lunes, 3 de mayo de 2010

El amante del volcán




Susan Sontag, en El amante del volcán, se adentra en un periodo convulso de la historia europea, el que ocupa los últimos lustros del siglo XVIII y los primeros del siglo XIX. La acción se sitúa en Nápoles, a los pies del Vesuvio, donde el embajador inglés, conocido con el nombre de El Cavaliere, desarrolla su actividad diplomática convertido en el asesor favorito del rey de las dos Sicilias. Entre sus grandes actitudes, destaca la de ser un gran coleccionista. En estos años de raciocinio exacerbado, durante los cuales se desarrolla un gran interés por la historia y sus yacimientos, las ruinas de Pompeya y Herculano ofrecen a quienes sienten pasión por acumular rastros del pasado un tesoro infinito de tentaciones. Su otra querencia es el volcán. El Cavaliere acostumbra subir a menudo hasta su cráter. Pese a ser un hombre maduro, su fortaleza física es mucha, y entre las virtudes que gusta mostrar a sus invitados británicos se halla la de ser capaz de ascender la montaña sin titubeos, a buen paso, consciente del peligro, dado que el Vesuvio siempre está activo, pero consciente asimismo de que la vida sin un mínimo de riesgo vale bien poco. Lo que no espera el embajador, mucho menos la monarquía de la que él es representante ilustrado, es que la historia, ese fluido magmático que corre parejo al tiempo, brote convertido en lava y empiece a destruir el viejo régimen sobre el que se asientan las bases de un modo de vivir y pensar periclitado. La masa ignorante y embrutecida arrasa palacios, corta cabezas, instaura un modo distinto de gobernar. Nace la edad moderna. La novela recoge estos hechos, pero también se adentra en la mente de este personaje magnífico. Susan Sontag reflexiona sobre el coleccionista que es y sobre su papel intermediario. Nos ofrece una visión de la vejez enternecedora, sobre el erotismo, sobre cómo la belleza de una mujer se va degradando y se pierde al fin. La vida de El Cavaliere se desarrolla en una burbuja de bienestar y belleza constante. Le molesta acompañar al rey de las dos Sicilias a sus partidas de caza. No es un hombre en sus cabales, pero es el rey. Prefiere permanecer en su estudio, contemplar sus cuadros, sus piedras, el cono del volcán desde su ventana, la columna de humo que sale de él, y también a su segunda esposa. Ésta, rechazada por el sobrino de El Cavaliere, Charles, viaja a Nápoles, prácticamente entregada al reciente viudo, que actúa con ella como Pigmalión con la estatua de Galatea. De hecho, una de las habilidades de Emma es posar ante un público restringido y emular a las grandes heroínas de la historia y a las diosas, las recogidas en los cuadros. También canta, y lo hace con una voz bellísima, cercana a la de los castrati. Ambos, el embajador y Emma, serán el centro de interés de una comunidad sedienta de novedades, de buenos consejos y actitudes. La Revolución francesa lo sacudirá todo. A las costas de Italia llegará un héroe, el almirante Nelson, abatido y herido, pero victorioso frente a la armada gala. Un nuevo fluir surge como río de lava en las proximidades de El Cavaliere: la pasión entre Nelson y Emma…

La novela es densa, extraordinaria, avanza como lengua de fuego colina abajo, nos cubre y arrasa. Uno de sus atractivos es cómo de tarde en tarde, sin previo aviso, aparece la voz de la misma Susan Sontag desde el presente, el de la escritura, el nuestro, para contrastar dos mundos tan distintos pero el mismo sucediéndose, cambiando, estallando a cada poco. La novela nos atrapa, nos conduce constante y sin pausa por la vida de estos personajes únicos, y nos hace comprender que cualquier intento por sujetar el tiempo es inútil, que la fuerza que mueve el mundo y a los hombres es irrefrenable, que pese a los años pasados y nuestra sabiduría presunta, no estamos a salvo de las convulsas sacudidas que nos azotan, llámense desastres naturales, llámense revoluciones, llámense malas decisiones políticas.

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