viernes, 4 de junio de 2010

El viajero del siglo


Cosas que me gustan de El viajero del siglo:

La idea de la ciudad cambiante. Hans, su protagonista, al igual que Álvaro, su amigo español, tienen la sensación de que las calles de Wandernburgo cambian su disposición, que de un día para otro se han desplazado como si la ciudad estuviese viva. Un movimiento que no se limita a lo intestinal, es una urbe que se desplaza en el espacio, que, al albur de los acontecimientos históricos, cambia de lado de frontera, entre los estados de Sajonia y Prusia, y es un estandarte católico en territorio protestante, o lugar en territorio católico con ciudadanos protestantes entre su élite.

Se ha señalado el uso, por parte de Andrés Neuman, de técnicas literarias modernas para escribir una novela decimonómica. Franz es el nombre que recibe el perro del organillero. En cierto momento, el narrador penetra en la mente del perro. Nos cuenta qué mira y qué experimenta ante lo que ve y huele. Es un párrafo breve en una novela muy larga. Sorprende encontrárselo precisamente por eso, porque resulta inesperado que de improviso, el perro, a ojos del narrador, cobre un protagonismo esencial.

Lo más destacable para mí, sin embargo, es la figura de Sophie. Vale que el protagonista de la novela es Hans, ese viajero que se dirige a Dessau y se queda en Wandernburgo, del que no sabemos gran cosa salvo que ha visitado numerosos países, que es traductor al alemán de textos literarios escritos en otras lenguas europeas, y que posee conocimientos relacionados con todo tipo de saberes, lo que le permite rebatir, con argumentos consistentes en el salón de la casa Gottlieb, al profesor Meetter. Pero es Sophie, la hermosa e inteligente Sophie, la que lleva el peso de la trama, el eje en torno al cual giran todos los personajes de la novela. Andrés Neuman, es mi humilde opinión, no se ha limitado a transgredir códigos formales de la novela realista del diecinueve usando técnicas que son propias de la novela del veinte, sino que además cuenta una historia del diecinueve desde la perspectiva narrativa y moral del veintiuno. Esto es, al escoger una heroína para su novela, no se limita a retratarla conforme lo hicieron autores como Flaubert, Leopoldo Alas o Tolstoi con las suyas, que hurgaron en sus conciencias pero no se atrevieron a darles voz, a permitirles que manifestasen con sus actos y sus opiniones su sentir más profundo; Andrés Neuman crea un narrador menos atento a la gestualidad o a la tortura psicológica complaciente, empeñado, en cambio, en retratar sin tapujos y a decir sin censura, que observa y expone lo que ve libre de subterfugios. La mujer indecisa (llámese Emma, llámese Ana), martirizada por su conciencia, que se entrega al fin ciega de amor, se nos aparece aquí dueña de sus actos, con virtudes y máculas, bella y lasciva, capaz de, en un mundo de hombres, imponer un modo de ser que no se ajusta al molde pero que resulta mucho más verosímil que la visión irritantemente masculina de un Clarín, por ejemplo. (Aunque para la época, su personaje sacudido por el deseo, aburrido de cuanto se considera apropiado y bueno para ella, fuese todo un ejemplo de rebeldía dirigido a mujeres constreñidas bajo el peso de una sociedad oscurantista). Y eso es una de las cosas que más me han admirado: hallar un personaje femenino como sacado de una novela realista del XIX, pero visto desde la situación de un narrador del siglo XXI.



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