domingo, 8 de noviembre de 2009

Compartment C, Car 293


El cuadro es de Edward Hopper

Siempre he pensado que el viaje en tren invita a la introspección. La lectura, a su modo, es una forma de introspección. El libro, sea o no literario, nos ayuda a conocernos mejor y más. Leer en un tren procura un doble placer: el del viaje horizontal a lo largo de un paisaje hacia el que de vez en cuando mostramos algo de curiosidad, y el del viaje hacia lo profundo de nosotros mismos, donde la geografía puede ser tan escarpada o suave como la externa. El paisaje del cuadro queda reducido al que nos muestra la ventanilla: una masa de árboles y un puente sobre un río. Encima, el cielo al atardecer. Al pintar su cuadro, Hopper, que debió imaginarse el recorrido de ese tren infinitas veces, pudo haber escogido cualquier otro momento de su trayecto. El puente acaso simbolice alguna cosa. Entre el ensimismamiento de la pasajera y aquello que la rodea existe un abismo. El puente la ayudará a salvarlo. Es una mujer joven. Es muy probable que el viaje lo haga todos los días a la misma hora. Regresa a su hogar tras una jornada de trabajo duro. Imagino que es una secretaria. Una de esas secretarias eficientes, tal vez soltera, enamorada discretamente de su jefe, un hombre machista que pone los cuernos a su esposa pero que nunca ha imaginado a su empleada con un sexo y un anhelo distinto al de seguir siendo válida. La lectura la reconcilia con ella misma. Esos cuarenta y cinco minutos entre la salida de la estación y su llegada al apeadero, donde tiene aparcado un coche de segunda mano, le bastan para recuperar algo de aplomo. La consuelan las amarguras de Higsmith, que siempre revientan inevitables. A veces, la tristeza de Bradbury, encarnada en seres que no son de este mundo. ¿Lo es ella acaso?, se pregunta, mientras el tren deja de traquetear (tracatracatrasssssssssss) previo anuncio de su parada.

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