jueves, 29 de octubre de 2009

Barrio negro


Una pareja de recién casados llega a Panamá. Él, Joseph Dupuche, es ingeniero. Acude a trabajar para una compañía minera que ha entrado en bancarrota. Se entera de ello una vez han desembarcado. El matrimonio tiene que abandonar el primer hotel donde se alojan y se instalan en uno más económico, cerca del barrio negro. Carecen de ingresos y no pueden pagarse el viaje de vuelta.

A Dupuche empieza a atraerle el suburbio donde viven los negros. Su olor esencial, la languidez de sus gentes, despiertan en él el deseo de compartir con ellos parte de ese ritmo vital que no se corresponde con el de los franceses que viven de sus negocios, ni mucho menos con el de los estadounidenses atrincherados tras vallas infranqueables, ajenos a la mugre y a la pulsión de los cuerpos semidesnudos.

Las circunstancias le obligan a vivir separado de su mujer, a la que contratan como recepcionista en el mismo hotel donde se encuentran. Logra una habitación sobre un almacén de telas y a su esposa la ve de tarde en tarde.

A Dupuche, la fatalidad se le ensaña, pero no hace por luchar contra ella. Irremediablemente, sin pensar en las consecuencias que sus actos puedan acarrear al futuro de su matrimonio, se acuesta con Veronique, una chiquilla negra de dieciséis años, y la convierte en su amante. Su impudicia adolescente y su belleza son un acicate más que el ingeniero aprovecha para distanciarse de sus iguales: la comunidad gala establecida junto al Canal desde hace lustros, y entre cuyas prioridades cuenta, de manera rígida e incuestionable, mantener las distancias con la negritud circundante y llevar un modo de vida digno, consecuente con el espíritu colonialista que los ha traído hasta allí no para convivir con los otros, sino para servirse de ellos.

Pese a todo, Dupuche no acierta a estar a gusto consigo mismo. Es un hombre herido por la desdicha, desubicado, que halla en la chicha, bebida indígena elaborada a partir del jugo que se consigue tras la masticación de unas hierbas, un cubículo de serenidad en el que cobijarse; aunque donde le gustaría acabar, por la simplicidad de sus necesidades, por el modo de vida tan simple, es de inquilino en una chabola a orillas del mar y alimentarse de la pesca lograda con sus manos, sin otro deseo que el de ser sin más, libre de prejuicios y normas.

Georges Simenon es un magnífico novelista. Ama a sus personajes, los mima. No es una novela de las que se olvidan pronto. Queda un poso hecho de imágenes y de diálogos inmejorables. Porque esta es una novela de diálogos. Y en ellos los personajes se dan plenos, como en un acto de contrición ante el lector fascinado. Verbigracia, la conversación entre Joseph Dupuche y Germaine, su esposa, cuando ésta acude a intentar salvar lo poco que sigue habiendo entre ellos, que es nada y todo, en función de lo que decida el primero. Libro, Barrio negro, que hallé por azar, como otros tantos.

Releo la reseña a Barrio negro y no la considero digna del libro. No es una buena reseña, al menos no es una reseña de la que haya quedado satisfecho. Me limito a hacer una sinopsis. Las contraportadas de los libros ya tienen la suya. Debía haberme centrado en la impresión. Porque estas son reseñas impresionistas, poco objetivas. Ello va en su contra, lo sé. Pero me es indiferente. El lector, al contrario que el crítico, posee la potestad de decir lo que le venga en gana siempre que sea razonado y se fundamente en el conocimiento.

A George Simenon lo he leído desde siempre. Sus novelas sobre el comisario Maigret son fundacionales, el poso sobre el que los actuales novelistas policíacos europeos han asentado sus bases para construir un universo menos cínico que el de los americanos. Pero además de las dedicadas a ese ciclo, que son muchas, escribió otras no tan conocidas, pero de calidad superior. La presente aborda el tema del desarraigo, de la fatalidad, del abandono cuando se es consciente de que cualquier cosa que se haga por remediar lo irremediable es inútil. La lectura reciente de Kafka me ha hecho pensar en él mientras asistía al progresivo abandono de Joseph Dupuche a manos de una calamidad consentida, en la que se refocila sin tener en cuenta las consecuencias de su acto.

¿Una parábola? Es posible. No en balde Simenon hizo esta novela en un momento de la historia de Europa en el que la existencia humana comenzó a plantearse como un absurdo. Lo que le ocurre a Dupuche es absurdo, pero también trágico, porque, siendo víctima, aprieta contra sí la espada que lo atraviesa. Germaine, su esposa, no entiende nada, cuando ella misma ha contribuido, acaso de manera inconsciente, a ese estado de cosas, en opinión de la comunidad gala en Panamá, abominable. Como ellos, observa la degradación de su marido sin hacer nada por remediarlo. Gregorio Samsa, al menos durante las primeras semanas, recibió una atención, no exenta de asco y terror, por parte de su hermana que, pese a la transformación, sabía que aquel insecto era un miembro más de su familia. Dupuche, a lo largo de su metamorfosis, sufre la amenaza y el desprecio de quienes se dicen compatriotas. A mayor descortesía, más se reafirma en su indolencia. Su patria no está hecha de fronteras, está hecha de humanidad, de ser en esencia, de carne sin Dios. Que muera en una choza, luego de convivir amancebado durante años con una muchacha negra, lo convierte en un proscrito o en un héroe, baste que simpaticemos con él o lo despreciemos. Lo que está claro es que como personaje vale quilates, y eso debe pesar en nuestro juicio.

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