jueves, 4 de febrero de 2010

Tres habitaciones en Manhattan


Tres habitaciones en Manhattan aborda una historia de amor de modo exclusivo; esto es, lo que sucede en ella solo tiene que ver con los dos personajes enamorados, François y Kay, con lo que hacen, dicen y piensan. El escenario, esas tres habitaciones que recoge el título, y Manhattan, solo son el fondo en el que se mueve esta pareja que, desde el momento en que se conoce en el interior de un bar, permanece irremediablemente unida por un necesidad de dependencia mutua que puede destruirla o, por el contrario, aportarle la felicidad que quienes la forman han perdido. Ambos están marcados por su pasado inmediato. François es un actor francés, famoso en su país, que luego de perder a su esposa, liada con alguien más joven que ella, decide instalarse en Nueva York y empezar de cero. Le ofrecen pequeños papeles en la radio, para “hacer de francés”, y si algún día se decide, tiene la promesa de tal vez trabajar en Hollywood, haciendo de extra por 600 dólares a la semana. Entretanto, la soledad mina su existencia mientras que, en la habitación de al lado, un matrimonio discute, se ama, vive. Encontrar a Kay cambia su vida. Ella también está sola. Exmujer de un diplomático, comparte apartamento con una amiga. Pero tiene que abandonarlo y vaga sin lugar donde refugiarse cuando lo conoce a él. Beben unas copas juntos y empiezan a recorrer la ciudad sin rumbo, de bar en bar, conociéndose y aceptándose el uno al otro. Hasta que llega un momento en el que les es imposible vivir separados. Él experimenta unos celos violentos por todo lo que ella ha sido. No soporta la idea de que otros hombres la miren, de que haya estado casada, de que fuera del pequeño mundo que han levantado entre ambos tenga un pasado y una familia. La pasión es absoluta. Y es aquí donde la novela podría haber fracasado, pues se me antoja muy difícil mantener en el justo medio una historia que fácilmente podría decantarse hacia lo absurdo o lo ridículo. Estamos hablando, sin embargo, de George Simenon, que, con mano firme, impide que decaiga el ritmo, que los diálogos resulten cursis, que la necesidad de François se envilezca o que Kay parezca frívola. Todo en ella se nos ofrece tenso, como si fuerzas contrarias se disputaran el gobierno de lo que acontece en ella, pero sin lograrlo. Y es esa tensión lo que la hace lúcida y realmente hermosa.

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