Hay nombres de autores con los que uno ha ido conviviendo y de los que sólo conoce la planta de quien los lleva; nada, en cambio, de lo que han escrito, salvo algún artículo de opinión en un periódico o revista. Este es el caso de Vicente Molina Foix, escritor menos mediático que otros tantos de su generación, y que de manera callada, o al menos a mí me lo parece, ha ido construyendo una obra sólida, de la que, repito, desconocía todo hasta ahora que me he puesto con El abrecartas, premio nacional de narrativa en el año 2007. A veces es preciso un premio tan importante como el presente para que autores de larga trayectoria empiecen a ser mencionados y ante todo leídos, y para que lectores que nos preciamos de estar más o menos al día de lo que se publica, caigamos en la cuenta de que más allá de la novedad existen escritores ya hechos, que más que escribir novela la están reinventando con su esfuerzo.
El abrecartas es una novela atípica porque sus distintas partes las conforman cartas entre dos interlocutores, no siempre los mismos. La primera de ellas está datada en 1926, la última en 1999, por lo que el contenido de las mismas tiene como referente la historia de un país que se va haciendo a lo largo de una república con los días contados, de una dictadura interminable, y de una transición en la que los sueños de algunos acaban cumpliéndose a medias. Si bien dicha estructura epistolar puede hacer creer en una distorsión narrativa debido al cambio de emisores y receptores, a medida que el lector avanza comprobará con agrado que en el poso de lo que se dice en las cartas hay varias historias paralelas, que se hacen con el siglo, y que poco a poco, de un modo a veces indirecto, se van cerrando. Logra con esto el autor presentar una realidad múltiple, en la que los agentes de la acción que se desarrolla pertenecen a distintos estratos y ámbitos: desde el infiltrado que trabaja para el régimen, hasta una locutora de radio que escribe libros infantiles, a un profesor universitario... todos partícipes de una trama que se nos antoja confusa a veces, pero que con la exactitud de una maquinaria perfectamente urdida va cobrando sentido a medida que conocemos lo que nos cuentan los narradores a través de sus correos. Es una obra, pues, de perspectivas múltiples, a la que van asomando personajes históricos como Vicente Aleixandre, Eugenio D'Ors, García Lorca, Rafael Alberti... Alguno de ellos, incluso, coge la pluma para responder a una carta enviada por uno de los personajes presuntamente ficticios que se engarzan en una cadena de misivas que abordan asuntos privados pero también públicos, de suerte que consiguen separar la Historia con mayúscula de la historia con minúscula, que es la que les incumbe de manera más lacerante. Y digo presuntamente ficticios porque cuanto dicen suena a verdad, son cosas que podrían haber sucedido, que carecen de esa pátina mentirosa que acarrea una novela al uso, como si el narrador, en vez de inventar, se hubiera limitado a recopilar o a copiar, al modo cervantino, esos papeles que son cartas y también fragmentos de alma.
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