domingo, 25 de julio de 2010

El año de la muerte de Ricardo Reis


Ricardo Reis regresa a finales de 1935 a su Lisboa natal. Una Lisboa húmeda, fría, empobrecida, bajo el mando de una dictadura recién estrenada. Allá en Brasil, de donde procede, las cosas no andan mejor. Además, Fernando Pessoa ha muerto. Lo ha hecho un día antes de la llegada de Ricardo Reis, heterónimo de aquél, amén de doctor en medicina. No tardará en acudir Pessoa al encuentro de su yo, de su otro distinto pero igual. Porque ésta es una novela de espectros que no descansan en paz en un tiempo en el que las cosas están cambiando. Europa empieza a ser dominada por un fascismo de opereta que siembra de cadáveres los arcenes de caminos y carreteras; dominada por el nazismo emergente, que traerá tormentas y atrocidades. La figura de Adamastor, titán de los que se revelaron contra Zeus, domina el Alto de Santa Catarina. Camoens, en su poema Os Luisiadas, rescata esta figura para alabar el valor de los marinos portugueses que cruzaron el Cabo de Buena Esperanza pese a las advertencias del gigante, que quería impedirles el paso. Adamastor, dicen otras fuentes mitológicas, violó a la nereida Tetis y causó con ello la cólera de Zeus, que lo condenó a ser un accidente geográfico, generador de tempestades. Aquí, en esta Lisboa neutral, es estatua dócil, figura decorativa de cuyas espaldas llegan los ecos de lo que sucede más allá de la frontera, de donde no sólo llegan los malos vientos y los malos casamientos, también el ruido de las balas, el de los morteros y los cánticos victoriosos.

El año de la muerte de Ricardo Reis es una novela de amor. Sabemos que Fernando Pessoa fue hombre soltero, hombre triste dedicado a la literatura en cuerpo y alma, desasosegado por ella y para ella. José Saramago parece querer darle una segunda oportunidad: la de vivir una vez muerto las experiencias que se negó en vida en la forma de uno de sus heterónimos famosos, el de Ricardo Reis. La noche que arriba a puerto, Ricardo Reis se dirige a la Rua do Alecrim y se aloja en un hotel ubicado en esta calle: el Hotel Bragança. Allí conoce a las dos mujeres de las que queda prendado; pero de distinta manera según sea Marcenda, según sea Lidia. De la primera se enamora platónicamente. Es una chiquilla impedida, que todos los meses viene a Lisboa con su padre desde Coimbra para que un médico de la capital la trate del mal que la aqueja: tiene un brazo paralítico, que le cuelga muerto al costado como un animal de compañía, el izquierdo. Hacia la segunda Ricardo Reis no sabe a ciencia cierta qué siente; pero entre ellos se inicia una relación carnal y absolutamente entregada que reportará al hombre aquello que la vida le niega: una pizca de felicidad, de hombría, de sensatez…

El narrador se nos presenta atípico. Dice desde una distancia irónica, nos acompaña como espectro lector que se hubiera sentado en nuestro hombro a explicarnos cuanto sucede al personaje protagonista a lo largo de los nueve meses que dura su estancia terrenal en Lisboa. Lejos de contribuir con ello a empequeñecer a la criatura, consigue hacérnosla más próxima, porque lo que hace queda relativizado, difuminado en las aconteceres comunes, y es más héroe si cabe que si hubiera sido pintado con tonos románticos. El más enternecedor, sin embargo, el que se gana al fin las simpatías del lector es el personaje de Lidia, pues siendo mujer del pueblo, analfabeta, camarera en el Hotel Bragança, arriesga por amor al doctor su trabajo y su honra; incluso la vida de su hermano arriesga, marino en uno de los barcos atracados en el puerto, simpatizante de ideas contrarias al régimen imperante, cuando comunica a aquél que se prepara una revuelta, siendo Ricardo Reis hombre conservador poco dado a violencias.

Novela grande, novela de las primeras de Saramago, la leí hace ahora veintitrés años y me dejó un poso duradero. Muerto su autor, precisaba de este homenaje a mí mismo, pues he recuperado tras su relectura los placeres de antaño, el de esta prosa prieta, sugerente de melancolías y amores no cumplidos.

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