Nora García, personaje al que Margo Glantz dota de carnalidad autobiográfica, es mujer condenada a hacer uso inevitablemente de las palabras, y a dejar con ellas constancia de sus pasiones y sus fracasos. Su mayor deseo: calzar algún día unos zapatos diseñados por Ferragamo, el más grande diseñador de zapatos, amén de fascista, pobre en su infancia como la propia Nora García. Su cultura, la de Nora, es extensa. Su vida se desarrolla entre México, Londres y París, recopilando experiencias que llevar al papel, por anodinas o desagradables que sean. Por lo que Margo Glantz logra una obra heterogénea en la que Nora se lamenta de la poca suerte que ha tenido con sus perros: muertos o desaparecidos, agresivos o lastimeramente enamorados; de su condición de extranjera en Londres, y por ello mismo, o acaso porque es fumadora, destinada a viajar en la parte trasera de los autobuses de dos plantas, donde huele a tabaco rancio, o en metro, obsesionada con la estación de King’s Croos, donde “huele siempre a orines de saxofonistas, de diplomáticos, de árabes, de niñas lindas, de violadores, de incendiarios, de vagabundos, de neuróticos y alcohólicos anónimos que van al trabajo o se dirigen al pub de la esquina…” ; de su mala suerte mientras se somete a una mamografía en la que sus senos son aplastados, manoseados, maltratados, y se imagina sin uno de ellos, o sin los dos… ¿Qué le queda a Nora García donde aferrarse? El lenguaje, las palabras, su querencia por querer expresar fiel aquello que le sucede y ha sucedido, sus necesidades y descalabros en una vida que no siempre se deja asir porque el lenguaje tampoco es perfecto. Con todo, si de algo debe preciarse esta novela, es de su lenguaje medido como horma.
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