sábado, 29 de agosto de 2009

Beltenebros


Beltenebros es una novela de espías; o mejor, Beltenebros es un homenaje a las novelas y las películas de espías. Su marco, al contrario que las de Le Carré o Graham Greene, es la ciudad de Madrid en los años sesenta del pasado siglo; esto es, se trata de un marco inhabitual en el género, acostumbrado a transitar las calles húmedas de Londres o las más siniestras de Berlín o Viena, porque sólo en ellas parecen darse las condiciones escénicas y humanas necesarias para que se manifieste la sordidez de espíritu que suele acompañar a esos personajes desubicados que se mueven en un engaño perpetuo. Muñoz Molina viste Madrid de blanco y negro, le da una pátina de humedad y sordidez británicas, la hace laberíntica. El lector la entrevé como a través de un velo. Todas sus callejuelas y avenidas, sin embargo, parecen confluir en un mismo punto: la plaza donde se halla la Boîte Tabú y el Universal Cinema.

La trama viene urdida por un personaje que actúa literalmente en la sombra: el comisario Ugarte. Él mueve los hilos, él dirige los pasos de quienes entran en su radio de acción. El capitán Darman es su antagonista. Éste vive en Londres al cargo de una tienda de antigüedades de su propiedad. Fue militar republicano durante la contienda. De vez en cuando el partido en el exilio le encarga algún “trabajo”. Darman mata a los traidores que se quedaron. Darman no tiene escrúpulos. Quienes han oído hablar de él lo temen porque su muerte es segura si él los busca. Ambos, Ugarte y Darman, son caras de la misma moneda. Lo que no sabe Darman, hasta muy avanzada la novela, es que su viaje a Madrid en busca de Andrade seguirá las mismas pautas de otro, veinte años atrás, cuando el traidor se llamaba Walter. Los escenarios son básicamente los mismos, y los personajes, si no iguales, son casi una copia de aquellos otros que perviven en la memoria del capitán. Entre ambos tiempos (el presente con Andrade como víctima, y el pasado no tan remoto), existen túneles comunicantes, rasgos y voces y miradas que coinciden, un aliento trágico común que desconcierta a Darman; pero sobre todo una mujer, Rebeca Osorio, intacta en su belleza, en su odio hacia él, en su fragilidad.

He leído de Muñoz Molina buena parte de sus libros. Beltenebros, la tercera de sus novelas publicadas, se me había resistido ignoro por qué. Vi la película de Pilar Miró. No me gustó. Supongo que algo tuvo que ver en mi desinterés por el libro. Ahora la leo por obligación, y si bien hay momentos en que ese estilo tan propio de Muñoz Molina, oraciones larguísimas en las que la información se nos suministra de modo intencionadamente hipnótico, me ha resultado algo confuso, compruebo que la maestría del autor para manejar unos elementos poco frecuentes en la novelística española, en su propósito por crear una de espías, merece los mayores elogios.

jueves, 27 de agosto de 2009

La planta

Me confió su planta segundos antes de partir. La acompañó de una hoja manuscrita, introducida en un sobre, con los cuidados necesarios para su conservación anotados.

Se me quemó el sobre a los pocos minutos.

Al rato la planta resbaló de mis manos.

Quise recoger la tierra, recomponer lo dañado, pero su tallo y sus flores acabaron bajo mis pies.

Un desastre completo, sonreí avieso, iniciado al mirar por la ventana, con la planta aún entera, y descubrir que no hay escarmiento que me enmiende, por desagradable que sea.

martes, 25 de agosto de 2009

Secuestrado


Por lo común, una novela de aventuras suele ser una novela de aprendizaje en la que el protagonista, después de enfrentarse a varios peligros, sale más enriquecido en lo material, pero sobre todo en lo espiritual. Al menos eso es lo que sucede con las novelas de Robert L. Stevenson.

