Llevo varios intentos pretendiendo hablar de Felisberto Hernández. No me resulta fácil hacerlo porque sus cuentos, género del que fue maestro, poseen una calidad difícil de definir. Si hay algo que los caracteriza, sin embargo, es el extrañamiento con el que se leen. Sus historias las sitúa en una realidad que pese a resultarnos reconocible, no la sentimos propia. Su mundo se sostiene sobre lo onírico sin serlo, sobre un surrealismo mágico en el que los personajes actúan en función de unos deseos que el lector halla estrafalarios, pero que parten de sentimientos profundos, como nacidos de una conciencia telúrica. Es con el modo de narrar, sin embargo, con lo que quizá nos sintamos más descolocados. En un relato de ciencia ficción es la propia escenografía la que puede llegarnos a sorprender. En un relato de Felisberto Hernández es el lenguaje que usa el que nos hace pensar que nos hallamos ante un ámbito distinto del narrar, del que solo él sabe darnos noticia. Una muchacha obliga a su primo a permanecer todo un día bajo la cama de su dormitorio a fin de que sus padres, los de ella, sigan ignorantes de su relación, sólo porque, en vez de acercarse al árbol que ella le ha dicho que use para llegar hasta su ventana, él, para gastarle una broma, lo ha hecho al que está bajo la ventana del dormitorio de la madre. Un hombre adinerado tiene a varios empleados encargados de recrear escenas con muñecas de tamaño natural en vitrinas acondicionadas para tal efecto. Por la noche, el hombre dedica su tiempo a maravillarse ante dichas escenas. Su esposa le sigue el juego. Una de las muñecas se parece mucho a ella. Recibe el nombre de Hortensia. Su suma perfección la consigue cuando el hombre encarga al fabricante de las mismas un mecanismo interno que posibilite que sus miembros tengan calor humano. Ya de por sí ingeniosas, estas historias se nos ofrecen en ese estilo entre poético y desquiciado que es origen de la rareza apuntada. Un símil que se me ocurre es el cine de David Lynch. Puede gustar o no. Lo que sí es cierto es que los cuentos de Felisberto Hernández debieron romper moldes en su momento. Julio Cortázar lo tuvo como referente, y asimismo Borges. Autor, pese a ello, poco conocido, del que conservo un librito que adquirí hace quince años: El caballo perdido y otros cuentos, publicado por una editorial argentina, que debí encontrar en una librería de lance cuando mi pasión por Cortázar estaba en pleno apogeo. He vuelto a releerlos y la sensación de desasosiego estético ha sido la misma de entonces. Eso lo hace un escritor singular, inclasificable, en la línea de los dos ya señalados, sudamericanos también, a los que habría tal vez que sumar otros pocos; los más, curiosamente, nacidos en aquella orilla.
jueves, 28 de enero de 2010
El caballo perdido y otros cuentos
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