domingo, 28 de noviembre de 2010

Los perros de Riga


Uno de los aspectos que me gustan de las novelas protagonizadas por Kurt Wallander, el policía creado por Heinning Mankell, es que el lector, en todo momento, sólo conoce aquello que ve o siente dicho personaje, de tal modo que, al contrario que en otro tipo de novelas de igual género, carece de información mayor que la que obtiene el detective, ni le es dado jugar a investigador por su cuenta. Si bien ambas posibilidades resultan divertidas y ponen a prueba el ingenio de cada cual, la de Mankell es una técnica, opino, más acertada, común a clásicos estadounidenses, donde no importa tanto el qué como el cómo se desarrolla la trama y evolucionan los personajes. En esta novela, una de tantas de una serie de la que he leído solo dos títulos, Wallander vive separado de su mujer; visita de tarde a un padre que no ha asimilado aún, pese al tiempo transcurrido, que su hijo sea policía; y apenas si tiene contacto con su hija, estudiante en la universidad de Estocolmo. Dada su tendencia a dejarse llevar por el desánimo, Kurt empieza a plantearse la posibilidad de dejar su trabajo, que le exige una entrega absoluta y destructiva, y presentar una solicitud como jefe de seguridad en una empresa privada. Es entonces cuando se le presenta una nueva ocasión de ejercer su oficio, que no es otro que el de batirse a brazo partido con una realidad propensa a disfrazarse de dragón. La aparición de dos cadáveres en una barca a la deriva en la costa sueca, es la punta de un iceberg en el que la república letona ocupa buena parte de la masa sumergida. En cierto momento Wallander es requerido para que vaya a Riga, capital del recién independizado país, para que colabore con la policía a descubrir qué motivos han ocasionado el asesinato del mayor Liepa, un hombre íntegro empeñado en desenmascarar a quienes no desean perder los privilegios adquiridos durante la larga ocupación soviética. El mayor Liepa ha estado antes en Suecia, dado que los dos muertos encontrados en la barco eran de nacionalidad letona, pero justo al volver recibe una llamada y al día siguiente es encontrado muerto de un disparo. Wallander es una de las últimas personas con las que ha estado. Tal vez sepa algo que la policía de Riga desconoce. Lo que ignora Wallander es que al colaborar con sus compañeros del otro lado del mar Báltico se verá envuelto en un conflicto donde las fuerzas ocultas de raigambre totalitaria, perros al acecho, harán lo imposible por evitar que un país que renace las despoje de un poder y unas prebendas que nadie les ha discutido hasta el presente. Mankell domina a la perfección el tempo narrativo, y juega excelentemente la baza de configurar un héroe moderno a la altura de las circunstancias. Reconforta imaginar que existen tipos como Kurt Wallander, u otros tantos diseminados por la vieja Europa, capaces de entregarse en cuerpo y alma al esclarecimiento de hechos que para el resto de la comunidad pasan inadvertidos, pero que en ocasiones son el síntoma de una enfermedad que ha horadado los cimientos de una sociedad que se nos vende del bienestar y perfecta. Suecia y Letonia son símbolos de dos mundos opuestos, separados por unos pocos cientos de kilómetros. Los contrastes son evidentes, y si bien Wallander vive y representa al occidental, en un país envidia de cuantos se encuentran más al sur, sabe de sobras que basta hurgar un poco en su superficie para que supuren iguales miasmas que en uno oriental, como es el caso de Letonia. El mal posee la virtud de saber disfrazarse de muy distinto modo, haciendo gala de un poder de adaptación cuya finalidad es siempre la misma: el poder por encima de todo. Wallander se verá expuesto a peligros ciertos, pero como buen caballero, que basa su heroicidad en unos valores acaso periclitados, acudirá a salvar a su dama de las fauces que pretenden destrozarla. Lástima que esa dama sea viuda reciente del mayor Liepa. Un hombre solo se aferra al primer clavo que se le ofrece sin pensar si está o no oxidado, bien clavado o no.

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