viernes, 28 de mayo de 2010

Hans el viajero


Hacía tiempo que no me subyugaba tanto una novela. La leo con el entusiasmo del neófito que descubre nuevos mundos intuidos, jamás frecuentados. Podría hablarse muchas cosas de lo que se nos cuenta en El viajero del siglo y del modo en que se nos cuenta, pero esa es labor de teóricos y críticos, que de seguro tendrán hilo del que tirar y con el que urdir argumentos poderosos en defensa de su maestría. Solo puedo hablar como lector. Y como tal diré que en ocasiones, muy contadas, el azar me lleva al descubrimiento de obras que permanecerán en el recuerdo, que formarán parte de esa sustancia confusa y nutritiva de la que iré entresacando ideas que transformaré en propias para mis pinitos literarios, que darán pie a conversaciones con mi amigo D. y mi amigo J., que se alinearán entre aquellos otros títulos que conforman mi canon íntimo. Sabía de Andrés Neuman, conocía los elogios que le han dedicado otros autores, pero hasta ahora no había leído nada suyo por pereza, por no querer espigar entre tanta obra como se acumula en baldas y mesas de librería. Pero hace unas semanas me decidí por El viajero del siglo, entre otras razones porque ha aparecido editado en formato bolsillo y su precio resultaba asequible a una faltriquera que se resiente, como todas, ante los embates de una crisis económica, que no imaginativa. Pues esta historia, si algo desborda, es imaginación a raudales, y un modo de contar que me deja desconcertado por su fluidez y al mismo tiempo su profundidad. Imagino que no ha debido serle nada fácil al autor desarrollar las conversaciones filosóficas, literarias, políticas, religiosas, estéticas que se establecen en casa del señor Gottlieb, dirigidas por su hija Sophie, no tanto porque se muestren eruditas y bien fundadas, sino porque resultan asequibles a un lector de cultura media y ofrecen, de un modo en mi opinión inmejorable, brillante, una visión global, pero exhaustiva, de la Europa en la que sucede su argumento. Llevo su lectura mediada. La leo en el tren, en casa, en los ratos entre tarea y tarea; me sucede como a esos personajes que aparecen en Quimera del lector absorto, que quisiera meterme en el libro y compartir un rato la atmósfera en la que se mueven Hans y su amigo Urquijo, el organillero y su perro Franz. No he podido evitar, llevado por la emoción, hacer este breve comentario entusiasta, pues vuelvo a repetir que hacía tiempo que no respiraba unas palabras tan limpias, tan oxigenadas como estas que me ocupan: desde La carretera, desde Mira si yo te querré, desde Los anillos de Saturno... Me pesará llegar a su fin. Haré entonces un nuevo comentario, espero que mejor que éste.

lunes, 24 de mayo de 2010

Cuatro corazones con freno y marcha atrás


Hay cierta gracia en el teatro de Enrique Jardiel Poncela que como lector uno puede compartir o no, saber verla o no, pero que vista sobre el escenario acaso provoque a risa en determinados momentos. Lo más interesante de Cuatro corazones con freno y marcha atrás no es ni mucho menos la cantidad de chistes más o menos ingeniosos con los que los personajes van sazonando la trama. Ésta, desde luego, se presta a tales juegos, pero, en mi opinión, lo atractivo de la obra no se halla precisamente en su humor, sino en cómo un grupo de personas debe asumir la eternidad de sus vidas. Un científico, Ceferino Bremón, halla unas sales que procuran la vida eterna a quien las tome. Lo hacen un joven matrimonio, una poetisa aficionada a los ripios, un cartero que pasaba por allí, y el mismo Bremón. Lo que en principio resulta un experimento extraordinario, una posibilidad única de sobrevivir en el tiempo, acaba convirtiéndose en un martirio, pues el hecho de tener que vivir cada día con la conciencia de que nunca vas a morir, hace que la vida deje de tener sentido alguno, más aún si a tu alrededor ves cómo mueren tus allegados, cómo tus hijos envejecen mientras que tú te conservas exacto a como eras en el instante de consumir el brebaje. No es extraño, pues, que Ricardo duerma junto a una charca cuajada de todo tipo de mosquitos a fin de que le inoculen alguna clase de enfermedad mortal, pues el suicidio, dadas sus creencias católicas, está completamente descartado. Tampoco es extraño que Valentina, su esposa, se desespere al tener que ver cada día las mismas caras, compartir el mismo espacio con las mismas personas. El único que sobrelleva con dignidad su condición de inmortal es Emilio, el cartero, que ni padece ni sufre, asume su papel sin aspavientos, tal vez porque es el único que permanece soltero, que no tiene a nadie a quien ver morir. Dicho esto, la anécdota se salva por su originalidad. Si prescindimos de ese humor aburguesado, sin excesiva profundidad, considero que la obra se sostiene por esa mezcla de tragedia sugerida y comedia un tanto gruesa. Habría que verla representada para acaso apreciar sus virtudes dramáticas como se merecen, pero autores como Jardiel Poncela se leen obligatoriamente en los institutos y poco más.