Secuestrado tiene a David Balfour como personaje central: un chiquillo que acude a casa de un familiar, su tío Ebenezer Balfour (hombre huraño, avaro y traicionero), tras la muerte de sus padres, en busca de una herencia que le pertenece por ley, pero que no obtendrá hasta no haber pasado múltiples peripecias luego de ser secuestrado por orden de aquél. Lo deleitable de este tipo de novelas es que el lector acaba identificándose plenamente con el protagonista, de tal guisa que lo que aprende éste, aquél lo asume como propio, más si es joven y le estimula cualquier cosa que tenga que ver con la consecución de un tesoro, con la amistad o la defensa de valores tales como la libertad del individuo. En Secuestrado el tesoro es la propia herencia que se le niega a David, la amistad toma cuerpo en la figura de Alan Breck, un espadachín algo fanfarrón, héroe en peligro que debe huir del ejército inglés que ocupa por la fuerza Escocia, su tierra amada que desea libre. Yo hace tiempo que dejé de ser adolescente, pero si una virtud tiene la literatura es la de procurarnos el poder de regresar al pasado releyendo aquellos textos con los que fuimos especialmente felices hace lustros. Cierto que algunos títulos han dejado de tener el poder de seducción que tuvieron entonces. No es el caso de Stevenson. Cualquiera de sus historias, que me asombraron y con las que luché, sangré, descubrí islas paradisíacas o conocí hombres perversos, siguen sin defraudarme, rejuveneciéndome sin necesidad de cirugía con solo su palabra y su capacidad para la aventura. David Balfour tal vez peque de ingenuo (todos los héroes lo son al principio), pero la lección que aprende no es de las que se olvidan una vez se abandona la escuela, porque es una lección que le ha dado la vida, y la muerte también, pues sin ambas dudo que nadie sepa valorar nunca lo que posee.


sábado, 22 de agosto de 2009

No hay solaz


Hasta que murió mantuvimos una prolongada acercanza de la que nos nutrimos mutuamente. Ya enfermo, experimenté un inicio de vaciedad que aumentaría conforme él fue consumiéndose. Su fallecimiento causó mi nada. Busco desde entonces a quien poder arrimarme. Pero no hay lugar propincuo donde ubicarse. Son sombras que no dan solaz y que huelen a podredumbre. Me condeno, pues, a no moverme. Existo sin más.

domingo, 16 de agosto de 2009

Cuentos de Daniel Gascón


Proliferan las bitácoras de opinión, o aquellas que se usan como diario vital, en las que su autor comparte experiencias y gustos, fobias y simpatías. Hallar una con la que nos sintamos identificados, o de la que simplemente nos guste el modo que tiene su creador de expresar lo que piensa y cómo distribuye los contenidos, depende en buena parte del azar, de vasos comunicantes existentes entre distintos blogs, de redes invisibles que conforman un universo amplísimo en el que no siempre es fácil moverse. Cuando sucede que un lector encuentra una bitácora de contenido literario, sea de crítica, sea de creación, y gusta, se le plantea el problema de saber si tal bitácora puede comentarse o recomendarse como se haría con un libro. En mi caso pienso que debe hacerse, más cuando se está convencido de que lo que se ofrece en el blog es de interés, y facilitar de este modo el camino para que otros lectores conozcan su existencia.

Hallé la bitácora de Daniel Gascón por medio de otra: La nave de los locos, administrada por Fernando Valls. Reúne la de Gascón, entre otros materiales de interés, un puñado de cuentos a mi entender muy buenos. Se trata de cuentos realistas, enmarcados en la cotidianidad de personajes comunes con preocupaciones comunes. Me han gustado especialmente aquellos que tienen el fútbol como transfondo. No es habitual hallar el fútbol como tema literario. Recuerdo un volumen de cuentos en el que participaron algunos insignes escritores del país; artículos de Vázquez Montalbán, de Javier Marías; alguna obra inglesa reciente. Poco más. Los de Daniel Gascón son, además, de una sencillez estilística admirable. Beben de la mejor cuentística americana, de la de Carver en especial. Hay contención en cada una de sus oraciones. Su suma ofrece historias de inmadurez, de aprendizaje. Directas, contundentes como un gol por la escuadra.

miércoles, 12 de agosto de 2009

Perfil asesino


Charlie Parker es un saxofonista, acaso uno de los mejores saxofonistas que ha dado el jazz; pero también es un detective privado, creado por la mente de John Connolly, protagonista de unas pocas novelas desarrolladas en EEUU, aunque su autor es irlandés. La presente, Perfil asesino, desarrolla un tema realmente inquietante: el del fanatismo religioso llevado a su máxima expresión, que no es otra que usar el nombre de Dios como instrumento para cometer las mayores atrocidades convencido de que se hace justicia, la divina.

