jueves, 1 de abril de 2010

La mancha humana


Lo dicho: por alguna extraña razón que no acabo de explicarme, pereza tal vez, hastío, las novelas excesivamente voluminosas me resultan hitos de difícil alcance, caminos pedregosos por los que avanzo a trompicones pese a que sus autores son de mis preferidos, caso de Philip Roth. Su estilo hipnotizante, su capacidad para exponer el alma humana de un modo que acaso alguien considere pornográfico, me resultan ahora un obstáculo que me impide concentrarme como es debido, disfrutar de la forma en que lo he hecho otras veces. Me inquieta esta imposibilidad mía, supongo que temporal, para entrar de lleno en obras tan fascinantes como La mancha humana, que llevo mediada, pero que temo voy a dejar aparcada por esa sensación de poco aprovechamiento que me asalta cada vez que abro el libro. Las vicisitudes de Coleman Silke, acusado de racismo por un comentario fortuito en una de sus clases de la Universidad de la que es decano y profesor de lenguas clásicas, dirigido a dos de sus alumnos, invisibles porque no recuerda haberlos visto nunca en el aula, sirven a Philip Roth, como es costumbre en él, para hacer una crítica sesuda y devastadora de la sociedad americana, en el presente caso de la sociedad americana de finales de los noventa, cuando Bill Clinton fue juzgado moralmente luego de que una becaria declarara haberle realizado nueve felaciones en el interior del despacho presidencial. Philip Roth, sin embargo, no se queda en la anécdota del caso. Philip Roth aplica el escalpelo de la palabra y disecciona a los personajes de tal modo que sus entrañas vitales quedan a la vista del lector. Coleman Silke es víctima de un determinado modo de concebir las relaciones humanas, pero no es un hombre del todo inocente. Su hipocresía, su crueldad, su empeño por negarse a sí mismo tal cual es, lo hacen un personaje complejo, extraordinario, a la altura de otros muchos retratados por el autor. Llevo la novela mediada, sí; pero es tal el apabullamiento de su información sobre Coleman, que es preciso tomar un respiro, meditar sobre si la simpatía que uno acaba experimentado por él es o no inapropiada. Si a ello se le suma esa desgana dicha más arriba, el abandono de su lectura no se me hace tan culpable como debería. Todo ello me lleva a pensar que la dificultad de una lectura no parte siempre del texto, es un conjunto de circunstancias tanto internas como externas a él que la harán más o menos fluida, agradable, entregada… O puede que Philip Roth no solo escarbe en la personalidad de los personajes que crea, que lo haga también en la de los lectores que se acercan a él. El libro como un escalpelo…

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