martes, 22 de junio de 2010

Eva y los espejos


Finalizada la lectura de Eva y los espejos la impresión que me queda es la de que los personajes de estos cuentos se mueven en una atmósfera de ensueño, su vida atrapada en una parcela gobernada por lo onírico. No son cuentos propiamente fantásticos. Lo que de extraño sucede en ellos no lo hace porque sea propio de la realidad en la que se desarrollan sus tramas, más bien la extrañeza parte de los propios personajes, de la visión o sensación que tienen de las cosas. En Invisible, por ejemplo, que es el primer cuento de los trece reunidos en esta colección, un anciano se despierta con su mujer muerta al lado, y concibe su ida como un viaje en el que él también debe embarcarse. En otro cuento, una mujer llama por teléfono a su familia, a sus amistades, y se sorprende al comprobar que nadie no solo no la recuerda, ni siquiera sabe quién es. Un niño es mandado a buscar azúcar a casa de una señora a la que llama tía, pero que no es su tía, y tiene que caminar a lo largo de un callejón en el que hay un perro negro que parece muerto, pero que no está muerto. Un hombre, que alberga en su interior una sombra diminuta de sí mismo, vaga por la ciudad y acaba en el interior de un autobús lleno de sombras. Estos planteamientos, estas acciones llevadas con parsimonia y buen tino, me han producido esa impresión apuntada al principio, como si estuviese asistiendo a la proyección de un sueño, de muchos sueños, que alguien está teniendo en el mismo instante de la lectura. El duelo es de los que más me han gustado. El desdoblamiento, la imagen que prescinde del cuerpo que se mira en el espejo, su origen, y campa a sus anchas por la casa del padre ciego. El padre intuye que quien lo acompaña y cuida no es su hija, sino su usurpadora exacta y fría. En tanto que evocadoras de una realidad incierta, las historias poseen la virtud añadida de ofrecernos un cuadro de nuestro mundo como hecho a lápiz; o tal vez se trate, y de ahí la sensación de extrañamiento constante (me recuerda a Felisberto Hernández), de que lo que Rodrigo Urquiola ha pretendido es narrar desde el otro lado del azogue o metido en él, como una Alicia nada inocente que quisiera no contarnos lo que ve sino lo que ve matizado por un sentimiento de miedo y asombro contante. Eva y los espejos me parece un libro muy maduro, muy elaborado en su expresión; un libro que dice sobre los terrores que nos importan, los que habitan nuestros túneles y cementerios.

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