jueves, 25 de marzo de 2010

La ratonera


De Agatha Christie leí hace mucho alguna de sus novelas detectivescas protagonizadas por Hercules Poirot, pero ninguna llegó a parecerme obra de interés literario, si acaso poseedoras de una virtud: la de conseguir que el lector pase un rato agradable leyéndolas, intentando descubrir por su cuenta al asesino, mientras el detective de turno elabora sus teorías según una singular lógica que lo hace distinto al resto. (Cuán alejados están ahora los policías protagonistas de obras como las de Donna Leon, Fred Vargas, Henning Mankel, John Connelly, y tantos más, de aquellos otros que abonaron el género y le dieron la popularidad que se merece, pues en éstos no es tanto ya la racionalidad de sus argumentos lo que los anima a seguir sus pesquisa, sino un sentimiento de desamparo ante un mundo que no se limita a las paredes de un salón o de una biblioteca, sino que abarca horizontes que van más allá de lo arquitectónico y geográfico.) Lo mismo puede decirse de La ratonera, obra dramática que, según he sabido, va por las más de 24000 representaciones initerrumpidas en Londres, desde que se estrenara en 1952. Leída, la obra posibilita que el lector actúe del mismo modo que en las novelas y busque por su cuenta al asesino de marras. Los personajes son pocos, el escenario único, el tiempo breve. Una estructura clásica para una historia de asesinatos clásica. Su puesta en escena debe hacerla, sin embargo, más interesante. Tratándose de actores ingleses, en el caso de que alguien la vea en su versión original, pienso que la intriga está garantizada, y que la caracterización de los personajes debe ser perfecta, no en vano dicha intriga son sus palabras y sus actos los que la alimentan.

domingo, 21 de marzo de 2010

Libra


De un tiempo a esta parte tiendo a escoger novelas de aliento corto, es decir, historias contadas en un número de páginas razonable, que no exijan una dedicación a su lectura mayor al límite de una semana. Las novelas largas acaban agotándome. Las he leído con gusto durante muchos años. Supongo que lo seguiré haciendo más adelante. Ahora, en este momento, abordar un volumen de páginas superior a las doscientas o doscientas cincuenta me parece una labor que exige un gran esfuerzo. Me está ocurriendo con Libra. Es un título del autor Don Delillo. Uno de los mejor considerados de la literatura Norteamericana junto a un puñado de nombres ilustres. No había leído nada de él. Libra cayó en mis manos al encontrármela en uno de esos puestos callejeros que ofertan libros a fin de conseguir dinero para una causa justa. No recuerdo de qué causa se trataba. Me costó un euro. Su valor, en pesetas, incluido el IVA, fue en su momento de mil cien. Seis euros con sesenta y seis céntimos. Es una novela de quinientas ochenta páginas en un estilo descarnado, casi documental, con el que Don Delillo nos habla de un episodio fundamental en la historia reciente de EEUU: el asesinato de Kennedy, centrándose para ello en la figura de uno de sus protagonistas: Lee H. Oswald, el hombre acusado de haber disparado el arma que lo mató, el mismo que a los pocos días fue asesinado a su vez. El esfuerzo de su lectura lo provoca no tanto que sea una obra densa y en apariencia bien documentada, se trata de una pereza que no me explico pero que acepto porque la supongo consecuencia de un estado de ánimo pasajero. Con todo, cuando inicié su lectura, me propuse terminarla fuese cual fuese el volumen de páginas diario que pudiese asumir, con lo que podría alargarse en el tiempo e impedirme poder acercarme a otros libros que tengo pendientes. La novela desarrolla dos historias paralelas: una biográfica, en la que se nos presenta la personalidad de Oswald, marcada por su signo zodiacal, libra, hombre, por tanto, voluble, de ideas izquierdistas, que se deja influir fácilmente, pieza necesaria para que la maquinaria tramada por un grupo de derechistas convencidos, enemigos de Cuba, más concretamente de Castro, y que de paso odian a Kennedy lo bastante como para quererlo muerto tras el desastre de Bahía de Cochinos, funcione como ellos pretenden, lo que sería la segunda historia, ambas alternándose a lo largo de la obra hasta que confluyen y conforman una común, la que pasará a las enciclopedias. La novela fluye a la perfección, si bien carece del verbo tenso, lacerante de James Elroy, que en su novela América afronta ese mismo episodio de manera bronca, como si escupiera las palabras.

Hace un momento leía un texto del director de una película española de título Vida y color. En ese texto habla de cómo los americanos, en su cine, han sabido retratar la historia de su país escogiendo determinados momentos de esa historia, a modo de crisol, en los que se concentran los miedos y las aspiraciones de una sociedad en tránsito. El asesinato de Kennedy es uno de esos momentos precisos que han dado para muchas, infinitas páginas y fotogramas. Libra pretende entender los mecanismos de una mente, la de quien apretó el gatillo y fue chivo expiatorio, el único inocente tal vez de cuanto ocurrió el día en que Kennedy fue acribillado a tiros. El esfuerzo, pues, ha valido la pena. Miro el volumen y me digo que tardaré en volver a una novela de estas dimensiones. Mi ánimo me lo exige. Sin embargo sé que acaso encuentre alguna otra que me atraiga perversa y caiga en sus redes. Es el mal de la literatura. El mal que afecta a quienes buscamos respuestas a nuestros íntimos momentos históricos y la fiamos al mejor postor, en este caso Don Delillo.

