Leer Renata sui géneris es como beber una copa de cava por lo burbujeante y fresca que resulta. Dividida en pequeños capítulos de espumeante lectura, se nos cuenta la historia de dos mujeres opuestas en lo ideológico y social, pero unidas por un deseo de vivir común que las lleva a conocerse la una a la otra de modo que acaban aceptándose como son: la una rica, la otra trabajadora con cargo de responsabilidad. Renata nació con una flor en el culo. Ana, en cambio, lo hizo con un pan bajo el brazo. Ninguna ha tenido que pasar apuros económicos. De hecho, los únicos apuros que pasa Renata a lo largo de su genuina existencia conciernen a su vestuario y persona, y, si acaso, a las decisiones que como empresaria con afán globalizador debe aceptar sin excesivo desgaste, resarcidos luego con su las exquisiteces que puede permitirse. Ana le abrirá los ojos a nuevas experiencias, a un modo distinto de pensar, de reír, incluso de beber. Renata es como un objeto frágil que, fuera del estante en el que fue colocado sólo nacer, corre el riesgo de resquebrajarse por mínimo que sea el cambio de temperatura o presión. Con todo, sus incursiones a un territorio que desconoce, lleno de calles estrechas, de bares donde se trasiega cerveza y se habla de política y de derechos de la mujer, la van fortaleciendo y, de vaso decorativo a la sombra de un esposo apegado a los valores más retrógrados de la derecha aristocrática y no por eso menos industrial, pasa a ser un arma peligrosa, una amenaza para quienes se consideran los suyos, conservando siempre su elegancia y saber hacer. La novela, breve, presenta escenas realmente divertidas, de una sátira amable contra ciertos valores enquistados en una sociedad adinerada y piramidal. Pero no es solo eso, sino la historia de una amistad entre esas dos mujeres que un día se conocieron en la facultad y que, pese a sus diferencias, se cayeron bien. Un acierto, sobre todo, la capacidad de la autora, Sara Presutto, para emular el lenguaje usado por una pijería que huye como del diablo de lo que ellos consideran grosero y vulgar. Términos como biomadre, piscinísima, utillarse de ropa, seda Marcopoliana, no te leonices, respondió entrelabiada... son fiel exponente de ello.
martes, 23 de febrero de 2010
Renata sui géneris
sábado, 20 de febrero de 2010
El estreno
La primera sorpresa de este libro es a quién dedica el autor cada uno de los relatos que lo componen. El tercero, titulado La inexistencia, lo dedica a Dante Alighieri y a Giavanni Boccaccio. No hay razón explícita de por qué a estos autores y no a otros. La respuesta hay buscarla en el propio cuento. En él se nos narra la historia de Pierpaolo Pizzi y de la joven Beatriz, una alegre becaria española que se encuentra en Florencia para realizar su doctorado. Dos son las circunstancias que van a impedirle desarrollar su trabajo: el país se encuentra en huelga permanente (no funcionan las universidades, no funcionan los servicios, no funcionan ni tan solo las farmacias) y su cuerpo, sujeto a la medida exacta de un metro setenta y uno, empieza a padecer una mengua acelerada de varios centímetros por día. En el primero, El sobrino de Bernhard, dedicado a Thomas Bernhard, un hombre encargado de vigilar la entrada y salida de personas y vehículos a unos renombrados laboratorios en su ciudad natal, se enamora inesperadamente de una joven hermosa cuyo parecido con la actriz Carole Bouquet le hace actuar de un modo irracional y, por ende, sumamente ridículo. El hombre apenas cabe en su cabina de vigilante, dado su volumen y, cada vez que se acerca al coche de la joven, sus movimientos resultan torpes y sus intentos por entablar conversación con ella patéticos. A esta historia de desamor va aparejada otra pretérita, la de su admiración por Thomas Bernhard, cuando joven, al que quiso conocer a toda costa. Para lograr su propósito se hace pasar por su sobrino, pero no lo consigue. Son siete los cuentos reunidos bajo el título de El estreno, que es también el del último de ellos, cada cual, repito, pensado y escrito para un autor de renombre de los que tal vez el del libro, Pablo J. D’Ors, ha aprendido a amar la literatura; cuando menos ha extraído la materia literaria para elaborar cada uno de ellos, escritos en un lenguaje depurado, en un estilo sin altibajos que atrapa y arrastra al lector. En la portada vemos a un hombre con bombín que vuela subido a un libro. La imagen retrata la sensación que he tenido con éste que tengo delante. Es posible, lo desconozco, que cada cuento de los siete que lo componen explore algún rasgo de la personalidad del autor al que están dedicados. Me parece evidente en el titulado El monje secular, cuyo protagonista y escritor evocado es Fernando Pessoa, pero no puedo decir igual del resto. ¿Hay algo de Italo Calvino en La lógica de los pies? Es probable y, sin embargo, la historia de Vittorio Pozzobone, obsesionado con una mujer-triángulo, podóloga y sumamente fea, me cuesta creer que se ajuste a la verdad de un escritor del que hace años tanto se hablaba y que hoy en día duerme, como tantos otros, bajo el peso de un mercado embutido con ficciones prefabricadas, parece que hechas en la cadena de montaje de una multinacional. Ésta, desde luego, no.
