La reacción contraria a la de pensar que un hecho ficticio es cierto, es la de creer que un hecho real es fruto de la imaginación, y eso mismo ocurrió con algún personaje mencionado en Todas las almas. Es el caso de John Gawsworth o de Wilfrid Ewart, tipos de vida azarosa que, cuando se explica, el lector piensa que nunca sucedió, que es fruto, como el resto de lo que el narrador cuenta, de la imaginación de éste. ¿Quién ha oído hablar nunca de un reino cuyo nombre es Redonda? Se lo concedió la reina de Inglaterra a un banquero de la isla de Montserrat, que compró la de Redonda al nacer su hijo, con la condición de que dicho reino no tuviese política alguna opuesta a los intereses de la Gran Bretaña. Ello no supuso impedimento para que el título de rey, que recayó en manos del hijo del banquero, escritor de literatura fantástica, no fuese heredado posteriormente por John Gawsworth, título que ostentó hasta 1970, año en el que murió alcoholizado y convertido en un indigente. De manos de Gawsworth pasó finalmente a las de Javier Marías, actual rey de Redonda, con atribuciones tales como las de dar títulos a escritores que en su opinión lo merecen.
Es tal la vida de ciertas personas, que se nos hace difícil de tragar según que cosas nos expliquen de ellas, y no es raro que ante determinados acontecimientos el lector u oyente muestre un escepticismo lógico. Que una joven promesa de la literatura acabe muriendo de un balazo en el ojo por el que no ve, en el momento justo en que asoma al balcón de un hotel de México en el que se encuentra alojado, entra en el terreno de lo verosímil, pero difícilmente en el de lo creíble. Y sin embargo la historia fue real, o eso se entiende de lo que nos dice Javier Marías: sucedió la noche de año viejo de 1922 durante la celebración popular del cambio de fecha, cuando al parecer, y según Conan Doyle, este autor habría llegado hasta lo más alto tras haber publicado alguna novela y un puñado de cuentos. Uno de ellos, titulado Los bajíos, lo recogió Marías en una antología de relatos de miedo titulada Cuentos únicos, aparecida primero en la editorial Siruela y luego en Reino de Redonda en 2004.
Otro de esos personajes alucinantes, acuciados por el recuerdo de T. S. Lawrence, modelo de vida aventurera, más conocido como Lawrence de Arabia, es Percy William Olaf de Wet que, aparte de hacer la máscara mortuoria de Jonh Gawsworth, fue piloto de aviación en las tropas republicanas durante la guerra civil, y luego acusado de espía por los alemanes a favor de los franceses. No es menos sorprendente su intención de crear y organizar partidas de partisanos con la intención de hostigar a los soviéticos a través de los Cárpatos. Dicha idea, al parecer, se la propuso al mismo Francisco Franco, el cual la rechazó acaso no porque le resultara descabellada, sino porque su interlocutor le pareció excesivamente atildado, o afeminado, o simplemente maricón por su porte y su bigote y su breve mosca bajo el labio inferior.
Quiero decir con todo esto que no me extraña que al leer Todas las almas, o en este caso Negra espalda del tiempo, el lector no dude si pensar que cuanto se le narra es del todo digno de fiar, o bien Javier Marías le está gastando una gran broma magníficamente urdida. Lo importante, creo, es la convicción con la que dice, y sobre todo el estilo seductor que atrapa y arrastra por donde él gusta. No es, pues, obra en la que haya que buscar una trama, porque no es una novela al uso, ni tampoco un ensayo, es una suma de reflexiones, de recuerdos, de anécdotas y chascarrillos, de ese material bruto con el que está hecha la literatura pero que no vemos en la cara visible del tiempo, sino a su espalda, en la negrura donde se cuecen las historias que nos asombran y nos entretienen.
No bastan dos entradas en este blog para abordar lo mucho que me ha sugerido y gustado este libro, pero sí son bastantes, creo, para que quien guste de la prosa fluyente y hechicera de Javier Marías, se acerque a él sin necesidad de pasar antes siquiera por Todas las almas y dejarlo, sin traicionarse luego, para después.
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