El cuadro es de Fernando Botero
Qué piensa la mujer del cuadro. Es lo primero que me pregunto al advertir el modo en el que mira, desentendida momentáneamente del libro, algún punto más allá de las nubes y de las mismas estrellas. Acaso medita sobre algún paraje especialmente bello, o sobre alguna palabra evocadora de un pasado no demasiado remoto. Me quedo con la primera posibilidad. El libro desechado, abierto en el césped, no ha debido contentarla, o puede que esté alternando ambas lecturas. El que tiene en su mano izquierda imagino que es un libro de caballerías. El pasaje que ha dejado suspendido: aquel en el que el caballero, con la espada y el peto de su armadura bañados en sangre de dragón, logra rescatar a la dama de sus fauces y le recita, a modo de preámbulo, las virtudes que descubre en ella y en las que jamás había reparado. La lectora del cuadro sueña ser esa dama discreta. Es capaz de representarse a su salvador tal cual si lo tuviera delante. Es hermoso. Ha llegado a caballo por el camino que se ve al fondo. No trae perneras ni faldón cubiertos de sangre. Los dragones dejaron de existir hace tiempo. Trae un aire de fatalidad en su rostro y, antes de que la mujer pueda creer tocarlo, se le desvanece efímero como una fantasía cualquiera. ¿A qué preguntarse sobre su desnudez? La materia del cuadro se halla en las páginas del libro y en lo que se oculta tras la mirada de su lectora.
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