viernes, 20 de noviembre de 2009

Cineclub


No había oído hablar nunca de David Gilmour. Es un escritor canadiense, autor de algunas novelas y biografías, presentador de un programa de televisión en su país, comentarista de cine. David Gilmour, además, es padre, casado tres veces, y ha escrito un libro titulado Cineclub. ¿De qué trata este libro? Va de un acuerdo entre dos personas. Una de esas personas es Jesse, un joven de dieciséis años al que no le gustan los estudios. La otra persona es el propio David Gilmour, padre de Jesse. Ante la incapacidad de este último para seguir adelante una educación que le es infructuosa, su padre le propone si quiere seguir o no en el instituto. Si no quiere, la condición es que no tome drogas nunca. Al Gilmour le aterroriza pensar que su hijo acabe convertido en un delincuente. Otra condición, más extraña, es que vean juntos todas las semanas tres películas que él se encargará de escoger. Jesse acepta. Le gusta el cine y para él no supondrá mayor esfuerzo que el de pasar unas pocas horas sentado en el sofá al lado de su progenitor. Lo que pretende David es que, a través de las historias que le cuentan las películas, Jesse reciba la educación que no ha encontrado en las aulas, dirigida a que madure personal y sentimentalmente. Todo ello aderezado de conversaciones que van surgiendo sin más, de paseos y comidas en restaurantes a los que David no puede dejar de asistir aunque la economía en casa le aconseje lo contrario, de encuentros y desencuentros por culpa de una propensión inevitable por parte de Jesse a caer en brazos de chicas que no le convienen.

El libro, que, según su propio autor, no es una novela, sino que recoge un episodio autobiográfico, una historia que dura algo más de tres años en su vida y en la de su hijo, es en el fondo una intensa historia de amor entre ambos. David Gilmour la cuenta con ternura, pero sin excesos. No parece ocultar nada. Jesse es un adolescente con problemas y David siente la obligación de ayudarle a resolverlos porque sabe que si no lo hace la vida de Jesse acabará siendo un desastre. Los límites que separan el interés de la mera injerencia inmotivada son muy finos y hay que hacer equilibrios a veces mortales. En su empeño, sin embargo, David se auxilia de consejeros cuya ayuda resulta impagable: de James Dean en Gigante, de Jean-Pierre Léaud en Los cuatrocientos golpes, de Marlon Brando en El último tango en París. Fijarse en un simple gesto de James Dean durante una escena da pie a una reflexión sobre la libertad del individuo que no se vende a quienes poseen el dinero. Una playa desierta, y un niño que mira al horizonte luego de haber corrido kilómetros sin rumbo, muestran la desesperanza y el miedo que implica una infancia triste. Dan ganas de ver, o de volver a ver, las películas que ambos comparten, pero a su lado, sentado en ese mismo sofá ante una pantalla de televisión por la que no fluyen imágenes horteras, ni se oyen improperios, sino diálogos inteligentísimos (Pulp Fiction, Manhattan, Tener o no tener), o secuencias que nadie rodará nunca mejor que sus realizadores (Ingrid Bergman descendiendo una escalera interminable en Sospecha a las órdenes de Hitchcock).

En fin, libro en el que un padre lucha porque su hijo no pierda del todo la inocencia y recupere la confianza perdida. Un logro nada desdeñable según los tiempos que corren. No le será fácil a David, pues acecha el fantasma de la cocaína, el del sufrimiento a causa del amor no correspondido, el de la incomunicación inherente a toda relación filial. No hay que ceder a esos embates. David Gilmour, con todo, juega con una baza a su favor, y es que durante esos tres años que dedicó a la atención prácticamente exclusiva de su hijo él tuvo todo el tiempo del mundo para hacerlo: sin trabajo, sin esperanza de encontrar uno nuevo, con el deber impuesto de salvar a Jesse de sí mismo y de los otros. Pasado el tiempo, fue el mismo Jesse quien le propuso contar su historia, la de ambos.

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