jueves, 31 de marzo de 2011
Bartleby y compañía
La novela Bartleby, el escribiente la leí hace ya algún tiempo y me inquietó su protagonista de tal modo que cuando al final de la historia Melville expone el motivo de su desidia, el sentimiento predominante en mí hasta entonces se trocó en tristeza. Quien la haya leído, sabrá el motivo de que el escribiente Bartleby prefiriera no hacer lo que se le pide. Un motivo, en todo caso, lo suficientemente poderoso como para que una persona decida no actuar y comportarse igual que ausente. Bartleby y compañía, la obra de Vila-Matas, habla de aquellos escritores que habiendo escrito alguna vez, o sin escribir siquiera, deciden en un punto determinado de sus vidas desentenderse de la literatura y dedicarse a otra cosa, o bien suicidarse, siempre a causa de alguna razón no siempre bien explicada, pero en tal medida importante que hace inevitable su decisión. Debo confesar, sin embargo, que siendo un tema sumamente interesante, entiendo que acaso se le ha dado excesiva trascendencia. En esta obra, lejos de enfatizar, Vila-Matas lo que hace, pienso, es ironizar sobre esos autores adscritos al no y sobre sus razones, pues en el fondo lo que importa es la obra que tienen hecha. Para dejar claro que todo el libro, a mi entender, es una suerte de broma, a Vila-Matas no se le ocurre otra cosa que sacarse de la manga a un narrador jorobado, empleado en una oficina a imagen del Bartleby del título, pero también de Kafka o Pessoa, que se pide una baja de varias semanas para poder dedicarse por entero a la confección de unas notas a pie de página para un libro que no existe. La lista de escritores que alguna vez, o bien porque consideraron que el lenguaje no es lo suficientemente amplio como para reflejar todos y cada uno de los matices de la realidad, o bien porque tras una o dos novelas consideraron que ya lo habían dicho todo, optaron por callar y desaparecer del mundanal ruido, es muy numerosa, y el narrador se extiende con cada uno de ellos lo suficiente como para que el lector acabe convencido de que en la historia de la literatura occidental un gesto como éste no debe ser desdeñado, pero tampoco mitificado. Acaso lo más interesante del juego propuesto no sea la nómina de autores y sus motivos como el hecho de que tal vez el esfuerzo del narrador geperut que se nos dirige, estoy convencido que con voluntad de que sepamos de él, de convertirse en autor reconocible, esté condenado al ostracismo dada su propia personalidad y el tema escogido. La suerte es que el autor sea Vila-Matas, en cuyo caso era seguro que la obra llegaría a nosotros y de paso conoceríamos a todos esos desertores de la literatura empeñados en que su vida es acaso más importante que lo escrito, o que la literatura es un reflejo pobre de la verdadera novela que es nuestro propio existir; o a quienes desdeñaron los laurales y lo que hicieron fue simplemente escribir porque pensaron que ante todo es la literatura, y la vida el peaje necesario para poder acceder por la palabra mediante a su verdadero sentido. Personajes ilustres de la opción última: Salinger o Pynchon; de la primera, Rulfo o B. Traven, tal vez el más sobresaliente de los bartlebys, autor, entre otras, de El tesoro de Sierra Madre.
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Enrique Vila-Matas,
Novela
sábado, 26 de marzo de 2011
Tormento
En Tormento, los personajes que protagonizan la novela subordinan su felicidad a lo que hagan o digan quienes les rodean, estableciéndose entre ellos una red malsana de servidumbres, de tal forma que una pizca de dicha llevará aparejada un sinnúmero de disgustos ya pasados o por venir. Así, mujeres como Rosalía Pipaón de la Barca, esposa de Bringas, estará siempre pendiente de los vestidos gastados por el uso que la reina tiene a bien regalarle de tarde en tarde, procurándole con ello un gozo que exhibe ante quien se encuentra a mano; pero al mismo tiempo sufre porque su hija no es lo bastante mayor como para poder casarse con el ricachón de su primo político, Agustín Caballero, hombre hecho a sí mismo, con fortuna, cuyos negocios están en América, y que ha regresado a Madrid con la única idea de hallar consorte y establecerse con las comodidades propias de un burgués anglosajón. Se trata, sin embargo, de un hombre sumamente tímido pero con las ideas bien claras. Para cumplir su deseo, hará proposiciones a quien él cree es la mejor candidata, Amparo Emperador, mujer joven y guapa que se deja agasajar y consiente, pero que oculta un terrible secreto. Su felicidad, la de ambos, dependerá de cómo se desarrolle la relación de Amparo con un segundo pretendiente, del que quiere huir y no puede, un tal Pedro Polo, antiguo maestro y eclesiástico, al que destruye el deseo de poseer a una de las hijas huérfanas de su amigo Emperador; pero también de ella misma, el único personaje que no somete su voluntad solo a la de los otros, lo hace también a la suya débil, que no la deja vivir como quisiera. La novela es un toma y daca de alegrías y desengaños, y el lector, que atiende a los hechos desde la barrera, no sabe a qué carta quedarse, si a la de tomarse en serio cuanto se le explica, o a la de dejarse llevar del modo que pedía Cervantes, con regocijo y disfrutando del empeño. ¿Que cuál es este empeño? El que puso Galdós en aprovecharse de los detritos del folletín decimonómico, del que tantas cabezas lectoras alimentaron su fantasía.
