miércoles, 11 de noviembre de 2009

Los emigrados


En ocasiones el abandono de una lectura no obedece a una mala recepción de la obra, sea porque no gusta, sea porque no acabamos de entrar en su juego, sea porque nos repele el estilo. A veces, pese al placer que nos proporciona, tenemos que dejarla aun a riesgo de no volver nunca al libro, pues ni las condiciones presentes, ni las circunstancias que rodean el disfrute, posibilitan que éste sea pleno o mejor, quedándonos la sensación de que nos perdemos buena parte de la sustancia que contiene. Algo así me ha sucedido con la lectura de Los emigrados, de W. G. Sebald, obra fascinante como cualquiera de las suyas, que recoge la historia de algunos personajes relacionados con Sebald, ascendentes suyos, maestros, que comparten con él, además, su condición de judíos y de exiliados. No es una novela propiamente. Es un viaje hacia el conocimiento del otro. Un viaje que se inicia con un recuerdo, con una fotografía, con una esquela de periódico, y que concluye luego de que el autor haya empleado algún tiempo en recopilar información sobre ese personaje, a ordenarla e interpretarla y, por último, a darle cuerpo narrativo por medio de una prosa elegante, donde cada palabra se ajusta a la perfección a lo que su autor pretende, que es darnos fe de aquellos que por razones políticas, económicas, o tal vez sexuales, se vieron en la necesidad de abandonar casa y país e instalarse en otro muy distinto. Pese al empeño de Sebald por recuperar figuras como la de su antiguo maestro de primaria, Paul Bereyter, y la de su tío abuelo, Ambros Adelwarth, en verdad nos está ofreciendo una imagen de sí mismo reflejada en esos otros. La historia nos moldea, nos sacude violentamente; otras veces nos aplasta como a insectos. Los que emigran son víctimas de la historia, y si es la del siglo XX de seguro que quedaron maltrechos y sin apenas esperanza. Sebald es un maestro en su manera de contar las cosas. Su prosa es poética y exige por parte del lector una compensación: la de dejarse llevar de su mano por los vericuetos de la sintaxis porque son los de la realidad misma. El viaje resulta prodigioso y muy enriquecedor. Lástima que al llegar a Max Ferber, un pintor amigo suyo, el mío se haya interrumpido hasta un mejor momento. Me consolaré pensando que he entrado en un túnel y que la oscuridad me impide seguir hasta nueva luz.

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