lunes, 15 de febrero de 2010
Bajo los vientos de Neptuno
Bajo los vientos de Neptuno, título sugerente para esta novela de Fred Vargas que ha vuelto a sorprenderme por su barroca elaboración policiaca, por cómo logra que el lector acepte lo que en otras manos hubiera resultado del todo inverosímil, pues son sus historias variaciones atrevidas en un género asentado, que tiene la lógica como su punto fuerte, pero que en el caso de Vargas sirve para urdir tramas del todo surrealistas. El comisario Adamsberg recupera un antiguo caso, el del Tridente, un asesino que cada cuatro años mata a una víctima, pero que se las ingenia para que la culpa del crimen caiga sobre algún borracho que duerme la mona cerca de donde asesina. El Tridente ha vuelto a hacerlo poco antes de que Adamsberg vuele, junto a algunos de su colaboradores, a Canadá, donde la policía de este país se ha comprometido a enseñar a los franceses modos de encontrar pistas sirviéndose de las técnicas más avanzadas. El problema es que el Tridente, en realidad un juez, hace años que murió, y nadie piensa seguir al comisario en su empeño por cazar a un fantasma. La cosa se complica cuando, una vez en América, una muchacha aparece muerta con tres agujeros en el vientre y todo indica que el asesino ha sido el propio Adamsberg. Su huida es un prodigio de juego narrativo, con el que Fred Vargas demuestra su dominio del absurdo. Con la ayuda de una hacker nonagenaria, y la intuición como arma para resolver un enigma a todas luces irresoluble, las piezas irán encajando, siendo éstas un émulo de las que conforman un juego chino, el Mah-Jong, en el que intervienen dragones y vientos.
Fred Vargas no usa su narrativa para hablar de la sociedad presente. Ello la distingue de otros autores policíacos contemporáneos, pero sí que profundiza en la psicología de cada uno de sus personajes, el más atractivo de todos el propio Adamsberg, empeñado en no ver lo evidente, pero también otros como Danglard, el adjunto, fiel confidente y amigo, o la gorda Retancourt, que aprovecha su invisibilidad para pasar desapercibida a ojos de unos policías que no se sienten atraídos por alguien como ella. Los diálogos son asimismo brillantes, escuetos, con los que cada personaje se comunica con eficacia suma, no desperdicia el tiempo, y que por ello mismo pueden resultar un tanto crípticos, pues el lenguaje aquí no es solo herramienta que se usa para transmitir ideas, sino que lleva aparejadas sugerencias e información que se da por ya sabida, como si todos se conocieran desde hace tiempo aunque hayan sido presentados minutos atrás.