Es ahí, en su carácter folletinesco, donde se encuentra el gran valor de esta novela que, junto al El doctor Centeno y La de Bringas, conforman una trilogía cerrada en sí misma. Galdós no ahorra ningún tipo de lance, estira hasta lo imposible las situaciones melodramáticas y logra, lo confieso, que un lector del siglo XXI viva, junto a la pobre Amparo, la angustia de no saber qué va a ser de su futuro. Aprovecha el autor, no obstante, para hacer un retrato feroz de la clase social pequeño-burguesa y funcionarial en un Madrid a punto de convertirse en escenario de una revolución popular que finalizará con la instauración de la primera de las dos Repúblicas vividas en España. El retrato de personajes es exaustivo y demoledor, convirtiendo en monigotes crueles a quienes dicen guiarse por sentimientos solidarios. La hipocresía campa a sus anchas, y el amor puro, o meramente acomodaticio, debe librar una dura batalla contra los intereses personales, contra la mezquindad y la avaricia. Vale que el folletín lleva al extremo cualquier muestra de deseo u odio, pero cuando se hace con la maestría de un autor como don Benito, permitiendo que sus criaturas se expresen con la voz propia de su casta, ya sea ésta moral o social, lo que se consigue es un retablo en el que las figuras que se nos muestran en él son calco de su sociedad. Lo que importa en esta novela, pues, no son tanto las vicisitudes de una pobre huérfana en las garras de un ser desalmado como lo es Pedro Polo (pese que es aquí donde el lector hallará mayor diversión), sino en cómo se muestra aquel modo de pensar cicatero en contraste con el sentir limpio de un hombre desprendido con sus parientes, libre de zarandajas políticas y religiosas, cuyo única intención, al regresar a España, era la de hallar un sitio en el que vivir tranquilo, acompañado de una mujer sencilla e inteligente con la que compartir su gozo.
Es ahí, en su carácter folletinesco, donde se encuentra el gran valor de esta novela que, junto al El doctor Centeno y La de Bringas, conforman una trilogía cerrada en sí misma. Galdós no ahorra ningún tipo de lance, estira hasta lo imposible las situaciones melodramáticas y logra, lo confieso, que un lector del siglo XXI viva, junto a la pobre Amparo, la angustia de no saber qué va a ser de su futuro. Aprovecha el autor, no obstante, para hacer un retrato feroz de la clase social pequeño-burguesa y funcionarial en un Madrid a punto de convertirse en escenario de una revolución popular que finalizará con la instauración de la primera de las dos Repúblicas vividas en España. El retrato de personajes es exaustivo y demoledor, convirtiendo en monigotes crueles a quienes dicen guiarse por sentimientos solidarios. La hipocresía campa a sus anchas, y el amor puro, o meramente acomodaticio, debe librar una dura batalla contra los intereses personales, contra la mezquindad y la avaricia. Vale que el folletín lleva al extremo cualquier muestra de deseo u odio, pero cuando se hace con la maestría de un autor como don Benito, permitiendo que sus criaturas se expresen con la voz propia de su casta, ya sea ésta moral o social, lo que se consigue es un retablo en el que las figuras que se nos muestran en él son calco de su sociedad. Lo que importa en esta novela, pues, no son tanto las vicisitudes de una pobre huérfana en las garras de un ser desalmado como lo es Pedro Polo (pese que es aquí donde el lector hallará mayor diversión), sino en cómo se muestra aquel modo de pensar cicatero en contraste con el sentir limpio de un hombre desprendido con sus parientes, libre de zarandajas políticas y religiosas, cuyo única intención, al regresar a España, era la de hallar un sitio en el que vivir tranquilo, acompañado de una mujer sencilla e inteligente con la que compartir su gozo.
