaba atrancada por dentro. Tampoco los bomberos pudieron acceder a ella. Hubo que realizar un agujero en la azotea. La casa estaba a rebosar de todo tipo de objetos. Entre ellos, miles y miles de periódicos apilados a lo largo de más de treinta años, y libros. Fueron precisamente algunas de estas pilas de papel las que se desplomaron sobre el cuerpo de Langley, que murió aplastado. Homer, inválido y ciego, falleció a los pocos días de hambre y sed, tras una larga agonía. Las toneladas de cachivaches halladas en aquel edificio convirtieron a los dos hermanos en celebridades, y supongo que muchos ciudadanos debieron preguntarse entonces qué debe ocultarse tras una mente que se propone reunir a su alrededor tal cantidad de material inservible.
Doctorow recoge esta historia, probablemente ya olvidada, y convierte la vida de estos dos personajes en el centro de interés de una novela escrita en primera persona por Homer. Pese a estar ciego, dispone de una máquina de escribir pensada para invidentes. Una de las libertades que se toma Doctorow es alargar en la ficción la vida de los hermanos. En la realidad, según he apuntado más arriba, sus cadáveres fueron encontrados en 1947; pero para un escritor al que le interesa la Historia de su país del modo que le interesa a Doctorow, hubiera sido un desperdicio no servirse de Homer para realizar un viaje temporal a lo largo de un siglo en el que los EEUU ha sido estandarte de lo mejor que puede ocurrir en democracia y de lo peor también. Langley sirve en el ejército durante la 1ª Guerra Mundial, y su experiencia va a trastornarle para siempre. Homer, ciego a los veinte años, vivirá necesariamente a rebufo de su hermano, y tendrá que aceptar las excentricidades, las manías, los nuevos remedios con los que pretenderá curarle de una ceguera que él considera reversible. Desde su casa situada frente a Central Park, serán testigos de los cambios que irá sufriendo su ciudad pero también el mundo, pues Langley no perdonará un día sin comprar las dos ediciones de todos los periódicos que se publican en Nueva York. Su intención es crear, por medio de recortes y sinopsis escritas a máquina, un único ejemplar que pueda leerse en cualquier lugar y tiempo, en el que queden recogidas las noticias imprescindibles que den idea de cómo somos los humanos y cuáles nuestros actos más representativos. Homer, por su parte, buscará refugio en su piano y en las pocas mujeres que consigue conocer. La ceguera no es un impedimento para su felicidad, y si bien Langley manifiesta síntomas de no estar en sus cabales, es bien cierto que gracias a él le ha sido posible vivir bajo techo y protegido de un mundo cada vez más agresivo, del que le llegan ecos pero casi siempre susurros.
Lo difícil de esta novela, pienso, es no haber caído en la tentación de convertir a estos personajes en motivo de burla. Langley es víctima de un monstruo que progresivamente ha ido haciéndose más poderoso. El mundo le va demasiado grande y en su obsesión por almacenar cuanto cree reutilizable y encuentra en la calle, parece responder a un deseo nunca bien explícito por crear a su alrededor un orden en el que estar a gusto. En el fondo se trata de una huida, de un viaje hacia ninguna parte. De familia adinerada, Homer y Langley son los últimos vástagos de una saga que desaparecerá con ellos. Lo que acumularon a lo largo de unas pocas décadas, en la realidad y en la ficción, son los restos de una civilización en declive, los posos de una ciudad que llegado el momento los convertirá en atracción de feria para civiles ociosos, y luego en noticia estrella de sucesos.