Hacía tiempo que no me subyugaba tanto una novela. La leo con el entusiasmo del neófito que descubre nuevos mundos intuidos, jamás frecuentados. Podría hablarse muchas cosas de lo que se nos cuenta en El viajero del siglo y del modo en que se nos cuenta, pero esa es labor de teóricos y críticos, que de seguro tendrán hilo del que tirar y con el que urdir argumentos poderosos en defensa de su maestría. Solo puedo hablar como lector. Y como tal diré que en ocasiones, muy contadas, el azar me lleva al descubrimiento de obras que permanecerán en el recuerdo, que formarán parte de esa sustancia confusa y nutritiva de la que iré entresacando ideas que transformaré en propias para mis pinitos literarios, que darán pie a conversaciones con mi amigo D. y mi amigo J., que se alinearán entre aquellos otros títulos que conforman mi canon íntimo. Sabía de Andrés Neuman, conocía los elogios que le han dedicado otros autores, pero hasta ahora no había leído nada suyo por pereza, por no querer espigar entre tanta obra como se acumula en baldas y mesas de librería. Pero hace unas semanas me decidí por El viajero del siglo, entre otras razones porque ha aparecido editado en formato bolsillo y su precio resultaba asequible a una faltriquera que se resiente, como todas, ante los embates de una crisis económica, que no imaginativa. Pues esta historia, si algo desborda, es imaginación a raudales, y un modo de contar que me deja desconcertado por su fluidez y al mismo tiempo su profundidad. Imagino que no ha debido serle nada fácil al autor desarrollar las conversaciones filosóficas, literarias, políticas, religiosas, estéticas que se establecen en casa del señor Gottlieb, dirigidas por su hija Sophie, no tanto porque se muestren eruditas y bien fundadas, sino porque resultan asequibles a un lector de cultura media y ofrecen, de un modo en mi opinión inmejorable, brillante, una visión global, pero exhaustiva, de la Europa en la que sucede su argumento. Llevo su lectura mediada. La leo en el tren, en casa, en los ratos entre tarea y tarea; me sucede como a esos personajes que aparecen en Quimera del lector absorto, que quisiera meterme en el libro y compartir un rato la atmósfera en la que se mueven Hans y su amigo Urquijo, el organillero y su perro Franz. No he podido evitar, llevado por la emoción, hacer este breve comentario entusiasta, pues vuelvo a repetir que hacía tiempo que no respiraba unas palabras tan limpias, tan oxigenadas como estas que me ocupan: desde La carretera, desde Mira si yo te querré, desde Los anillos de Saturno... Me pesará llegar a su fin. Haré entonces un nuevo comentario, espero que mejor que éste.
Gozoso Cercas
Hace 7 horas
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