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Benito Pérez Galdós,
Novela
lunes, 21 de marzo de 2011
La sed
Floreana es una isla situada en el archipiélago de las Galápagos. Es una isla de dimensiones reducidas en la que sólo viven cinco personas: la familia Herrmann y la pareja formada por Rita y el profesor Frantz Müller. El profesor Müller es un sabio. La razón de su estancia en la isla es su deseo de huir del mundanal ruido, que es Alemania, país donde es considerado uno de sus grandes pensadores. Müller vive para su obra. Rita es su discípula. La relación entre ambos es de respeto mutuo, no hay contacto carnal: uno escribe y cuida su huerto; la otra apoya al maestro, se encarga de la casa, se mueve desnuda en una actitud adánica que los hace presuntamente libres. Esta imagen idílica, sin embargo, quedará rota en el momento en que el mundo exterior irrumpa soez de mano de la condesa Von Kleber que, acompañada de Nic y Kraus, dos gigolós que se odian, pretenda convertir la isla en un centro de turismo para gente rica que necesite vivir en comunión con la Naturaleza.
El tópico del locus amoenus y del beatus ille George Simenon los sacude, les da la vuelta como a un guante, y lo que en principio parecía ser una novela sobre las bondades de la vida retirada, se convierte en una suerte de crónica del infierno, un infierno en el que los personajes se muestran suspicaces, cobardes y cruelmente violentos, movidos por una necesidad enfermiza de boato en unos, de apartamiento en otros, que los transforma en títeres desmadejados. A la razón del profesor Müller se opone el capricho de la condesa y la locura del hijo de los Herrmann, que dispara y mata a cuanto bicho de cuatro patas se cruza en su camino. La sed, su título, hace referencia a la paulatina escasez de agua en la isla luego de que haya finalizado el periodo de lluvias. Eso provocará una tensión insoportable, un estado de ánimo que conducirá a la desesperación. De habitantes confiados, en armonía con una Naturaleza que se muestra tan generosa con ellos como esquiva cuando corresponde, pasan a ser náufragos angustiados por una situación en la que todos han ejercido un papel culpable. Solo cuando llevemos mediada la historia, empezaremos a comprender la actitud de algunos, pero ya será tarde para resarcirlos de la opinión que nos merecen.
George Simenon, ese novelista que escribió igual que respiraba, nos lega una novela de lectura sencilla, pero de enorme calado moral, en la que todos son víctimas pero también ejecutores en un juego cuyo final es imposible que sea bueno.
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George Simenon,
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miércoles, 16 de marzo de 2011
La mujer del teniente francés
Inicié la lectura de La mujer del teniente francés con cierto reparo, pero a las pocas páginas ya había sido atrapado por una historia que podría haber firmado cualquiera de los grandes novelistas del XIX. Muy pronto, sin embargo, comprendí que su autor, John Fowles, no se había propuesto solo imitar el modo de novelar de sus maestros, cosa que, por poco que un escritor se lo proponga, puede lograr sin miedo a hacer el ridículo (y de hecho son muchas las novelas escritas estos últimos años que siguen la estela de las que se escrbieron hace más de cien, con más o menos éxito), sino que, conscientemente moderno, lo que hace es narrar un argumento decimonómico auxiliándose de técnicas que corresponden al momento histórico en el que escribe, pero sin abusar de ellas. De este modo consigue que las vicisitudes de Charles, Sara y Ernestina (sin olvidar a Sam y Mary), las reproduzcamos tamizadas por una fina ironía, por un continuo contraste entre la época en la que se desarrollan, la victoriana, y la presente a lo largo de 1968. Con todo, esta manifestación del narrador-autor, no se produce hasta el capítulo XIII, y resulta cuanto menos sorprendente por el modo en que expresa un problema con el que supongo debieron enfrentarse los novelistas del XIX y el XX, pero también los del XXI: hasta qué punto los personajes que han creado o crean pueden llegar a actuar de manera independiente, ajenos a las decisiones que su creador toma