domingo, 5 de julio de 2009

El baúl de la tía Berta




El Lector quiere garantías de que aquello que va a leer vale la pena el esfuerzo y el gasto. Un consejo fiable, una crítica en un suplemento cultural, el respaldo de un autor conocido y admirado, consiguen vencer su recelo y al cabo lee una obra recién editada, de autor novel o ignorado, que puede hallar fácilmente en la librería o en la biblioteca de su ciudad. En el caso de aventurarse sin ese respaldo en la lectura de un libro de cuyo autor lo desconoce todo, que no está en las librerías convencionales, y que, para colmo, le es ofrecido gratuitamente a través de Internet, un medio del que no se fía demasiado, el Lector, lo admite, actúa con desconfianza, como si se adentrase en un territorio ignoto habitado por seres de costumbres distintas, de los que, sin saber por qué, piensa no cabe esperar otra cosa que un trato hostil.

Cuando empecé a leer El baúl de la tía Berta lo hice armado de los prejuicios que acarrea no tener ninguna referencia previa en la que apoyarme. Sin embargo, en cuanto conseguí engancharme al hilo de la historia, comprendí que su lectura podía ser igual de grata que cualquiera de las otras lecturas que he ido haciendo a lo largo de los años, y que lo mejor que podía hacer era dejarme llevar por una prosa trabajada en su sencillez, por una historia cimentada sobre el mismo suelo donde descansan las columnas en las que se sostienen los cuentos. Porque El baúl de la tía Berta es un cuento de casi cuatrocientas páginas en el que los ingredientes que sazonan los argumentos de los tradicionales están presentes de un modo u otro: el amor apasionado, el desamor orgulloso, la niña cenicienta que recibe el orpobio de su familia, la bruja que desprecia cuanto ignora, ungüentos para conseguir que el amado resucite, fantasmas que se manifiestan de un modo original… Todo ello en una atmósfera luminosa, vital, donde los personajes se esfuerzan por ser felices, aunque para ello tengan que soportar duras pruebas que los harán más fuertes y más sabios de lo que eran.

Lo más llamativo para mí, sin embargo, son los espacios en los que se desarrolla el cuento. Esos espacios son dos, básicamente, uno que se halla a este lado del espejo, y el que se encuentra detrás de él. El espejo está en la casa de la tía Berta. A este lado de él hay, a su vez, otros dos espacios: el de la casa de Ana, donde es cenicienta; y el de la casa y el pueblo donde vive su tía Berta, con la que acaba pasando el verano de sus catorce años por mera casualidad. El contraste entre ambos es mayúsculo y a la vez simple, porque tal contraste se basa en la carencia de amor en el primero, y en la abundancia del mismo en el segundo. El espacio al otro lado del espejo también puede ser compartimentado en dos: el desván, en el que tanto Berta, como Javier, como más tarde Ana, se refugian por distintos motivos; y el que se halla en los cuentos escritos por Javier y también por Ana, un lugar en lo que lo maravilloso, el horror, el amor desbocado, la soledad, hallan su patria común, y logran que el mundo no sea un escenario tan desabrido como a Ana pueda llegarle a parecer.

Lectura, pues, aconsejable. Destinatarios: lectores de todas las edades, en especial jóvenes, de 14 a 99 años, como se aconseja en algunos otros libros; de los que, no se sabe por qué causa misteriosa o maléfica o simplemente torcida, están en las librerías, y éste no.

1 comentario:

  1. No sé ni por dónde empezar a agradecerte el fantástico comentario que has hecho sobre mi libro. Sólo espero merecerlo y no defraudar al posible lector que se decida a abrir el baúl. Muchísimas gracias. Un besazo.

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