Todo gira en torno a La Hermandad, un grupo religioso ultraconservador cuya idea de la renuncia y la práctica de la fe conlleva el desprecio y la aniquilación de todo aquel que no responda a lo que el grupo considera debe ser la actitud de un buen creyente. Charlie Parker será contratado para investigar la muerte de una muchacha, Grace Peltier. El escenario de la muerte indica que se trata de un suicidio; pero hay quien cree que no (su padre y el magnate Jack Mercier), que la mano que apretó el gatillo de la pistola no es la misma que la sostiene inerte. Grace ha estado investigando para su tesis sobre los Baptistas de Aroostook, una comunidad religiosa dirigida con mano firme por un tal reverendo Faulkner a inicios de los años sesenta. Buena parte de sus miembros aparece muerta cuarenta años después a causa de un desprendimiento accidental de tierras en el estado de Maine.

El presente no está libre nunca del pasado porque en el fondo está hecho de él, basta que se rasque un poco en su superficie para que los fantasmas perturben nuestros sueños y nuestra realidad. Bien lo sabe Parker. Los muertos acuden a él a pedirle venganza. Asoman tras la cortina del tiempo, y el dolor, atemperado pero nunca ausente, regresa más agudo. El asesinato de su mujer y de su hija en otro título de la serie (ésta es la tercera novela) han hecho de él un hombre vengativo que lucha por dominar su ira de tal modo que actúe como un arma a manos de un soldado disciplinado e imperturbable. No siempre lo consigue.

Novela negra, negrísima, de las que se leen con el alma en vilo porque lo que se nos cuenta en ella sucede en un ámbito donde la maldad es absoluta y se aplica con la impunidad que confiere actuar en nombre de un Dios apocalíptico que no ama a sus criaturas. Los encargados de sembrar el mundo de cadáveres, instrumentos de ese Dios ponzoñoso y afilado, son dos personajes sobrecogedores, en la mejor tradición de los grandes malos de la literatura y el cine: el reverendo Faulkner y el señor Pudd.


martes, 4 de agosto de 2009

Retratos


Me gusta llevar un cuaderno a todas partes. Los compro con las hojas en blanco, tamaño cuartilla, para apuntar impresiones, inicios de un cuento, para describir un edificio o algún rostro de los que puedo encontrarme cualquier tarde en la cafetería donde acudo a leer y a tomar café. El cuaderno lo transporto en un bolso de los que antiguamente se llamaban mariconeras. Además del cuaderno guardo un par de plumas, un paquete de clínex, las llaves de casa, una pitillera que me regalaron hace tiempo, pero que no contiene cigarrillos, un mechero para cuando me piden fuego y un libro. El tamaño del bolso me obliga a leer libros de bolsillo no demasiado gruesos.

Tengo una mesa en la que suelo sentarme todas las tardes. No está reservada, pero por algún extraño motivo siempre que entro en la cafetería está libre. Desde esa posición puedo observar a la gente que entra, a la gente que consume, a la gente que cruza ante mí camino de los servicios. No es una mala mesa. Alguna vez he probado de mirar desde otra perspectiva lo que sucede entre esas cuatro paredes. Ha sido como cambiar de ser, como entrar en la piel de otro.

El cuaderno lo tengo abierto sobre la superficie de la mesa, que es un mármol frío y de color blanco. Bebo café. En ocasiones, si alargo mi permanencia, pido un licor fuerte. Me gustan los licores fuertes porque noto que el conducto entre mis ideas y las palabras que pueden transcribirlas se ensancha. No me emborracho. Alcanzo ese justo medio que posibilita una expresión fluida y casi siempre certera.