respecto a su modo de ser y de comportarse. Y es que la historia recogida en La mujer del teniente francés posee todos los ingredientes como para que aquellos que la viven en el papel puedan arrogarse la potestad de proceder por su cuenta y riesgo, acaso molestos porque un ser superior los agite sentimentalmente, los use para demostrar que la época que les tocó en suerte no fue la mejor si lo que querían era ser honestos consigo mismos y con quienes los rodeaban. Poco a poco, sin embargo, y de manera casi imperceptible, el narrador irá sucumbiendo; pero también revelándose contra la tiranía de sus criaturas en un tour de force que conducirá a unos capítulos finales nada corrientes, poniendo a prueba a un lector que ansía igualmente concluir ese viaje perturbador (y siento la cursilería) por los paisajes del alma. Lo que hace John Fowles, pienso, es invitarnos a montar en una montaña rusa en la que debemos de tener bien asumida nuestra función. La sorpresa final es que, si creíamos estar viajando por un solo carril, equivocados andábamos, o tal vez burlados. Muy recomendable lectura ésta, sorprendente de principio a fin, con la que he vencido un prejuicio arraigado muchas veces sin motivo: el de pensar que muchas novelas, por su apariencia externa, o porque han sido llevadas al cine, y se desconoce quién es su autor, no poseen valor literario alguno. De hecho, hacía semanas que no disfrutaba tanto con la lectura como ahora. Con lo que me arrogo, en tanto que lector, el papel de entendido en la materia y aconsejarla.
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John Fowles,
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lunes, 7 de marzo de 2011
La mujer del teniente francés (descubrimiento)
Hace unos días un amigo me llevó a dar un paseo por los Encantes de Barcelona con la promesa de que iba a enseñarme un puesto en el que podían encontrarse libros de interés a bajo precio. La mañana había amanecido ventosa y fría, pero con mucho sol, por lo que el mercado lo hallamos a rebosar de gente que deambulaba por entre las paradas más o menos bien armadas y las pilas de cachivaches. El puesto en cuestión se encuentra al fondo de la lonja, metido en una suerte de túnel de unos diez o quince metros de largo. El túnel está ocupado por estanterías y mesas en las que se amontonan los libros. Un tipo, sentado en una silla a la entrada del túnel, controla el zangoloteo de los posibles compradores. Aparte del pasaje, vigila asimismo una habitación o almacén en el que hay más libros apelotonados.
Al meternos hacia el interior del paso, lo primero que percibí fue un intenso olor a orina de gato, y me dije dónde ha venido a traerme mi amigo, sitio más roñoso es difícil de imaginar; pero como creo en su sagacidad para estar al corriente de lo que se oferta y vende, no tuve mayor problema en ponerme a hurgar entre las columnas de volúmenes que se extendían ante mí. Pronto los dedos estuvieron sucios de polvo. Con todo, al cabo de unos minutos de paciente búsqueda, pude dar con ejemplares bien conservados de libros que ya tengo, pero que para un lector que se inicia en esto de la literatura podrían servirle para empezar a reunir una bien surtida biblioteca en su casa.
Uno de los libros que hallé fue un volumen editado por Argos-Vergara en 1982. Su título, La mujer del teniente francés. Era un volumen con las páginas amarillas de viejas, pero en perfecto estado, protegido por una funda o portada falsa en la que aparece una foto de la pareja que protagonizó la versión cinematográfica, esto es, Jeremy Iron y Meryl Streep. Los dos aparecen muy jóvenes. Yo no he visto la película, pero recuerdo que en su momento tuvo un gran éxito. Tras informarme ahora, compruebo que fue nominada a cinco premios Óscar, entre ellos al de mejor actriz. Por no saber, ni siquiera sabía que la película estuviese basada en una novela y, al verla en ese montón de libros, lo primero que pensé es que se trataba de un best seller como tantos otros que han servido para que Holliwood pudiera nutrirse. Mi amigo, que es profesor de literatura contemporánea, me preguntó si la había leído y le contesté que no. Pues no dudes en comprártela, me sugirió, es una novela excelente.
