jueves, 26 de noviembre de 2009

Lo que es cierto


Visitamos los lugares donde sucede Marina: el cementerio de Sarrià, rodeado de edificios, al que se accede por un pasaje estrecho, apenas un pasillo entre paredes que flanquean su acceso, una suerte de isla como las del Ensanche de Barcelona, pero en la que los muertos (algunos ilustres), yacen pacíficos en sus mausoleos o sus nichos, ajenos al guirigay de alumnos en busca de la lápida sin nombre, convencidos de que la literatura es un reflejo de la realidad punto por punto. Sucede exacto al mirar las vías del tren desde un balcón natural, las mismas, piensan, en las que Óscar y Marina son atacados por los autómatas hechos de carne y madera que cuelgan del techo del invernadero, como títeres de sus hilos. ¿Es aquel el invernadero?, preguntan, como si necesariamente tuviese que existir un elemento de ficción. Luego discuten cuál puede ser la casa en la que se aloja Marina con su padre. El colegio, sin embargo, sí es real, el de los Jesuitas, el mismo en el que Óscar vive interno. Profusión de estudiantes a sus puertas, en las aceras, repasando sus libros, comentando acaso el examen que se les viene encima en pocos minutos. Próxima parada, la plaza, la de Sarrià, donde los alumnos, ya fatigados y hambrientos, encuentran la pastelería Foix, que es donde Marina compra bollos y cruasanes todas las mañanas, donde yo mismo pido que me despachen uno que no sea de “mantega”, conviene vigilar el colesterol.

Sorprende su incapacidad para delimitar aquello que es cierto de lo que no lo es. Pienso en las gentes del dieciséis, y manchegas, que aceptaron a pies juntillas que don Alonso Quijano era un vecino suyo, que enloqueció realmente por culpa de los libros. Me gusta, sin embargo, que sea así. La literatura propicia todavía la ingenuidad. La televisión, en cambio, de tan explícita, acaba con la inocencia necesaria. Lástima que a la hora de elegir prefieran la imagen ya mascada a la maravilla de la palabra por mascar.

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