viernes, 16 de abril de 2010

Doctor Pasavento


Inicio la lectura de Doctor Pasavento, novela de Enrique Vila-Matas. Sé que estoy leyendo algo importante. Sé que Vila-Matas se nutre de una tradición europea que es la mía como lector. Conozco a Robert Walser, y he leído su obra más conocida: Jakob von Gunten. Walser es el modelo que admira el personaje retratado por Vila-Matas. El doctor Pasavento pretende pasar inadvertido, desaparecer. Alcanzar la invisibilidad le resulta imposible. Nadie lo ha logrado, que él sepa; pero sí, como Walser, pasar desapercibido. El doctor Pasavento se dirige a Sevilla en el AVE. Allí debe reunirse con Bernardo Atxaga, con el que debe dialogar sobre las relaciones entre realidad y ficción. La novela no desarrolla tanto, pienso, el tema de la evanescencia, como el de la fina frontera entre aquello que es ficticio de lo que no lo es. De hecho, Bernardo Atxaga no es el único escritor “real” que asoma en la novela; también lo hace Antonio Lobo Antunes, y Pasavento no es sino trasunto del propio Vila-Matas. Al llegar a Sevilla, un suceso inesperado posibilita que el doctor pueda hacer mutis por el foro, como se dice en teatro, y dejar el escenario de su realidad cotidiana para poder, de ese modo, llevar a cabo un empeño antiguo, el de ocultarse durante un tiempo como ya hiciera Agatha Christie, que se retiró, sin decir nada a nadie, en un balneario, y toda Inglaterra estuvo pendiente de ella hasta que unos periodistas la encontraron al cabo de once días. Pasavento viaja a París, a la calle Vaneu, donde se aloja en un hotel, y también a Nápoles, ciudad en la que mantiene dos largos encuentros con el profesor Morante. Pero se lleva una decepción. Para pasar inadvertido alguien tiene que echarte de menos, buscarte. Nadie de su entorno se preocupa por él. Llama por teléfono a su inmueble y, fingiendo ser otro, pregunta al conserje. No hay llamadas de amigos ni familiares. No importa qué pueda haberle pasado. Y sin embargo lleva días sin aparecer por su casa en Barcelona. Sí, soy consciente de que estoy leyendo algo importante. Pero llega un punto en la novela en la que soy incapaz de seguir su hilo. Me ha ocurrido antes con Vila-Matas. Me ahogo en su espesura estilística. Me sucede igual con los autores centro-europeos que él admira. Y es por eso que yo mismo me siento en la necesidad de desaparecer, de desentenderme de ese mundo abigarrado que conforma la literatura que hace este autor. Acaba de aparecer un nuevo título suyo, Dublinesca. Domingo Ródenas, en su crítica de El Periódico, alaba la obra. Sé que acabaré leyéndola, intentándolo al menos. Y sé también que con toda probabilidad me sature. Me gustaría que no fuese así. Tal vez se trate de que el momento más propicio para comprender en toda su complejidad y riqueza a Vila-Matas me tiene que llegar aún. No se trata tanto, pues, de madurez vital, sino de sazón erudita.

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