Pensé que me estaba gastando una broma. Luego, ante su insistencia, cedí y la compré. Me costó un euro. Los otros dos títulos que acabé adquiriendo son Corre, conejo y El grupo. Ya fuera de los Encantes, mi amigo me confesó que esa misma semana pensaba hablar en una de sus clases de John Fowles, el autor de La mujer del teniente francés, porque con su novela había logrado una historia puramente decimonómica armada sobre un juego de referencias y apelaciones al lector que la hacen sumamente atractiva para aquellos alumnos interesados en los mecanismos de la escritura. Confieso que me dejó algo perplejo. Seguía convencido de que había comprado un best seller destinado a ocupar un espacio secundario en mi estantería, pero aquella información que se me estaba ofreciendo empezaba a hacer de la novela un plato exquisito. Hay un momento, me dijo, en el que el narrador se despoja de su máscara y se muestra ante el lector tal cual, inquieto porque los personajes no se le vayan de las manos, porque el andamio que está levantando no se le desmorone y quede hecho ruinas. Quiso leerme el momento de la historia en el que eso ocurre, y le dije que no, que ya lo haría yo por mi cuenta, ansioso por iniciar la que prometía ser una lectura enriquecedora. Y lo está siendo, vaya si lo está siendo. Y entre las cosas que puedo resaltar de ella, a la espera de poder dedicarle mayor comentario, es que tratándose de una novela histórica a imitación de las que escribieron autores insignes de origen británico, resulta de una modernidad extraordinaria. Lástima que no la haya podido descubrir hasta ahora. Pero, como dijo aquél, qué envidia no haber leído el Quijote, porque quien lo haga por primera vez vivirá la experiencia de gozarlo plenamente.
viernes, 4 de marzo de 2011
La fiesta del oso
Es muy tentador alimentar un mito sobre la base de lo que pudo haber sido y no fue. Cuando alguien desaparece en una huida provocada por la derrota en una guerra, y no se vuelve a saber de él, a quienes quedan, sus familiares y amigos, no les quedará más consuelo que el hacerse cábalas sobre lo que puede o no haberle ocurrido. Entre las múltiples posibilidades hay dos que no por opuestas dejan de ser lógicas: o bien que haya muerto, o bien que haya conseguido sobrevivir y acaso algún día regrese y los sorprenda. La historia que propone Jordi Soler en La fiesta del oso parte de la premisa expuesta. El narrador, durante toda su vida, ha creído a pies juntillas que su tío Oriol, republicano herido en una pierna, murió mientras ascendía las montañas que separaban el mundo por el que había luchado, del país donde sus compatriotas hallarían una acogida si no hostil, no todo lo cordial que habían esperado. Su muerte, además, se hallaba reputada por un acto a todas luces heroico: en su marcha por el monte nevado, sin sentir su pierna herida, cargó durante kilómetros con el cuerpo de un compañero demasiado débil como para hacer por sí solo el camino. Testigo del hecho fue otro soldado que logró sobrevivir, pero que nunca aseguró que Oriol muriera. Tal incertidumbre hizo posible que el hermano de Oriol, Arcadi, construyera a su vez un final muy distinto al del narrador. Puesto que Oriol tocaba el piano, pensó, no era descabellado imaginar que acaso se le hubiera presentado la ocasión, una vez a salvo, de encontrar trabajo en alguna orquesta de renombre, y a partir de ahí, iniciar una exitosa vida como concertista.
La novela propone unos hechos que se asientan sobre los cimientos de la imaginación y de la esperanza, pero que, una vez el narrador tope con quien le proporcione información inédita, y hasta entonces inimaginable, de su tío, caerán derruidos, tremendamente absurdos frente a una realidad que acabará imponiéndose desmitificadora y cruel, con mayor fuerza novelesca que el cuento perpetrado a partir de la nada. En esta ruptura con lo puramente imaginado va a tener gran importancia un personaje de los que quedan para la historia de la literatura, un hombre llamado Noviembre Mestre cuya particularidad es su enorme estatura, que lo convierte en un gigante. Noviembre vive a solas, es algo idiota, cuida de un puñado de cabras, y su mundo se reduce a los prados y montes que rodean su cabaña. Será él quien, en sesiones que se prolongan a lo largo de varias semanas, irá dando noticia al narrador de lo sucedido con su tío Oriol y con él mismo. Contar aquí su historia sería traicionar la novela. Vale decir, sin embargo, que lo que poco a poco va conociendo el narrador difiere por completo de las versiones que tanto él como Arcadi, hermano de Oriol, habían pergeñado movidos por la esperanza de volverlo a ver en un caso, y por la necesidad de tener un referente heroico, por el otro.