sábado, 13 de febrero de 2010
Le papa de Simon
Hay autores a los que se ha leído en un momento dado y de los que después se olvida uno, pero que están ahí, que son parte esencial de la historia de la literatura, que hay que leerlos porque gustó ese único libro que se posee suyo y de los que de vez en cuando llegan noticias, aparecen reseñas, se habla tangencialmente. Es el caso de Guy de Maupassant. Leí, y poseo, en una edición de la antigua Bruguera, Bel ami, historia de la que guardo muy grata memoria; pero nunca hasta hoy mismo había leído ninguno de sus cuentos. Uno de ellos, Bola de sebo, está considerado tal vez el mejor que se haya escrito. Es el segundo de los que conforma la colección que, bajo el título de Cuentos esenciales, ha salido editada por Mondadori en su colección Debolsillo. Reúne un total de 119 narraciones a lo largo de 1261 páginas amazacotadas. Dudé antes de comprarlo. Su volumen, del tamaño aproximado al de un adoquín y con igual grosor, me amedrentó. Pensé: un libro de estas características solo puede leerse sentado y con un cojín a modo de atril donde apoyar las manos. En la cama, imposible. Podría descalabrarte si por un azar te quedases dormido y se te viniera encima. Así que el primer cuento, El papá de Simón, lo he degustado sentado a la mesa del escritorio. Su atractivo: el modo en que se sucede lo trágico del inicio y la ternura de hallar a un padre. No un padre cualquiera, sino a Philippe Remy, el herrero, del que todos nos sentiríamos orgullosos.
miércoles, 10 de febrero de 2010
Libros prietos
Hay libros leídos hace años de los que uno guarda grata memoria, pero de los que sabe que si los vuelve a leer no extraerá sino una profunda decepción, pues lo que en aquel tiempo le pareció formidable, ahora es posible que le resulte decepcionante. Otros, en cambio, siguen resistiendo el paso del tiempo. El lector está convencido de ello y los recupera del estante en el que aguardan prietos desde hace lustros. Por supuesto, el placer que extrae de ellos no es igual al de entonces, pues se trata de un placer que no procede ya sólo del libro, sino de la madurez y la sabiduría que uno ha ido adquiriendo a lo largo del tiempo y que le hace advertir contenidos que si bien ya estaban presentes, la juventud le hizo ignorarlos; y si los vio, no les dio ninguna importancia. Al primer grupo, en mi caso, pertencen las novelas de Herman Hesse y Cortázar, al segundo, las de Kafka y Joyce, las de Dostoievsky y Tolstoi.
jueves, 4 de febrero de 2010
Tres habitaciones en Manhattan
Tres habitaciones en Manhattan aborda una historia de amor de modo exclusivo; esto es, lo que sucede en ella solo tiene que ver con los dos personajes enamorados, François y Kay, con lo que hacen, dicen y piensan. El escenario, esas tres habitaciones que recoge el título, y Manhattan, solo son el fondo en el que se mueve esta pareja que, desde el momento en que se conoce en el interior de un bar, permanece irremediablemente unida por un necesidad de dependencia mutua que puede destruirla o, por el contrario, aportarle la felicidad que quienes la forman han perdido. Ambos están marcados por su pasado inmediato. François es un actor francés, famoso en su país, que luego de perder a su esposa, liada con alguien más joven que ella, decide instalarse en Nueva York y empezar de cero. Le ofrecen pequeños papeles en la radio, para “hacer de francés”, y si algún día se decide, tiene la promesa de tal vez trabajar en Hollywood, haciendo de extra por 600 dólares a la semana. Entretanto, la soledad mina su existencia mientras que, en la habitación de al lado, un matrimonio discute, se ama, vive. Encontrar a Kay cambia su vida. Ella también está sola. Exmujer de un diplomático, comparte apartamento con una amiga. Pero tiene que abandonarlo y vaga sin lugar donde refugiarse cuando lo conoce a él. Beben unas copas juntos y empiezan a recorrer la ciudad sin rumbo, de bar en bar, conociéndose y aceptándose el uno al otro. Hasta que llega un momento en el que les es imposible vivir separados. Él experimenta unos celos violentos por todo lo que ella ha sido. No soporta la idea de que otros hombres la miren, de que haya estado casada, de que fuera del pequeño mundo que han levantado entre ambos tenga un pasado y una familia. La pasión es absoluta. Y es aquí donde la novela podría haber fracasado, pues se me antoja muy difícil mantener en el justo medio una historia que fácilmente podría decantarse hacia lo absurdo o lo ridículo. Estamos hablando, sin embargo, de George Simenon, que, con mano firme, impide que decaiga el ritmo, que los diálogos resulten cursis, que la necesidad de François se envilezca o que Kay parezca frívola. Todo en ella se nos ofrece tenso, como si fuerzas contrarias se disputaran el gobierno de lo que acontece en ella, pero sin lograrlo. Y es esa tensión lo que la hace lúcida y realmente hermosa.