Tras finalizar La huella de tu ausencia a uno le queda la sensación de que la vida, si no hay nadie que te sobreviva, carece de sentido, pues todo lo que has hecho a lo largo de ella se pierde, es un vacío solo lleno de aire, una fosa sin cuerpo. A Juan Galán, el narrador y protagonista de esta historia, le queda el recurso de la escritura. Su sobrina, única pariente que le queda, ha desaparecido sin dejar rastro. En cierto momento Juan se queja de que cuando él falte no habrá quien huela ese perfume que dejan los ausentes, la huella que durante un tiempo persiste indeleble en la memoria y que a veces duele y otras lenifica. Él lo sabe bien. Tiene más de setenta años y son muchas ya las ausencias que han ido tachonando su existencia con vacíos que sólo él puede llenar. Tal vez por eso escribe: para que una vez él falte, las palabras sean constancia de lo que ha sido y vivido. La narración, no obstante, se mueve en dos niveles bien distintos: en el primero Juan nos cuenta sobre la desaparición de su sobrina Luisa; en el segundo, su propio paso por la vida y las distintas pérdidas que la han jalonado, de la que esta última es remate, más hiriente que todas las demás juntas.
Al inicio de la novela, el narrador recuerda su visita a una necrópolis a las afueras de un pueblo, y transcribe una reflexión que se hizo en aquel momento, y que define, a mi entender, el espíritu de todo el libro: No fue hasta que estaba de vuelta en el pueblo, ya descansando en la habitación de un hostal, cuando esas imágenes volvieron a mi recuerdo más inmediato. Huecos como ausencias, me dije, no sé por qué me vino a la mente esa frase que resumía mi experiencia en la necrópolis. Cuando la repetí dos, tres veces, me di cuenta de hasta qué punto era cierto. No eran las tumbas en piedra lo que sobresalía en el recuerdo, tampoco las formas antropomorfas de esos enterramientos. La presencia más palpable, la que atraía la atención, no era lo que se veía sino lo que no estaba a la vista: el cuerpo que contuvo cada tumba, lo que albergó esa piedra, los restos de aquel hombre, mujer o niño que un día lejano estuvo allí, frente a sus familiares, sus deudos. Juan, temeroso de esa certeza que pende sobre él (la de que, una vez falte, no habrá persona que conserve, algún tiempo después, la huella de su paso por este mundo), escribe sobre aquello que es perfume, sobre lo que llena el hueco que ha dejado quien falta; el recuerdo, en fin, que él conserva de sus deudos, pero el propio también. Modo único de preservar su memoria del olvido, su huella y su perfume entre quienes por azar acaso lean esos papeles o ese archivo en su ordenador.
Muy buena novela la de Carlos Maza. Brillante su capacidad para que en ningún momento la trama se destense pese a las reflexiones que de tarde en tarde desgrana su personaje a raíz de lo que le ocurre y ha ocurrido; tan próximas, sin embargo, a nosotros mismos, que las hacemos propias. Lectura sumamente recomendable, obra de gran calidad cuya ausencia de las librerías convencionales no debería evitar que olamos su fragancia, que sintamos su huella marcada en el barro del que estamos hechos.
Muchas gracias por tu comentario, es muy alentador para el que sólo pretende dejar constancia de una forma de vivir, sentir y recordar. Ls tumbas a las que te refieres están en el bonito pueblo sevillano de Osuna, restos iberos muy bien conservados a las afueras de la localidad. Un saludo
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