Mérito no menor, aparte de su originalísima historia, es el modo en que se nos narra. El estilo usado por Jordi Soler resulta hipnótico y, una vez se empieza a leer un capítulo, es como si se fuese tirando de un hilo al que van quedando enganchadas continuas digresiones al caso, adjetivos precisos, información que anuncia lo que se va a contar más adelante, o que recoge cosas ya contadas, pero que sirven para dar a la narración una robustez no exenta de breves respiros que presagian giros inesperados, vueltas de tuerca que hacen de La fiesta del oso una novela muy atractiva, un ejercicio en el que parece decírsenos que el hábito no hace al monje. Que un hombre haya defendido la República contra el fascismo, que pertenezca a la burguesía barcelonesa y toque el piano, no implica necesariamente que ese hombre sea un dechado de virtudes. Como tampoco debe entenderse que alguien de aparencia monstruosa tenga que comportarse como un monstruo. No nos dejemos engañar tampoco por la portada que propone la edición de Mondadori. Ésta no es una novela sobre la Guerra Civil, al menos no es "otra novela sobre la Guerra Civil". Es una novela sobre la maldad y la bondad, y sobre cómo tendemos a rellenar los huecos que nos afectan con la masilla de la ficción, que tanto poder tranquilizador posee.
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Jordi Soler,
Novela
miércoles, 2 de marzo de 2011
Cuestión de fe
El comisario Brunetti es uno de esos personajes literarios que habitan la geografía ocupada por un género novelístico llamado policíaco. Su cultivo estos últimos lustros ha hecho posible que el lector, más partidario de la novela etiquetada negra, se haya reconciliado con un modo de hacer que autores como Donna Leon han sabido mejorar con una parte de crítica social inteligente, y con una generosa paletada de humanidad en sus personajes que se hecha de menos en escritoras como Agatha Christie. Cuestión de fe, que yo sepa, es la última de las historias dedicadas a Brunetti y, como en las otras anteriores, lo que sucede lo hace en la ciudad donde ejerce su oficio de comisario, en una Venecia asaltada por masas de turistas que ocupan plazas y calles, entorpeciendo la labor de los policías. La novela se inicia con una conversación entre Brunetti y el inspector Vianello, compañero y amigo suyo. El inspector Vianello está preocupado porque su tía se ha dejado seducir por uno de esos tipos que se dedican a embaucar a gente predispuesta, haciéndola creer que posee medios para curar enfermedades graves. Los medios consisten en unas infusiones hechas con hierbas milagrosas. El precio de las mismas hace que, como efecto secundario, la persona curada pierda en igual medida su dinero, no pudiendo la familia hacer nada por evitarlo, ya que lo que mueve finalmente a quien acude en ayuda de un milagro al sanador, no es otra cosa que fe. Y la fe, bien lo sabe Vianello, no es arma contra la que se pueda combatir con razonamientos.
Paralelamente a este caso, a Brunetti le llega, también a través de una conversación con su amigo Brusca, la noticia de que en el Tribunal de Justicia de Venecia se están produciendo casos de corrupción a pequeña escala en los que, de modo más bien directo, se encuentra involucrada una juez. Entre las personas que pueden tener alguna relación con el caso, se halla Araldo Fontana, un ujier que aparece asesinado en el patio de la casa en que vive. Conforme avanzamos en la novela, como toda buena novela policíaca, iremos advirtiendo que no todo lo que sucede en ella posee una sola explicación. Los seres humanos tenemos vidas paralelas y nos movemos por pasillos al que corresponde otro por el que avanza un igual haciendo de las suyas.
La novela, haciendo gala de su pertenencia a la tradición negra, recoge temas presentes que no pueden dejar de preocuparnos: la corrupción judicial y política, y la proliferación de astrólogos y pitonisas en los medios de comunicación. El tratamiento, sin embargo, no lleva aparejado el pesimismo latente de los clásicos. Brunetti no es un romántico, Brunetti es un funcionario al que no deja de indignarle lo que sucede en su país, Italia, y más concretamente lo que sucede en Venecia. Sus reacciones, sin embargo, son las que cabe esperarse en un ciudadano honrado casado con una profesora universitaria, con dos hijos adolescentes, y al que le gusta sentarse con un vaso de vino en una mano y en la otra un libro de historia antigua. La justicia que defiende es una justicia oficial. Cumplida su obligación, el premio es la posibilidad de retirarse unos días con su familia a las montañas en el norte, lejos del calor asfixiante de Venecia. Es un policía, pues, que no conoce la soledad ni los demonios interiores.
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