viernes, 21 de mayo de 2010

La cámara de ámbar


Un escritor regresa a su ciudad natal, Palma de Mallorca. Ha sido declarado heredero de una casa propiedad de su tío, Nicolás Bemberg, que acaba de fallecer. Junto con la casa hereda los recuerdos y los muertos. Los muertos también se heredan, afirma el narrador en cierto momento de la historia. Muertos de una Europa que ya no existe, nostálgicos en su decrepitud de un periodo de destrucción y guerra. La novela se mueve en el ámbito de la sugerencia, de lo contado por otros. El narrador parece estar sumergido en un agua mansa, al menos en apariencia, y lo que cuenta son reflejos que llegan de la superficie, rayos de luz oblicuos, que dan una idea equívoca de lo que fue el pasado. Nicolás Bemberg añora una Europa en ruinas, cuando ciertos personajes decadentes, amén de rapaceros, expoliaron las posesiones de los perdedores, se quedaron con sus cuadros, con sus muebles, con sus casas. Fueron tiempos de aventura, instantáneas de una película vital cuyos protagonistas sobreviven con la papilla de su memoria, con la esperanza, en el fondo, de regresar al lugar de donde partieron. El narrador, al llegar a la casa que ha heredado, de la que huyó en su juventud para alejarse de su influencia malsana, también recuerda. Pero sus recuerdos carecen de esa pátina heroica, sus recuerdos poseen la aspereza de lo polvoriento y viejo, y solo se salva la figura de Emilia, la sirvienta andaluza en casa de Nicolás Bemberg, con la que, a sus dieciséis años, tuvo su primer escarceo erótico, y a través de la cual supo que el pasado añorado estaba hecho de papel cuché, de fotos en blanco y negro, que es el color de los sueños. ¿Qué sentido tiene conservar esa cámara, ese lugar en el que perviven palabras, olores, imágenes, como en una gota de ámbar el insecto prehistórico? Si acaso pueden servir para, a partir de todos esos escombros, cascotes de una vida, de unas vidas ya truncadas, reconstruirlos a modo de novela. Porque lo que hace el narrador de La cámara de ámbar es contarnos el material que halla a lo largo de ese regreso para levantar sobre él una futura ficción, una futura ficción que tendrá a su tío como protagonista, insecto atrapado en la sala de las ninfas, que es una habitación sumergida en una luz color miel, centro en el que se dan cita todas las vidas y todos los momentos que conforman al hombre. El narrador se ha quedado doblemente huérfano. Es un escritor de fama. Vive en Barcelona y hereda la casa donde pasó parte de su adolescencia, de la que partió para ser él mismo, para buscar su propio lugar en la historia. Pero la suya no es una historia de héroes. La suya es una historia en la que nadie heredó los muertos, sino que los muertos fueron ellos mismos...


La cámara de ámbar es una obra escrita por José Carlos Llop, que acaba de publicar En la ciudad sumergida en RBA.

