miércoles, 9 de diciembre de 2009

La viuda Couderc


George Simenon acostumbra retratar personajes profundamente humanos. Pueden resultarnos desagradables o antipáticos, primitivos o despóticos, pero poseen la capacidad de emocionarnos pese a no estar de acuerdo con sus actos. La viuda Couderc es una mujer que se aferra a lo poco que tiene y está dispuesta a luchar por ello con todas sus fuerzas. Desde los catorce años ha tenido que sufrir las humillaciones de una familia que la ninguneaba, los Couderc; pero al casarse con el primogénito y morir éste, es la heredera legítima de una casa, de unos campos de cultivo y de animales bastantes como para producir un excedente con el que puede comerciar. Sus cuñadas pretenden arrebatarle lo que ella considera suyo. La apoya su suegro. Éste, a cambio, recibe favores sexuales de su nuera Tati, que es el nombre de la viuda: mujer de cuarenta y cinco años, poco agraciada físicamente, pero cuya vitalidad se contagia a cuanto ser viviente la rodea. El viejo vive feliz. Cuida de un par de vacas, fuma al sol y, si la noche se presenta propicia, goza de las carnes tibias de quien lo acoge y protege. Es un tacto tácito y beneficioso para ambos. Roto éste, la desgracia se cierne como un buitre voraz sobre la casa en discordia.

Jean, por su parte, mató a un hombre y ha pagado por ello. Decide ser criado en casa de Tati, a la que casualmente conoce en el autocar que la traslada del mercado a su parcela. Jean tiene pasado, que iremos conociendo conforme avanza la historia, pero no futuro. Esta circunstancia es la que lo mueve a comportarse como lo hace, de manera irreflexiva a veces, pero convencido de que todo lo que decida estará bien. Jean acepta las normas que se le imponen en su nuevo trabajo. Entre ellas, ser amante de la viuda. Nunca ha trabajado en el campo, sin embargo. Pero está contento con cada nueva tarea que aprende, ya sea recoger unos tomates, ya cortar unas hierbas, o bien cuidar de que no falte luz ni agua a la incubadora.

Por último está Félicie, sobrina política de Tati, que se pasea con su hijo de pocos meses a cuestas. Jean se fija en ella. Se convierte en su obsesión. El suyo es un juego erótico en el que prevalecen las miradas. Tarde o temprano, lo saben, ella sucumbirá al acecho al que es sometida. No hay violencia. Todo sucede de un modo natural, primitivo. Todo en esta novela es, a un tiempo, muy humano pero también muy primitivo. Y a Jean le gusta que sea así. No hay lugar al pintoresquismo, ni a la belleza artificial del artista. El mundo en el que sobreviven no es el locus amoenus de los renacentistas, aunque tampoco la naturaleza salvaje de los románticos, es un espacio en el que las pasiones y los placeres sencillos se alternan con la misma fluidez con la que la lluvia resbala por el cristal de una ventana. Por eso mismo, cuando el lector empieza a intuir la tragedia, ésta, si llega, le resulta consecuencia lógica de los hechos. Con todo, la impresión de vacío es absoluta, como si de pronto comprendiéramos que no se puede jugar así con la vida, pues estamos hechos de sangre y huesos, no de trapos y paja.

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