martes, 4 de agosto de 2009

Retratos


Me gusta llevar un cuaderno a todas partes. Los compro con las hojas en blanco, tamaño cuartilla, para apuntar impresiones, inicios de un cuento, para describir un edificio o algún rostro de los que puedo encontrarme cualquier tarde en la cafetería donde acudo a leer y a tomar café. El cuaderno lo transporto en un bolso de los que antiguamente se llamaban mariconeras. Además del cuaderno guardo un par de plumas, un paquete de clínex, las llaves de casa, una pitillera que me regalaron hace tiempo, pero que no contiene cigarrillos, un mechero para cuando me piden fuego y un libro. El tamaño del bolso me obliga a leer libros de bolsillo no demasiado gruesos.

Tengo una mesa en la que suelo sentarme todas las tardes. No está reservada, pero por algún extraño motivo siempre que entro en la cafetería está libre. Desde esa posición puedo observar a la gente que entra, a la gente que consume, a la gente que cruza ante mí camino de los servicios. No es una mala mesa. Alguna vez he probado de mirar desde otra perspectiva lo que sucede entre esas cuatro paredes. Ha sido como cambiar de ser, como entrar en la piel de otro.

El cuaderno lo tengo abierto sobre la superficie de la mesa, que es un mármol frío y de color blanco. Bebo café. En ocasiones, si alargo mi permanencia, pido un licor fuerte. Me gustan los licores fuertes porque noto que el conducto entre mis ideas y las palabras que pueden transcribirlas se ensancha. No me emborracho. Alcanzo ese justo medio que posibilita una expresión fluida y casi siempre certera.

Desde hace algún tiempo ando obsesionado. No logro dar forma a un retrato de alguien que acostumbra sentarse a un extremo del mostrador, a unos tres metros de donde yo me he hallo. Es un hombre. Puede que no tenga los sesenta años. Llega hacia las seis y se acomoda en un taburete. A seguido pide un combinado de coca-cola y ginebra. Su consumo puede estirarlo una hora a sorbos pequeños, libaciones medidas yo diría que a conciencia. La particularidad de este hombre es su modo de actuar. He intentado hacer un seguimiento por escrito de sus gestos, del modo que tiene de mirar a los camareros, a los parroquianos vecinos, de caminar hacia el lavabo cuando necesita orinar. Soy incapaz. No sé qué me ocurre con él que las palabras no obedecen a mis intenciones.

La idea la tengo bien clara. Falla la manera de constatar el sufrimiento que aprecio en cada rictus, o cada vez que coge el vaso y lo conduce a sus labios…

Se me ocurrió beber algo más, dilatar con más alcohol el conducto por donde deberían deslizarse ligeros los sustantivos. No funcionó. En dos semanas he salido de la cafetería dando tumbos tres veces, con varias hojas del cuaderno sucias de tachaduras y con la sensación cada vez más firme de que la realidad se hace más inasible cuanto mayor es mi empeño en ser fiel a sus fisuras.

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