Cojo al azar un libro de Martínez Ruiz, su novela Antonio Azorín, en una edición de la Editorial Labor, impresa en un papel satinado, muy parecido al de algunas revistas, y leo arrobado sus primeras páginas. La prosa de Martínez Ruiz es de una riqueza exuberante. Con minuciosidad a veces enojosa, detalla cuanto ve de un modo que recuerda el trabajo del científico. (De hecho, hay un episodio en el que se limita a observar el comportamiento de ciertas arañas que el personaje tiene encerradas en una caja y lo compara con el de los humanos.) Conoce todos los sustantivos. Conoce, en consecuencia, toda la realidad que lo circunda. Azorín vive en una casa campesina, en medio de un paisaje humano y geográfico del que se nutre y transforma en palabra viva. La realidad cobra sustancia lingüística sin necesidad de subterfugios. Es por la palabra mediante. Es como si la lengua naciera de las propias cosas que describe, como si del pámpano colgara una etiqueta con su nombre y, de paso, el adjetivo más adecuado. Leer a Martínez Ruiz es llenarse la boca de palabras. Se le salen a uno como nata al morder un pastel. Y como el pastel, a veces, resultan empalagosas. No hay apenas acción. Martínez Ruiz dice, nombra, muestra aquello que aparece ante él, no narra, si acaso alguna anécdota, algún paseo. Pese a ello, zambullirse en sus páginas de tarde en tarde puede servir para relativizar la fama de ciertos autores hueros, de palabra envuelta en celofán brillante.
miércoles, 10 de marzo de 2010
Antonio Azorín
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