domingo, 16 de mayo de 2010

Retrato del artista adolescente


Las novedades que James Joyce aportó a la literatura pertenecen a la historia de la misma y el lector actual, bregado en mil modos de contar historias, no tiene por qué conocerlas ni por qué saber valorarlas. El lector contemporáneo al mismo Joyce, sin embargo, al adentrarse en la lectura de Retrato del artista adolescente, debió hallar en sus palabras novedades insólitas, maneras de hacer a las que pocos habían prestado atención, y, éstos, como al acaso. La novela aborda la historia de un muchacho: Stephen Dedalus, desde su infancia hasta orillar la madurez, cuando empieza a coquetear con la escritura. No se trata, pese a ello, de una novela de iniciación al uso. Lo que hizo Joyce, entre otras cosas, fue penetrar en la mente de ese personaje y mostrarnos sus padecimientos internos, sus tormentas morales, sus abismos cavados al acomodo de una educación jesuítica empeñada en formar soldados en Cristo. La novela se inicia con una canción infantil: Allá en otros tiempos (y bien buenos tiempos que eran), había una vez una vaquita (¡mu!) que iba por un caminito. Y esta vaquita que iba por un caminito se encontró con un niñín muy guapín, al cual le llamaban el nene de la casa… Así comienza. La traducción es de Dámaso Alonso. Joyce nos cuenta de ese niñín. Se coloca a su altura y reproduce los diminutivos, la esencia de ese alma inocente que empieza a formarse. Stephen habita un mundo de adultos a los que observa no sin cierto asombro. El padre, los tíos… conforman un grupo apretado que se enfrenta en las cenas de Navidad, pues no todos están dispuestos a aceptar el poder de la iglesia, el poder de la patria. Nos hallamos en Irlanda. Irlanda pesa sobre los personajes. Irlanda es religión y es tomar partido por una causa. Ambas ciegan la mirada. Stephen acude al colegio de los jesuitas. Se aterra ante la crueldad que usan para castigar a quienes incumplen las normas. Él mismo es víctima de uno de esos castigos. Lo considera injusto y se queja. Los escolares, con todo, no son menos crueles. Los partidos de fútbol, las bromas que se gastan, exteriorizan un carácter primitivo. Cristo empapa el espíritu de estos muchachos. Los profesores les inculcan preceptos que tienen a los santos de la orden como modelos de perfección: San Ignacio, San Francisco Javier… Toda idea pecaminosa debe ser rechazada. No debe permitírsele al demonio vencer en la lucha contra la virtud que debe campar a sus anchas por los pasadizos del cuerpo y de la mente. Stephen Dedalus adolescente combate a brazo partido contra la lujuria que lo domina. Sus visitas al barrio de las prostitutas lo hunden en una crisis espiritual superlativa y busca consuelo en quien bien sabe que puede dárselo, aquellos mismos que durante años han querido protegerlo de los males del mundo. Pero no se atreve. Acude a una iglesia pequeña y, ante un sacerdote anónimo, vacía toda la carga que le va pesando cada vez más, que lo va venciendo, aniquilando a los ojos de Dios. Joyce exhibe en todo momento un dominio absoluto del lenguaje. (Eso debemos creer a partir de la traducción de Dámaso Alonso.) Las diatribas que lanza el padre jesuita desde el púlpito son estremecedoras. Su descripción del infierno acongoja a los pobres alumnos. Somos los oídos de Stephen. Somos el cuerpo de Stephen. Luego, seremos el propio cerebro de Stephen. Sus teorías sobre la estética, ya en la Universidad, defendidas ante uno de sus compañeros, nos ofrecen una imagen de su madurez emocional y crítica. En él no ha vencido finalmente la virtud. En él ha vencido la inteligencia. El camino que ha debido atravesar no ha sido fácil. Nos recuerda los que, en la mística, debe recorrer el alma en su búsqueda de la esencia divina: un primer paso purgativo, en el que Stephen niño debe purificarse por medio de la oración y el estudio; un paso iluminativo, en el que Stephen adolescente es tentado por el demonio; y un paso unitivo en el que el alma, librada ya la batalla, hecho ya el viaje, debe encontrar a Dios, pero que en el caso de Stephen, a punto de entrar en la edad adulta, lo que halla es la verdad, un verdad que está en las cosas, en su esencia y forma por igual.

sábado, 8 de mayo de 2010

Jakob von Gunten

La lectura, hace unas semanas, de Doctor Pasavento, me ha llevado a releer la novela de Robert Walser, Jakob von Gunten. Apenas si recordaba nada de la primera vez que tuve a bien acercarme a esta historia extraña, desconcertante y poco atractiva para quien busque en la literatura un mero ejercicio narrativo. Jakob von Gunten recoge la historia del personaje del título durante su estancia en el instituto Benjamenta. De hecho se trata de un diario. Un diario carente de toda referencia temporal. Lo que sucede puede haber transcurrido en pocos días o en varios años, pero por mucho o poco que sea el tiempo acaecido, la fuerza del relato, su talento para sorprendernos y descolocarnos, no va a ser menor. Lo que se enseña en ese instituto es nada. La función de quienes imparten en él sus lecciones, siempre según palabras de Jakob, es desposeer a sus discípulos de toda capacidad para razonar por sí mismos. El fin, por tanto, no es otro que convertirlos en perfectos ceros a la izquierda. Al principio Jakob muestra cierta rebeldía hacia ese programa alienante, pero luego lo acepta plenamente y, con él, las consecuencias que implica. Un hombre que no desea nada, que no piensa, que está presto a obedecer ante cualquier solicitud, es el perfecto sirviente. Kraus, en este sentido, destaca por encima de sus compañeros. Jakob admira a Kraus. Aunque siempre que habla de él, o con él, se percibe en su discurso una cierta sorna, un humor que el otro rechaza y desprecia. Jakob, con esa actitud, jamás llegará a nada. Su orgullo es excesivo. Un individuo orgulloso es un individuo perdido para la sociedad. Jakob elucubra, siente, despierta pasiones. El edificio donde se aloja el instituto es una suerte de fortaleza. No hay paisaje, no hay tiempo; por no haber, no hay más docentes que el señor Benjamenta y su hermana, una bella mujer cuya juventud ha pasado sin pena ni gloria, como un suspiro. Ambos muestran hacia Jakob una condescendencia morbosa. De hecho, todo en esta novela posee una pátina morbosa. Es morbosa la capacidad de admiración ante cualquier muestra de bondad, pero también de furia, que exhibe Jakob en sus escritos. Es morboso el cariño que experimenta el director hacia su discípulo. Pero ¿quién es Jakob von Gunten? No es más que el vástago pequeño de una familia venida a menos, un joven melindroso que, al entrar en contacto con el instituto, empieza a comprender que la vida es paciencia y obediencia, máximas que se les inculcan a fin de hacerlos hombres de provecho, jamás hombres con ideas disparatadas, por nobles que sean, que les conduzcan a la infelicidad…