Desde hace algún tiempo ando obsesionado. No logro dar forma a un retrato de alguien que acostumbra sentarse a un extremo del mostrador, a unos tres metros de donde yo me he hallo. Es un hombre. Puede que no tenga los sesenta años. Llega hacia las seis y se acomoda en un taburete. A seguido pide un combinado de coca-cola y ginebra. Su consumo puede estirarlo una hora a sorbos pequeños, libaciones medidas yo diría que a conciencia. La particularidad de este hombre es su modo de actuar. He intentado hacer un seguimiento por escrito de sus gestos, del modo que tiene de mirar a los camareros, a los parroquianos vecinos, de caminar hacia el lavabo cuando necesita orinar. Soy incapaz. No sé qué me ocurre con él que las palabras no obedecen a mis intenciones.

La idea la tengo bien clara. Falla la manera de constatar el sufrimiento que aprecio en cada rictus, o cada vez que coge el vaso y lo conduce a sus labios…

Se me ocurrió beber algo más, dilatar con más alcohol el conducto por donde deberían deslizarse ligeros los sustantivos. No funcionó. En dos semanas he salido de la cafetería dando tumbos tres veces, con varias hojas del cuaderno sucias de tachaduras y con la sensación cada vez más firme de que la realidad se hace más inasible cuanto mayor es mi empeño en ser fiel a sus fisuras.

domingo, 2 de agosto de 2009

La huella de tu ausencia


Tras finalizar La huella de tu ausencia a uno le queda la sensación de que la vida, si no hay nadie que te sobreviva, carece de sentido, pues todo lo que has hecho a lo largo de ella se pierde, es un vacío solo lleno de aire, una fosa sin cuerpo. A Juan Galán, el narrador y protagonista de esta historia, le queda el recurso de la escritura. Su sobrina, única pariente que le queda, ha desaparecido sin dejar rastro. En cierto momento Juan se queja de que cuando él falte no habrá quien huela ese perfume que dejan los ausentes, la huella que durante un tiempo persiste indeleble en la memoria y que a veces duele y otras lenifica. Él lo sabe bien. Tiene más de setenta años y son muchas ya las ausencias que han ido tachonando su existencia con vacíos que sólo él puede llenar. Tal vez por eso escribe: para que una vez él falte, las palabras sean constancia de lo que ha sido y vivido. La narración, no obstante, se mueve en dos niveles bien distintos: en el primero Juan nos cuenta sobre la desaparición de su sobrina Luisa; en el segundo, su propio paso por la vida y las distintas pérdidas que la han jalonado, de la que esta última es remate, más hiriente que todas las demás juntas.

Al inicio de la novela, el narrador recuerda su visita a una necrópolis a las afueras de un pueblo, y transcribe una reflexión que se hizo en aquel momento, y que define, a mi entender, el espíritu de todo el libro: No fue hasta que estaba de vuelta en el pueblo, ya descansando en la habitación de un hostal, cuando esas imágenes volvieron a mi recuerdo más inmediato. Huecos como ausencias, me dije, no sé por qué me vino a la mente esa frase que resumía mi experiencia en la necrópolis. Cuando la repetí dos, tres veces, me di cuenta de hasta qué punto era cierto. No eran las tumbas en piedra lo que sobresalía en el recuerdo, tampoco las formas antropomorfas de esos enterramientos. La presencia más palpable, la que atraía la atención, no era lo que se veía sino lo que no estaba a la vista: el cuerpo que contuvo cada tumba, lo que albergó esa piedra, los restos de aquel hombre, mujer o niño que un día lejano estuvo allí, frente a sus familiares, sus deudos. Juan, temeroso de esa certeza que pende sobre él (la de que, una vez falte, no habrá persona que conserve, algún tiempo después, la huella de su paso por este mundo), escribe sobre aquello que es perfume, sobre lo que llena el hueco que ha dejado quien falta; el recuerdo, en fin, que él conserva de sus deudos, pero el propio también. Modo único de preservar su memoria del olvido, su huella y su perfume entre quienes por azar acaso lean esos papeles o ese archivo en su ordenador.

Muy buena novela la de Carlos Maza. Brillante su capacidad para que en ningún momento la trama se destense pese a las reflexiones que de tarde en tarde desgrana su personaje a raíz de lo que le ocurre y ha ocurrido; tan próximas, sin embargo, a nosotros mismos, que las hacemos propias. Lectura sumamente recomendable, obra de gran calidad cuya ausencia de las librerías convencionales no debería evitar que olamos su fragancia, que sintamos su huella marcada en el barro del que estamos hechos.