sábado, 19 de junio de 2010

Anécdotas y libros


Miro alguna vez los libros que me rodean tal que guardianes de los cientos de mundos que contienen, y pienso en las historias que hay tras cada adquisición, tras cada compra o regalo, porque los libros, al menos los míos, no poseen solo el argumento de lo que cuentan sus palabras, poseen además la anécdota que llevó aparejada su descubrimiento y posterior posesión. No las recuerdo todas, evidentemente, pero sí muchas de ellas, el lugar donde los conseguí, el momento de mi vida en que tuve la suerte de encontrarlos, de leerlos después. Él último de los libros que se ha sumado a los que ya tengo es un obsequio. Es un libro de cuentos escrito por Rodrigo Urquiola, autor boliviano, muy joven, estudiante de literatura en la Universidad Mayor de San Andrés, según informa la solapa del volumen. Dicho libro fue editado en 2004 por la Editorial Gente Común, de Bolivia, y ha llegado a mis manos tras un largo viaje transoceánico y luego de varios correos electrónicos con su autor. Pienso en los golpes que habrá recibido por parte de los funcionarios de Correos, las veces que habrá sido sacudido en el interior de la saca que lo llevó de la sucursal de Chocolandia, en La Paz, al aeropuerto, durante el vuelo cada vez que se produjese alguna perturbación; ya en España, a manos de los empleados encargados de la descarga y transporte de paquetería recién llegada, y más tarde en las de los funcionarios nada cuidadosos en el trato que deben dispensar a todo objeto cuyo destinatario merece que se lo entreguen entero. El mío lo está, pese a todo. Me lo encontré metido en el buzón envuelto en un sobre de papel de estraza. Lo abrí enseguida. Un volumen de 123 páginas de título Eva y los espejos. En el interior del libro había una breve nota de su autor. Esto fue el jueves. Empecé a leerlo al día siguiente. Leí los dos primeros cuentos luego de estacionar el coche a dos manzanas del Instituto en el que trabajo. Eran las siete y media de la mañana y me quedaba tiempo aún para saborear su prosa con el regusto aún del primer café del día en mi boca. El sol empezaba a calentar con fuerza, la calle cobraba vida (vehículos y peatones en tránsito), y la anécdota siguió haciéndose junto con su lectura.

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