lunes, 3 de mayo de 2010

El amante del volcán




Susan Sontag, en El amante del volcán, se adentra en un periodo convulso de la historia europea, el que ocupa los últimos lustros del siglo XVIII y los primeros del siglo XIX. La acción se sitúa en Nápoles, a los pies del Vesuvio, donde el embajador inglés, conocido con el nombre de El Cavaliere, desarrolla su actividad diplomática convertido en el asesor favorito del rey de las dos Sicilias. Entre sus grandes actitudes, destaca la de ser un gran coleccionista. En estos años de raciocinio exacerbado, durante los cuales se desarrolla un gran interés por la historia y sus yacimientos, las ruinas de Pompeya y Herculano ofrecen a quienes sienten pasión por acumular rastros del pasado un tesoro infinito de tentaciones. Su otra querencia es el volcán. El Cavaliere acostumbra subir a menudo hasta su cráter. Pese a ser un hombre maduro, su fortaleza física es mucha, y entre las virtudes que gusta mostrar a sus invitados británicos se halla la de ser capaz de ascender la montaña sin titubeos, a buen paso, consciente del peligro, dado que el Vesuvio siempre está activo, pero consciente asimismo de que la vida sin un mínimo de riesgo vale bien poco. Lo que no espera el embajador, mucho menos la monarquía de la que él es representante ilustrado, es que la historia, ese fluido magmático que corre parejo al tiempo, brote convertido en lava y empiece a destruir el viejo régimen sobre el que se asientan las bases de un modo de vivir y pensar periclitado. La masa ignorante y embrutecida arrasa palacios, corta cabezas, instaura un modo distinto de gobernar. Nace la edad moderna. La novela recoge estos hechos, pero también se adentra en la mente de este personaje magnífico. Susan Sontag reflexiona sobre el coleccionista que es y sobre su papel intermediario. Nos ofrece una visión de la vejez enternecedora, sobre el erotismo, sobre cómo la belleza de una mujer se va degradando y se pierde al fin. La vida de El Cavaliere se desarrolla en una burbuja de bienestar y belleza constante. Le molesta acompañar al rey de las dos Sicilias a sus partidas de caza. No es un hombre en sus cabales, pero es el rey. Prefiere permanecer en su estudio, contemplar sus cuadros, sus piedras, el cono del volcán desde su ventana, la columna de humo que sale de él, y también a su segunda esposa. Ésta, rechazada por el sobrino de El Cavaliere, Charles, viaja a Nápoles, prácticamente entregada al reciente viudo, que actúa con ella como Pigmalión con la estatua de Galatea. De hecho, una de las habilidades de Emma es posar ante un público restringido y emular a las grandes heroínas de la historia y a las diosas, las recogidas en los cuadros. También canta, y lo hace con una voz bellísima, cercana a la de los castrati. Ambos, el embajador y Emma, serán el centro de interés de una comunidad sedienta de novedades, de buenos consejos y actitudes. La Revolución francesa lo sacudirá todo. A las costas de Italia llegará un héroe, el almirante Nelson, abatido y herido, pero victorioso frente a la armada gala. Un nuevo fluir surge como río de lava en las proximidades de El Cavaliere: la pasión entre Nelson y Emma…

La novela es densa, extraordinaria, avanza como lengua de fuego colina abajo, nos cubre y arrasa. Uno de sus atractivos es cómo de tarde en tarde, sin previo aviso, aparece la voz de la misma Susan Sontag desde el presente, el de la escritura, el nuestro, para contrastar dos mundos tan distintos pero el mismo sucediéndose, cambiando, estallando a cada poco. La novela nos atrapa, nos conduce constante y sin pausa por la vida de estos personajes únicos, y nos hace comprender que cualquier intento por sujetar el tiempo es inútil, que la fuerza que mueve el mundo y a los hombres es irrefrenable, que pese a los años pasados y nuestra sabiduría presunta, no estamos a salvo de las convulsas sacudidas que nos azotan, llámense desastres naturales, llámense revoluciones, llámense malas decisiones políticas.