miércoles, 10 de marzo de 2010

Antonio Azorín


Cojo al azar un libro de Martínez Ruiz, su novela Antonio Azorín, en una edición de la Editorial Labor, impresa en un papel satinado, muy parecido al de algunas revistas, y leo arrobado sus primeras páginas. La prosa de Martínez Ruiz es de una riqueza exuberante. Con minuciosidad a veces enojosa, detalla cuanto ve de un modo que recuerda el trabajo del científico. (De hecho, hay un episodio en el que se limita a observar el comportamiento de ciertas arañas que el personaje tiene encerradas en una caja y lo compara con el de los humanos.) Conoce todos los sustantivos. Conoce, en consecuencia, toda la realidad que lo circunda. Azorín vive en una casa campesina, en medio de un paisaje humano y geográfico del que se nutre y transforma en palabra viva. La realidad cobra sustancia lingüística sin necesidad de subterfugios. Es por la palabra mediante. Es como si la lengua naciera de las propias cosas que describe, como si del pámpano colgara una etiqueta con su nombre y, de paso, el adjetivo más adecuado. Leer a Martínez Ruiz es llenarse la boca de palabras. Se le salen a uno como nata al morder un pastel. Y como el pastel, a veces, resultan empalagosas. No hay apenas acción. Martínez Ruiz dice, nombra, muestra aquello que aparece ante él, no narra, si acaso alguna anécdota, algún paseo. Pese a ello, zambullirse en sus páginas de tarde en tarde puede servir para relativizar la fama de ciertos autores hueros, de palabra envuelta en celofán brillante.

jueves, 4 de marzo de 2010

Bola de sebo


El ejército germano ocupa Francia y llega hasta la ciudad de Ruan. La población se aclimata poco a poco a la presencia extranjera. Algunos ciudadanos, con intereses en Le Havre, decide, con un salvoconducto proporcionado por el general en jefe, viajar en una diligencia por el territorio conquistado aun a riesgo de sufrir algún contratiempo que les impida llevar a cabo sus deseos. Entre los ocupantes de la diligencia se hallan representantes de las distintas clases sociales de la época. La diligencia es un microcosmos humano en el que se concentra la avaricia, la hipocresía, la religiosidad ostentosa, el puritanismo más acervo, el desprecio; pero también la entrega desinteresada de manos de Bola de sebo, una prostituta que sacrifica cuanto tiene en aras al cumplimiento de unos intereses mezquinos. El autor, con todo, no usa de un lenguaje maniqueo, no juzga, expone lo que sucede con una objetividad encomiable, lo que permite al lector hacerse él mismo una composición de lugar y llegar a sus propias conclusiones. Bola de sebo consiente, da. El resto aguarda y luego condena. Su posición desahogada se lo permite. Los que se dicen moralmente superiores, actúan de un modo miserable y al cabo se olvidan. Todo está bien si a cambio consiguen su propósito: huir de los soldados alemanes y llegar a Le Havre. El cuento es breve. El cuento es de una intensidad sobrecogedora. No se puede decir más con menos. Justamente está considerado uno de los mejores que se han escrito, si no el mejor. ¿Por qué la foto de John Wayne?, porque John Ford tomó este cuento de Guy de Maupassant para inspirar su película La diligencia, de 1939, en la que en vez de los alemanes, los que representan la amenaza son los indios.

lunes, 1 de marzo de 2010

La última noche


La vida, nos dice James Salter, es una moneda con su cara y su envés. Sus cuentos son monedas que giran en el aire. El azar las hará caer de uno u otro lado. Con todo, resulta muy fácil sucumbir a la tentación de atravesar la línea que separa el lado luminoso de la existencia de aquel en el que transitan las sombras del deseo, de la traición, del engaño. Los personajes que sobreviven en estos cuentos lo hacen de un modo aparentemente sereno; pero basta un giro en sus vidas, un pequeño desajuste en la maquinaria que gobierna sus días y sus noches, para que todo se tambalee, para que la firmeza de sus piernas bien asentadas sobre los cimientos de una familia feliz, de un trabajo, de una relación satisfactorios, se vea debilitada y ellos cayendo, o a punto de caer en el mismo error, acaso en un error nuevo del que saben que saldrán maltrechos. En ocasiones, esa sacudida que los desequilibra parte de una figura palpable del pasado, que regresa o hace presente de improviso, de una muchacha a la que conocen casualmente en una fiesta, de un perro que te sigue y cuyo amo te atrae y repele a un tiempo. Son infinitos los modos de alterar sus pautas de conducta. Lo irónico es que en ocasiones, aquellos mismos que intentan reconducir el camino de quienes se apartan del correcto, son asimismo compañeros de viaje, metidos hasta el cuello en la ciénaga del engaño y la hipocresía. No siempre, sin embargo, lo que se les propone implica destrucción, sino una salida que llega tarde, un vericueto por el que acceder de modo más directo a la felicidad. Lo que se tiene nos hace cobardes. No necesariamente desdichados, sí cobardes. Tal vez sea mejor así.


Releo el comentario y no sé si tiene algo que ver con el espíritu de este libro. La última noche es su título. Su autor: James Salter. Grande entre los grandes, nos advierte la contraportada. Sus historias no se limitan a explicar, sugieren desazón, miedo, amor contenido. ¿Cambiamos con el paso del tiempo? Me temo que sí. Es inútil que las voces que acariciaron nuestros oídos tornen de donde quedaron suspendidas. Ya no somos tal cual fuimos. O eso creo. Más cobardes que entonces, seguro.