Hace un par de días el puro azar llevó a mis manos un libro de poesía. Confieso que he sido un mal lector de poesía durante años, pero que poco a poco, con paciencia y ánimo curioso, he ido abriéndome camino entre la frondosidad expresiva de buena parte de aquellos que ofician a este lado de la literatura, tan difícil, pero tan grato si aprendes a descifrar sus modos de entender el mundo y la palabra. El autor de ese libro que digo es Carlos Marzal. Su título: Ánima mía. No alcancé a leerlo entero. Debía entregarlo, finalizado el viaje en tren, a un compañero que a su vez pretendía regalárselo a un alumno aventajado en esto de jugar con el verbo. Mi lectura, pues, se limitó a lo que dura un trayecto entre la estación de Mataró y la estación de Malgrat de Mar: treinta y cinco minutos en los que pude chapucear entusiasmado en una charca cuajada de sorpresas. No tengo el libro. Busco en Internet y hallo un puñado de versos suyos. Releo y vuelvo a entusiasmarme por la perfección con la que dice, libre de marañas, y no puedo por más que hacer un corta y pega, para quien ignore su existencia, de uno de sus poemas, al azar, a la rosa.
El juego de la rosa
Hay una rosa escrita en esta página,
y vive aquí, carnal pero intangible.
Es la rosa más pura, de la que otros han dicho
que es todas las rosas. Tiene un cuerpo
de amor, mortal y rosa, y su perfume
arde en la sinrazón de esta alta noche.
Es la cúbica rosa de los sueños,
la rosa de los sueños,
la rosa del otoño de las rosas.
Y esa rosa perdura en la palabra
rosa, cien vidas más allá de cuanto dura
el imposible juego de la vida.
Hay una rosa escrita en esta página,
y vive aquí, carnal e inmarcesible.
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